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De Féminas o el dulce aroma de las feromonas, seguido de Voces del silencio. Ediciones Ble, 2008
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    "Lo que tiene claro es que cada acción de su agotadora vida cotidiana está inspirada en su propia infancia".
    Marcela Serrano, Nosotras que nos queremos tanto
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    Nuestra otra compañera era Teodora. Ella compaginaba las clases de literatura con su otra pasión, las artes plásticas. Había sido una de las primeras en entender y defender la obra de Débora Arango, a quien Marta Traba había condenado al ostracismo. Al igual que Fernanda, Teodora tenía muy claro la condición de la mujer, no en vano lleva el nombre de la emperatriz bizantina. Más que la pintura lo que verdaderamente le ha interesado son el montaje, las instalaciones, el performance. La obra de Beatriz Gonzales, significó para ella algo así como la senda a seguir. Nunca la ha abandonado.
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    Teodora venía de un hogar de clase media alta, conservador, católico hasta la médula, y controlado por un padre para quien tener una hija era una especie de tara familiar. Cuando ella decidió entrar a la universidad se encontró con una negativa visceral. -Las mujeres no necesitan instrucción alguna. Fue la respuesta que obtuvo a su petición. Luego tuvo que asistir a una larga diatriba en contra de la educación de las mujeres. A Teodora, sus argumentaciones no la habían tomado por sorpresa. Desde pequeña había sido testigo de la violencia que él ejercía en el hogar. Aún recordaba a su madre, embarazada de cinco meses, rodando por las escaleras, por el único delito de no tener lista la camisa que quería su marido. Ese día Teodora conoció la palabra aborto. Esa imagen de su madre, ensangrentada en el piso, nunca habría de abandonarla. Es un ítem reiterativo en su obra. Pero si Teodora la emperatriz, había tenido la fuerza y la inteligencia necesarias para imponerse ante toda una corte controlada por hombres; Teodora, nuestra compañera, tampoco se quedaba atrás. Dejó la casa, que de paterna no tenía nada, y se consiguió un trabajo de mesera en un restaurante. Trabajaba en horarios extenuantes, de cinco a tres de la mañana y cuando tuvo algo ahorrado se inscribió en un curso de arte. Trabajaba como una posesa. No tenía amigos y a duras penas malvivía en una habitación que había alquilado en una casa de familia. Los domingos podía vérsela tratando de vender uno que otro cuadro en el mercado de las pulgas.  Mientras más difícil era su situación económica, más disciplina de trabajo se imponía. Teodora no se amilanó. Pasado el tiempo, su propia familia entendió que ella no abandonaría lo que se había impuesto. Entendieron que los sueños son una pequeña flama que rompe la oscuridad. Que pueden haber vientos adversos que luchan por apagarla, pero cuando esa tímida llama es protegida por el biombo de la esperanza, se hace fuerte, crece y deviene imbatible. Fue sólo entonces cuando “el alcaide de la casa-prisión”, como llamaba a su progenitor, decidió ayudarle. Fue cuando entró a la universidad. Sin embargo nadie sabía que en las horas de la mañana también asistía a cursos de pintura. Nunca hablaba de su obra, ni siquiera sabíamos que era artista. Lo supimos cuando Eva y Saskia abrieron Virginia, libros y pintura. Tímidamente contó que ella también hacía mamarrachos, o que a veces se inventaba montajes en su propia habitación. Eva se mostró interesada y quiso conocer sus trabajos. Se lo tuvo que pedir durante varias semanas. Teodora era renuente a mostrar  lo que hacía, en el fondo no estaba muy segura que sus “montajes”, como ella los llamaba, tuviesen algún valor estético. En cuanto a las pinturas y dibujos, decía que todo lo tenía amontonado detrás de su cama, que cuando tuviese tiempo los sacaría y escogería lo que fuera medianamente aceptable. Eva no se dio por vencida. Tiempo después nos confesaría que algo le decía que Teodora era una genio en ciernes. Así que esa convicción se le hizo obsesiva. Un día esperó a Teodora a la salida de la universidad y la siguió sin que ella se diese cuenta. Cuando vio a que casa entraba y que era allí donde vivía, esperó un buen cuarto de hora y timbró. Cuando Teodora abrió la puerta, Eva, sin decir nada, entró en la casa y le dijo: -Mira, o me muestras todo lo que haces o me instalo aquí, tú decides. Y se sentó en la butaca más confortable, como si conociera la sala desde siempre. Fue así como Eva y Teodora se hicieron amigas. Algunos años después serían amantes. Poco después Teodora hacía su primera exposición en Virginia, libros y café. Fue como una revelación, de esas que ocurren cada cien o doscientos años. Su obra rompía con todo lo hecho hasta ese momento. La exposición fue un éxito. Años después Isabel le organizaría una exposición en Florencia. Para ese entonces, Teodora ya era una artista plástica reconocida y admirada en nuestro medio tan reacio a las nuevas corrientes o a la aceptación de la originalidad, no de cualquiera, sino a la que va acompañada de una búsqueda estética. 
