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BEATRIZ BAUDIZZONE
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Tiembla, Mendoza, tiembla
(cuento)
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    Hora: 0,44
    Fecha: junio 1 de 2009
    Lugar: Mendoza
    Protagonistas: hasta los perros
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    Existe en la República Argentina, país en forma de cono pequeño insertado en el cono más grande de América del Sur, una región desértica con un rosario de oasis donde los extranjeros suelen pasar maravillosas vacaciones y comprar extensiones de tierra en las que crecen viñedos, bodegas y vinos de exportación.
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    Le dicen la tierra del sol y del buen vino: se llama Mendoza.
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    Supo tener una Subsecretaría de Turismo y Cultura (en ese orden porque el mundo globalizado tiene sus propios parámetros) bajo la dirección de  personajes con rango de ministro, que entraban y salían del despacho como del país y del cargo. Se caracterizó siempre por sentar sus reales en bellos edificios, de valor patrimonial, a los que los turistas amaban y a los que los empleados detestaban por su falta de confort mínimo.
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    Bancos de estilo plateresco, viejas casonas con escaleras de mármol y ascensores que suben y bajan pisos como en un ataque de tos, sin memoria y milagrosamente no asesinos....  Edificios, en fin, deliciosos por un momento, productos de un Dédalos de una o dos generaciones pasadas, suele ser el sitio apropiado para esta industria sin chimeneas, cosa que no carece de importancia en un planeta poluto.
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    Lo de dos o tres generaciones responde a la naturaleza sísmica de Mendoza. Hermana de los temblores chilenos, la provincia también se mueve bastante seguido: cuando no es por la zona de San Rafael, es en las inmediaciones del Cerro Arco; o recibe el cimbronazo de San Juan o Valparaíso. Todas las normas de edificación, los ingenieros y las empresas constructoras (salvo los que van a desembocar en barrios pobres) observan escrupulosamente este derecho inalienable a la vida, porque vivir en Mendoza es tener grabado en el ADN el grito: “tiembla”, “salgan”, “a la calle...”.
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    Por supuesto que hay gente que alardea de no darle importancia; pero son los menos: Juana Astoria (amiga de mi mamá y, como ella en sus últimos tiempos, con un Alzahimer galopante), el carnicero del supermercado de la esquina y mi compañera de oficina, entre otros pocos más. Abundan los ejemplos opuestos como la directora de Personal de la Municipalidad donde trabajé dos décadas, que se precipitaba escaleras abajo por la barandilla de madera lustrada, recogida la falda y al aire la celulitis, insultando al Intendente de turno que nunca tuvo en sus planes hacer un nuevo edificio. O las sensibles líneas telefónicas que tanto a los movimientos telúricos como a las lluvias (por más pequeñas que fueran), respondían con silencio.
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    Pero, de vuelta al uno de junio de 2009, a las 0,44, cualquier lector podrá observar cuánta razón tuvo quien dijo: “Pinta tu aldea y conocerás el mundo”.
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    El remesón comenzó con un bostezo ruidoso de Vulcano desperezándose. Primero fue un leve rumor y apenas un movimiento; después, el dios no reparó en nada y cada uno de sus gestos fueron un nueva agitación en la corteza. Sobre ella, y en plena ciudad, está mi edificio, y en él, el cuarto piso. Habitado principalmente por mujeres solas, que prefieren la individualidad dentro de la misma comunidad a la que huyen; por trabajadores y profesionales solamente en horas de oficina; por turistas de vacaciones y por parejas por hora, la situación se desbordó.
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    Como un gallinero alborotado, cada una hablaba y gritaba alternativamente, enfundada en su bata y pantuflas, algunas con ruleros y todas con crema antiarrugas. Solamente la jovencita del uno apareció aferrada al brazo de un muchacho que lucía tranquilamente un short marca Adidas, aunque más nos fijamos en su torso desnudo. La verdad es que lo divisamos, pero solo un instante porque estábamos viviendo más la adrenalina del terror que el   vehemente llamado de la progesterona.
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    “Clo-clo-clo” decía la del ocho y “clo-clo-clo” gritaba la del catorce, y así, “clo-clo-clo”, se desarrolló la situación por espacio de quince minutos. Manos sosteniendo los pómulos, ojos desencajados más allá de las órbitas encremadas, comisuras de labios agrandadas por la “o” de los múltiples “clo”... el pasillo era un gallinero alborotado como si en plena mañana de verano un eclipse hubiera borrado el sol. Desorientadas las pobres aves, no hallaban dónde dejaron sus huevos ¡Y qué decir del adonis de paso!
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    Los ascensores se unieron al coro con su tintinear de cables, cadenas y madera y, el gato Ludovico, habitante del edificio, al mismo tiempo sin departamento y dueño de todos ellos, ¡también fue a para al cuarto piso! Con los pelos de punta, miraba la escena y, al parecer, le resultó tan interesante que se sentó a observar. De pronto yo me percaté de su presencia y al quererlo tomar entre mis brazos de abuela cuyos nietos están lejos, el bicho sacó las uñas y, confundiéndome con algún predador, me las enterró en ambos brazos. Se marchó, entonces, mientras mi “clo-clo-clo” se transformaba en una procacidad.
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    El muchacho aprovechó a tocarle “las vergüenzas” a su acompañante mientras las suyas escalaban espacio merced a su íntimo ascensor. La vecina del diez lo notó y su blanca tez se volvió tomate, e instintivamente se cruzó más la bata, decepcionada porque nada le llegaría a ella.
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    De pronto se escuchó la gruesa voz de un varón: “¡Cállense..! Cesaron los cloqueos y se produjo un silencio malicioso e inquisidor.  Entonces nos dimos cuenta que se trataba del mismo tipo que seis días antes, se había tirado por la ventana cuando llegaba la policía porque le estaba pegando a su mujer.
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    Nos miramos todas. Mudas. Sorprendidas. Y luego vino la indignación: “Después de la paliza está con él...” verbalizó el pensamiento de todas mi vecina de enfrente.
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    Y cada una volteó a su casa, cruzó el umbral y cerrando la puerta, se metió en la cama. Y cada una se dio cuenta que era una gallina más en el inmenso gallinero del mundo donde los gallos todavía disponen cuándo amanece.
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  • Otra muestra de su obra:_
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