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    CAMILA REIMERS
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    Atenea
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    Se abrió la puerta y mis ojos pestañearon sorprendidos: el sol vivía en esa casa, ese sería mi nuevo hogar. El corredor de propiedades seguía enumerando las ventajas de la vivienda mientras yo, ajena a su discurso, firmaba el contrato de venta con la luz que llenaba el cuarto donde yo habría de despertar cada mañana.
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    –Sé que usted tiene auto pero es además una gran ventaja que a menos de una cuadra está la parada de autobuses–  dijo el hombre.
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    –Y es iluminada– contesté.
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    –¿Perdón?– respondió el corredor, cuya mente aún seguía en los beneficios de la parada de autobuses.
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    –Hay mucha luz en la casa y eso me gusta– aclaré.
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    –Ahora pasemos a la cocina– continúo el vendedor.
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    –La compro– respondí.
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    –Pero la coci... 
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    –La compro– aseguré, –no pienso cocinar seguido, así es que no me interesa ver la cocina, me gusta la luz de la casa, la quiero.
    No tengo temor a la soledad pero sí a la oscuridad. No a la oscuridad de la noche sino a la del encierro. 
    Cuando comprendí que ya no podía seguir viviendo con Francisco, busqué otro lugar para mi vida, y me aterrorizaba la idea de envejecer en un cuarto oscuro. Mi proyección del futuro era la de una anciana encorvada y vestida de negro, asustada, desvaneciéndose en la oscuridad, pero en el momento en que vi la luz de la casa que visitaba con el corredor, la viejecilla empezó a desvanecerse. Cual Zeus, la luz partió su cabeza y yo, no Atenea, salí de ese cuerpo encorvado, transformándome en una diosa con túnica blanca, transparente como la luz que me hería los ojos, y con una roja cabellera hasta los muslos.
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    Mi nueva vida empezaba. Allí estaba, en el suelo, la piel de la anciana, igual que la muda de las culebras, derrumbada como mi vida con Francisco. Sólo que esta vez, entre las escamas, había emergido una diosa de pelo rojo llevando una lanza en la mano derecha, lista a defenderse de los fantasmas que la acosaban.
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    A los pocos días ya me había instalado en la nueva casa. Mi primera decisión fue no ponerle cortinas a mi cuarto para así recibir el sol en todos los rincones.  Necesitaba, además, convencerme que estaba sola, porque lo primero que habría hecho Francisco hubiera sido medir las ventanas para comprar gruesas persianas que no dejaran pasar el día y oscurecieran aún más la noche. También llené la casa de rosas rojas y anaranjadas ya que necesitaba calor para seguir adelante.
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    Entre costumbre y resentimientos habíamos logrado acumular veinte años de vida juntos. Ni siquiera teníamos la excusa de los hijos porque no existían. Nuestra única razón para continuar el matrimonio era una apatía que toleraba el aburrimiento pensando que salir de la rutina era imposible. La casa y los autos estaban pagados, igual que el chalet en el campo. Los dos teníamos un trabajo estable con un seguro que solventaba cualquier enfermedad, remedios y dentista. ¿Qué más quiere uno en la vida? pensaba yo mientras miraba a Francisco cambiar el canal de la televisión buscando cualquier programa que mostrara un partido de golf, no importaba quién ni dónde se jugaba, una pelota y un palo calificaban inmediatamente para dejar de apretar el control remoto y olvidarse del mundo. Este era el único “swing” de mi vida. Muchas veces llegué a pensar que el control remoto era un anticonceptivo más eficiente que la píldora.
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    Pobre Francisco, ahora desde mi pieza sin cortinas lo comprendo mejor. Él estaba tan aburrido como yo, y tenía el mismo miedo de volver a empezar la vida de soltero dos décadas después de haber decidido vivir para siempre con la misma mujer. No sé si nos casamos porque estábamos enamorados o simplemente por comodidad, tal vez un poco de las dos cosas. En un principio, pasión sí había, pero duró sólo los primeros años de matrimonio, poco a poco se fue desvaneciendo entre bostezos, partidos de golf, jugo de toronja y café al desayuno. Llegué a pensar que era lo natural porque no deseaba hacer el amor con mi marido, pero tampoco me atraía la piel de otros hombres que se me cruzaban por el camino.
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    –Son las hormonas –me dije– cuando las mujeres empezamos a envejecer, las hormonas cambian.
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    Esta teoría de las hormonas me ayudó a sobrevivir algunos años –hasta el día que conocí a Marcos. Estaba yo en mi oficina cuando aún antes de que él entrara mis sentidos olieron su presencia y de un salto las hormonas volvieron a la adolescencia. Marcos no discutía mucho de historia ni filosofía, lo que importaba bien poco porque no desayunábamos juntos. Nuestros encuentros eran en su departamento durante el día, y ahí no nos dedicábamos a conversar sino a entrelazar nuestros cuerpos en una danza cuyo ritmo yo había desconocido durante todos mis años de matrimonio.
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    Mi marido nunca olió la colonia de Marcos impregnada en mi cuerpo porque él decidió partir con una morena estupenda que lo había impregnado con su perfume propio. Fue entonces cuando decidimos vender nuestra casa y darnos la oportunidad de volver a vivir para realizar los sueños que antes creíamos imposibles. No hubo resentimientos y creo que en ese momento empezamos a ser amigos. 
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    Lo de Marcos no podía durar; mal que mal a mí me gusta la historia y la filosofía. Así es que empecé mi nueva vida sola pero llena de una luz que realmente no emerge sólo de la casa nueva sino de mí y se extiende hacía el futuro como una premonición.
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    Ya Sófocles me lo había advertido: “¡Atenea, la más querida para mí de las divinidades! ¡Qué luminosa, cuán radiante, aún siendo invisible!”
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Otras muestras de su obra:
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Página puesta al día por_José Antonio Giménez Micó_el 1 de agosto de 2017
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