    Conocer la obra de Teodora es enfrentarse a un mundo sensible del cual no se habla, pero que está allí: la casa. Dicho en otras palabras el territorio que cualquier  especie animal protege y defiende. En él se abriga, en él ama y en él sufre. La casa puede ser vista o vivida, como un remanso o como una prisión. -Para nadie es un secreto que durante  milenios la mujer ha estado aislada de la sociedad, recluida en un gineceo, sin permitírsele espacios para la expresión estética -solía decir-. Esa carencia de espacios la entendió Teodora desde el comienzo de su carrera. Al principio eran  unos ejercicios bastante íntimos, pero innovadores dentro de la plástica, como si no hubiesen sido concebidos para ser vistos por persona alguna, mucho menos para ser expuestos en una galería o museo. Para Teodora eran simples ejercicios introspectivos que trataban de dar respuestas a la vida de una mujer enclaustrada entre cuatro paredes, a las cuales se llama hogar. Y desde allí observa como la vida transcurre sin que a ella le ocurra nada extraordinario, y peor aún sin que ella pueda hacer algo por cambiar el mundo que la rodea. Estos primeros dibujos, que bien podrían clasificarse como surrealistas, de una u otra forma desnudan su alma, y nos dan la mirada de una mujer en un mundo de hombres hecho para hombres. Mujeres, que como los caracoles, llevan su casa a cuestas y en ese eterno errar pierden el rostro. Y es que su obra siempre ha estado marcada por una permanente búsqueda de la identidad de la mujer, en el buceo de su propia psique.  Uno de esos dibujos mostraba a una mujer en posición fetal, con las piernas ensangrentadas y una mancha oscura hacía las veces de cara. El papel utilizado era una hoja de cuaderno y alrededor había hecho una plana,  que dejaba al descubierto un grito más que infantil. La plana repetía hasta el infinito la misma frase:«estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí, no me he ido, no me he ido, no me he ido»... como si dijera: mírame, mímame, ámame, méceme... Esta plana contrasta con el alarido devastador de Simone de Beauvoir en La Mujer Rota: -estoy harta, estoy harta, estoy harta... Con el paso del tiempo esas primeras huellas se encaminaron hacia la búsqueda de un lenguaje más libre y más contestario. Comenzó a estudiar las corrientes vanguardistas del momento. No para copiarlas, sino para no caer en temas comunes. Fue cuando comenzó a explorar con la escultura. Eran mujeres enigmáticas, sin edades ni rasgos étnicos determinados,  que rompían los mitos de la sexualidad mal llamada femenina; sus esculturas representaban más bien la sexualidad de la hembra. Fue cuando comenzó la serie de los sexos abiertos. A través de esas vulvas y vaginas inmensas, se escuchaba el segundo grito de Teodora. Esta vez no era infantil, sino el grito de una mujer que conoce y goza el amor, como si dijera con una voz que aún retumba en mis oídos:  -¡Las mujeres también podemos sentir placer, es un derecho inalienable! Varias veces la había escuchado decir que las mujeres de África sufrían la ablación, pero que las latinoamericanas no estábamos muy lejos de esa misma situación. Se refería a la ostentación de poder de la figura paterna sobre las hijas, a los hombres políticos que no han dejado de legislar en su propio beneficio, a los curas que le han negado la posibilidad a la mujer de tener sexo sólo porque así lo desea, al Estado y a la Iglesia, que la condenan si se hace un aborto, al acoso laboral. -Nos han hecho una ablación mental -concluía-. Ese grito siempre ha estado presente en toda la obra de Teodora. En otra ocasión diría: -Mi obra no puede divorciarse de mi infancia, ni de la realidad que me rodea, ni de la violencia física y mental ejercida sobre la mujer. La plástica ha sido la manera de exorcizar las sensaciones y los sentimientos almacenados en la memoria -concluía-.
