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Una presión en el pecho me despertó. Me asomé por la ventana. El negro cielo sin luna y el chirrido de los grillos eran lo único tranquilizante a esa hora. El dragón comenzó a estirarse y un ala forzó el esternón. De no haber sido porque este cedió un poco, el movimiento del animal lo hubiera roto en dos. La punta del ala se sentía como un alfiler que se clavaba en mi pellejo con cada movimiento. El humo salía por mi boca asfixiándome en cada exhalación de la bestia. El fuego me ardía dentro. Extendía sus alas y aplastaba mi pulmón con la presión. Con las garras rasgaba la carne fresca de mis músculos. Con cada rasguño que me daba, mi vista se nubló. Sentí náuseas. El fuego empezó a quemarme por dentro. Mi aliento olía a carne asada. Me dio sed. Caminé descalzo por el corredor que conducía a la cocina. Mientras me movía, él se movió también. La quimera introdujo un brazo con piel de reptil a través de mi garganta hasta llegar a la parte posterior de la nariz. Sacó una garra por una de mis fosas nasales. Vi la uña curva justo encima de mi  boca. La nariz comenzó a sangrar. La presión era similar a un trozo de manzana atrapada en la faringe y obstruía mi respiración. Los picos de las alas sobresalían como un hueso roto por entre la piel de mi caja torácica. Me estaba deformando. Mi cuerpo mutaba, pude verlo en el espejo. Llegué a la cocina y tomé un vaso de la alacena. Me serví agua y la bebí al hilo. Escuché cómo el fuego siseó al apagarse. No se me quitó la sed. Ahora, el animalejo desgarraba la piel de mi abdomen y comenzaban a salir las patas. El dolor era como un piquete de avispa. Supe que era un dragón, mi dragón, porque ya una vez había querido salírseme y tuve que decirle a Roxana que iba al sanitario para que no se diera cuenta de que llevo un monstruo dentro. El dragón había tenido ganas de salirse, de comerla entera, de poseerla, pero lo detuve. Era incontrolable. Cuando menos lo esperaba empezaba a molestarme por dentro. Se despertaba de su letargo y comenzaba a estirar las alas, las patas y a humear. Desde que Camila me dejó, no había podido conciliar asunto alguno. Ni la oficina, ni los hijos, ni los negocios, ni la necesidad de ternerla cerquita de mi cuerpo con su humedad y su desnudez, con sus cabellos desordenados. Fue cuando me di cuenta que tenía un dragón adentro. Se me quitó el hambre, el sueño, los sueños... las ganas. En cada esquina y en cada rincón de la ciudad tenía que volverme contra la pared para que los transeúntes no notaran mi pecho deforme. Luego, el monstruo me empezó a comer el cerebelo, lo supe porque a veces sentía ardor en la base del cráneo. Me rascaba tratando de calmar el dolor pero este se hacía más intenso. Invité a Joana a caminar conmigo en el parque. Tardé varios meses en convencerla y al fin aceptó. Ella me recordaba a Camila, las ondas de su cabello cobrizo y sus manos de nieve. Todo era Camila. El dragón se dispuso a salir.


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