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ÁNGELA REYES
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La mejor campanera
(cuento)_*_
Encarna Macías, que había vivido siempre aferrada a las cuerdas de la “chiquitica” y la “importante”, tenía a gala ser la que mejor tocaba las campanas de toda la provincia.  Y esto no lo decía ella, sino que lo dijeron muchas veces los miembros de los jurados que la premiaron repetidamente. Aquella mujer, pequeña y escasa de carnes, con el moño canoso a lo andaluz, hizo del campanario el aula de su  universidad.  Allí pasó las mejores horas de su juventud, estudiando las múltiples gamas de sonidos, la carrera que emprendía el eco a lo largo de la campiña, los efectos de la lluvia y del tórrido calor sobre el bronce.  Sólo ella supo los muy diversos grados de pena y de alegría que podía arrancarle al alma de sus campanas, sobre todo de la “chiquitica” y de la “importante”.  De esta forma, cuando doblaban a muerte las campanas de Encarna Macías, lo hacían de una manera dulce; era como una voz humana que llamase suavemente a lo lejos.  Y cuando repiqueteaban a ferias, hasta la banda municipal de Buenamanecer callaba para oírla.

Pero los años y, con ellos la artrosis canalla, arruinaron los huesos de sus manos.  Aún así, la campanera seguía llamando puntual a misa, a difuntos, a boda, a Jueves Santo, a feria, y en los meses de julio y agosto, la voz de la “chiquitica” anunciaba al vecindario y a lejanos caseríos, las restricciones de agua.

Hasta que llegó el día de su jubilación, y de cederle el puesto a Demetrio, un joven de cabeza rapada y pendiente en el lóbulo izquierdo que tocaba la guitarra eléctrica en colmados y ferias de los pueblos. A la mujer no le disgustaron esos signos de modernismo; incluso vio con buenos ojos que el nuevo campanero fuera músico, al menos tendría sensibilidad a la hora de manejar  las cuerdas o, mejor dicho, el alma de las campanas. Y también sería creativo, puede que mucho más que ella, debido a su juventud y a los estudios de solfeo. Fue una mañana, rallando el alba, cuando ambos se encontraron allá arriba, en la cruz del campanario. Ella, cediéndole las cuerdas, le dijo:

- Vamos, Demetrio, empieza a tocar.

- ¿Cómo?  -preguntó el joven asustado, sin saber qué hacer con las cuerdas.

- Toca lo que quieras, a fuego, a boda, a muerte. -El joven tocó a Rock-and-Roll. 

- Dime, ¿qué ves?  -preguntó la campanera señalando con su dedo la lejanía despejada y silenciosa, señalándole las huertas y las eras de Buenamanecer. Mas él con risa bobalicona, contestó:

- Pues el campo, el pueblo, el cementerio, el mar.

- Fíjate bien, ¿no ves alejarse el eco de la campana, como si fuera un pájaro blanco, casi transparente? Míralo, ahora planea, y gira, gira sobre la huerta de mazorcas.

- ¿Aquello? Aquello es un burro que gira con la noria.

- Mal empezamos, -dijo la mujer resignada.

A las seis de la mañana, un día antes de jubilarse, Encarna Macías subió los setenta y dos peldaños de la torre para tocar por última vez. Por el ventanal que daba al norte se veía el campo y el mar. A la playa del pueblo llegaban las olas con encajes de Almagro. En el ventanal del sur estaba el pueblo dormido. El viento barría las calles, espantando las hojas secas. Un poco más allá, el cementerio con su soledad añeja, y en la torre de la iglesia, junto al pararrayos, el nido de la cigüeña en donde se oía a la cría tabletear su pico, pidiendo comida. Aquella debía de ser la nieta, de la nieta, de la nieta, de la nieta, de la pareja que construyó el nido, una lejana primavera en que ella, tan joven, se hizo cargo del campanario.

El último día de trabajo, Encarna cogió entre sus manos deformadas las cuerdas de la “chiquitica” y de la “importante” y tiró de ellas, tocando a muerte. Nadie había muerto en el pueblo, pero ella dobló a difuntos.  El eco se esparció por la campiña, por todo el vecindario, se adentró por las ventanas enrejadas de la cárcel de mujeres y después tomó el camino del mar, perdiéndose a lo lejos. Doblaron, y doblaron las campanas toda la mañana, de una manera mansa, sin demasiada pena, pero tan insistentemente que los vecinos, alarmados, se concentraron ante la puerta de la iglesia, para ver qué pasaba.

Desde abajo, vieron que la campanera se mecía entre las cuerdas de la “chiquitica” y de la “importante”. Pero aquellos que subieron a rescatarla y luego bajaron, dijeron que no eran cuerdas, sino brazos humanos que la abrazaban, la envolvían como un sudario, impidiendo que les arrebataran a la mujer que tanto las había amado. Contaron también, en voz muy baja, que las campanas sonaban solas. Y que no se sabía bien si era el viento de la mañana, o las mismas campanas, o la propia Encarna Macías, quienes doblaban a muerte como nunca habían tañido.
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_____Publicado con el título “La campanera”, El Día, Toledo, enero de 1995
_____Incluido en el libro Cuentos en la Arganzuela, Madrid, 2005

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