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    No sólo en la memoria de Teodora, en este caso, sino en una memoria que se remonta a la época patriarcal. La memoria de todas las mujeres. Teodora no ha dejado de señalar que sus motivaciones para trabajar son los conflictos psicológicos originados durante su niñez y adolescencia. En Virginia, libros y pintura, montó con César un performance. En la sala, desperdigadas en el suelo, había vulvas de todos los tamaños. Algunas mutiladas, otras ensangrentadas, abiertas o cerradas, otras arrugadas, como si alguien las hubiese usado, para después desecharlas en un pote de basura. Acurrucada en una esquina estaba ella con la vulva más pequeña de todas, como si fuese la de una niña de dos o tres años. La tenía en los cuencos de las manos. Mientras la arrullaba, le cantaba en un susurro, una monótona canción de cuna; como si buscase protegerla de algo. Por su parte, César bailaba en el centro de la sala, alrededor de un tótem que representaba un enorme falo. Era una danza de poder y dominio. Una celebración del yugo y del terror que había sembrado a su alrededor. Cuando vi la obra, pensé que para concebir algo así, Teodora habría debido librar consigo misma una lucha del tamaño de una catedral gótica.
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    Otro de los temas que llegarían a ser recurrentes es la soledad. Primero eran mujeres aisladas las unas de las otras, como si toda posibilidad de comunicación fuese imposible. A veces colocaba puentes entre una figura y otra; pero siempre estaban partidos en dos pedazos o colocaba escaleras, pero truncadas. Como si atravesarlos o subirlas fuese una tarea a todas luces imposible de llevar a cabo. Luego siguió con otra serie donde las mujeres estaban  unas al lado de las otras, pero cada una miraba a un lado diferente; en sus rostros se leía el sentimiento de soledad atávica que las poseía. El nombre que le había dado a la exposición dejaba ver su otra pasión, la poesía. La había titulado: La mirada de una mujer o los cajones de la memoria.
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    En los años '90 su obra alcanzó dimensiones extraordinarias. Sus temas comenzaron a abarcar el mundo femenino: el embarazo, la crianza, la alimentación, el cuerpo de la mujer en el espacio, el dolor. Para ese entonces ya manejaba con gran maestría diferentes materiales: Bronce, mármol, yeso, madera, incluso comenzó a experimentar con las piedras de los páramos. En el 2000, luego de la exposición que le organizó Isabel en Florencia, su nombre comenzó a ser conocido y respetado en el ámbito internacional.
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    En los últimos años ha logrado mostrar la enorme complejidad de su rico universo. La habitación de estudiante, donde llevaba a cabo sus montajes, volvió a la escena. Esta vez ya no era una obra escondida detrás de la puerta de su alcoba, sino en espacios tan importantes como el Museo Guggenheim de Bilbao. Comenzó a representar dormitorios con puertas semitapiadas y dentro de ellos una diminuta vulva tirada en un rincón. Uno podría hacer un paralelo con las Cell de Louise Bourgeois, pero una de las diferencias claves es la imposibilidad de penetrar físicamente en los espacios de Teodora. Es un sitio oculto, como si guardase el mayor de los secretos o bien como si impidiese a toda costa la violación del espacio, de su espacio, de su intimidad. Los orificios de las cerraduras y unos huecos a manera de ventanucos, invitan al voyeur, que habita en cada uno de nosotros, a fisgonear, a bucear en la intimidad de la alcoba. Como si las obsesiones, los fantasmas  y los atropellos que la habían ahogado en su infancia, tomaran forma en tan extraordinarias instalaciones. Después reemplazó la puerta semitapiada por una valla de púas, a las que había enrollado tallos de plantas con espinas, principalmente las especies que producen urticaria.  Era otro de sus gritos, como si aullase con una voz quebrada por el pánico: -¡Atrévete, cruza el umbral! Y verás que te pasa.
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    La obra de Teodora, si bien crea una intimidad poco o nada agradable, por no decir inconfesable, es muy difícil sustraerse a ella; el espectador, quiéralo o no, se siente interpelado. Ya que Teodora, al actualizar los dolores de su infancia y al recrear el sentimiento visceral de exilio que la acosa,  asegura su supervivencia. Gracias a esos recuerdos que la habitan, le permite a cada espectador la posibilidad de crecer, aunque esos recuerdos la atormenten y aunque el espectador se sienta sacudido. Cuando la llamé para recordarle nuestra cita, le dije que viniera con Eva; al fin y al cabo ella terminó por ganarse un lugar dentro de nuestro grupo. Supongo que vendrán con Miranda. Acabo de ver que el carro de Eva y Teodora está llegando al portal, voy a abrirlo, supongo que los otros carros deben de venir un poco más atrás.
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  • _Otras muestras de su obra

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