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CLARIA EUGENIA RONDEROS
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Máscara y espejo (cuento)
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    Se había quitado la máscara aquella mañana. Hacia ya muchos años que había muerto la última persona que había visto su rostro así al descubierto. Pero como se sentía segura de que nadie vendría a verla en casa, Serafina se había quitado con delicadeza la máscara que se había vuelto ya casi parte de su propia piel. La blancura de sus pliegues ocultaba ingeniosamente la más oscura y delicada piel que se escondía bajo su engaño. Los ojos se habían acostumbrado a mirar a través de la telaraña azul que formaba parte de la máscara. Al retirársela del rostro, ésta dejaba a la intemperie unos ojos de un color oscuro casi negro obligados a cerrarse para no enceguecer al primer momento que veían la luz sin estorbos.
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    Con temor, esperó a que sus ojos se acostumbraran a la desnudez que con tanta frecuencia se les negaba y se acercó al espejo para reconocerse. La ingeniosa construcción de la máscara había logrado a través de los años, no sólo mantener oculta su verdadera identidad, sino también detener el deterioro de la piel. Una vez libre de la falsa blancura envejecida, aparecía una frescura casi juvenil en esa piel protegida de toda mirada maligna, de todo el veneno del sol, de todo viento.
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    Al sonreír lograba evocar con nitidez a la niña que había abandonado el pueblo días antes de que los diarios anunciaran la matanza de una toda una población paralizada del miedo y reunida a golpes en la plaza, justo al frente y ante la mirada indiferente de su adorada catedral. Ella, de doce años y con la inocencia de una niña aun menor, había sido llevada por su tío el cura a la capital para visitar a unos parientes lejanos que querían viajar al extranjero y llevarla como acompañante para sus hijos de tres y cinco años.
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    Pero de esto hacía ya tantos años que ni valía la pena recordar. En el espejo aparecía entonces la mirada sombría de la joven mujer que había creído en la veracidad de un rostro descubierto y franco. La joven que se había enamorado y entregado años a una relación que había creído real para descubrir que en cada año que había pasado al lado de Peter algún enmascarado daño se había tramado en su contra.
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    La mirada fija en esa otra mirada ya tan ajena de los ojos oscuros en el espejo, se dirigió luego hacia un pasado más reciente y una luz pareció encenderse en el fondo. Solamente veinte años habían pasado desde el hallazgo de este disfraz. Lo había experimentado primero a solas en la privacidad de su cuarto, así como ahora sólo allí dejaba ver lo que antes fuera público. Veinte años que le habían permitido reinventarse de pies a cabeza, gracias al enmascarado rostro de piel blanca y ojos azules.
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    En el nuevo trabajo al que había llegado poco tiempo después de adoptar la máscara, no como algo secreto y vergonzoso sino por el contrario como un rostro cotidiano para la vida, la tomaron por una de ellos y cuando le preguntaban por algo de su pasado ella evadía la pregunta sonriendo, suspirando o simplemente cambiando de tema. Se pensaba de ella que tenía una historia dolorosa y secreta y que quizás intentaba olvidar algún evento trágico que la había marcado para siempre. Lo que nunca se sospechó fue que Serafina no perteneciera a ese mundo.
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    Su vida solitaria, sus costumbres anómalas, el tono velado de su voz, se tomaban como parte de ese misterio que ella encarnaba. A la vez, la tersa blancura de esa piel casi perfecta le compraba derechos que antes nunca había conocido. Si era huraña la dejaban en paz, si lloraba la consolaban o le regalaban algo dulce que la calmara. Nunca había sido así. Su llanto había sido en un comienzo para los demás, cobardía o ignorancia. Sus silencios síntoma de alguna mentira solapada que habría de hacerles daño. Así había sido antes, cuando nada ocultaba, cuando sus acciones y pensamientos eran como ropa que se seca al sol y que el viento mueve cuando sopla. Serafina, la extranjera, una mujer peligrosa, extraña de veras, decían los vecinos cuando intentaba sonreírles para entablar con ellos algún tipo de conexión; cuando lloraba el rechazo o la indiferencia.
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    En la ocupación que había adoptado, la veían a diario sus compañeras de trabajo y un supervisor que recorría el salón de las computadoras ocasionalmente. Su voz quedaba enterrada las ocho horas dedicadas a digitar información que se apilaba junto a su puesto de trabajo cada mañana y que para la tarde, cuando salía para su casa, había quedado convertida en marcas negras sobre esa pantalla que reproducía la presión de sus dedos veloces sobre el teclado.
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    Se rumoraba ya que este empleo podría durarles poco. Que los nuevos digitadores de información se hallaban ahora en la India o en algún país del Sur, lleno de personas como lo hubiera sido ella de no haberse perdido por completo tras el escudo flexible de su máscara. Pero ahora ella era esta piel blanca, este cabello rubio, estos ojos azules y su trabajo le pertenecía. Le parecía que el mundo empezaba a girar en la dirección equivocada. Era como estar en un carrusel sentada por fin sobre el caballo más alto y más hermoso, el que sube y baja al ritmo mecánico de la música sin cansarse jamás, y sentir de repente que la música empieza a provenir de más lejos y que el caballito aquel está a punto de detenerse.
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    Serafina, mujer de cuarenta años, pensaba así al contemplarse en el espejo, único confidente de su doble ser.
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    Serafina, cara desnuda, siente como se aleja el sonido y se suspende el movimiento. Viaja mentalmente al día de la despedida, cuando su tío, el cura, la había empujado hacia el avión, hacia esa máquina que habría de quebrar su mundo en dos mitades; la de los vivos y la de los muertos. Toda su familia desparramada sobre la plaza del pueblo como ropa sucia, mientras su tío, el cura, regresaba (tranquilo, lo sospecha hasta ahora) en un taxi alquilado expresamente para la diligencia que habría de salvarles a ella y a él la vida. O más bien, piensa de nuevo, de robarle a ella la única vida que había conocido hasta entonces.
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    La máscara yace sobre el escaparte como un guante viejo que se abandona después de un baile. El momento de ensoñación se detiene con brusquedad. Llaman a la puerta. Serafina no ha escuchado jamás el sonido del timbre y lo reconoce sólo porque insistentemente suena al interior de la casa como si quisiera tumbar todo el silencio acumulado en estos años de soledad. La puerta parece ser la fuente de esta escandalosa interrupción. Y en la puerta… ¿Quién? Se pregunta ella sin atreverse a contestar.
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    Se rompe con estrépito esa última barrera que la separa de una posible respuesta. No hay tiempo de ponerse la máscara que se ve inofensiva, aún sobre el escaparate. La máscara que hubiera podido ser ese otro avión capaz de separarla de la muerte.
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