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De la torre pentagonal estilo neoclásico -construida con piedra de sillar-, única en el norte de México, pende una campana. Aquí se construyó el primer molino de trigo del norte de México y una textilera que se llamaba Compañía Ybernia. De ahí se tomó nombre para la iglesia, que en un tiempo también sirvió como hostal de españoles y sacerdotes.

 

Camino hacia la entrada principal. Un olor a humedad se libera cuando abro la puerta estilo barroco de madera. Mis ojos tardan un poco en acostumbrarse a la poca iluminación del interior. Ya dentro, cuento dos filas, cada una con catorce bancas. Me siento en una del lado izquierdo. Es curioso, sólo caben dos personas -un total de cincuenta y seis adultos llenarían por completo el templo-. Capilla diminuta -acogecora y fresca- de una sola nave, en la que se ha oficiado misa por más de 400 años. Más antigua que la Catedral de Santiago, se fundó en 1577 en la ex-Hacienda Santa Ana de Los Rodríguez. El retablo de la pared frontal tiene un nicho central ocupado por una estatua antigua -ciento siete años- de la vírgen. La Inmaculada Concepción me mira con dulzura. Lleva puesto un vestido con encaje azul y blanco. El silencio en este lugar me aquieta el alma. Me quedo sentada un rato. Luego me paro y camino hacia el frente. No me hace falta más que dar tres pasos para llegar al retablo con incrustaciones de oro. Admiro de cerca el bruñido de las hojas de oro y plata. Me vuelvo para ver qué se siente observar desde el altar. La luz de la puerta principal me encandila un poco. Veo en una de las paredes laterales un conjunto de cuadros carcomidos por las polillas que cuelgan de la pared. Son imágenes pintadas al óleo de la Vírgen María, San Joaquín y el Sagrado Corazón. Me acerco a ellas, las toco. Enseguida me siento en la penúltima banca de la fila derecha. Es un lugar donde me gustaría escribir. Oigo unos pasos que se aproximan. Cuando la persona se detiene a mi lado, volteo y me doy cuenta que se trata de una niña. Toma ambos lados de su falda amarilla para acomodarse sobre el asiento. Queda sentada a mi lado. Usa calcetas del mismo tono de la falda y zapatos negros de piel. Mantiene la vista hacia el frente. La piel pálida de su cara resalta entre algunos cabellos castaños que se han soltado de su cola de caballo. Apenas tengo tiempo de ver el moño azul de flores con que lleva atado en el cabello cuando se levanta y empieza a alejarse. Le hablo:

 

-¿Cómo te llamas?, ven,  no te vayas.

 

-Amalia Pereira y Gómez- me dice mientras sale de la capilla.

 

Continúo recorriendo con la vista el techo, el piso de mosaico. En el muro de la izquierda está el viacrucis y las pinturas. En el muro de la derecha hay unas letras que no distingo bien desde donde me encuentro. Curiosa me aproximo al muro y leo:

 

Aquí están sepultados los cuerpos de Pedro Pereyra, Antonio del Bosque y la niña Amalia Pereira y Gómez.

 

Salgo del templo, la busco. No hay nadie afuera. Miro la torre pentagonal y la campana. Me sonrío -soy afortunada, me digo- y regreso a casa.


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