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Sumerges los pies descalzos en los pliegues cristalinos de la acequia. El agua que repta seduce tu piel y pule las piedras ahogadas en el fondo del lecho. En él, tu padre hunde una sandía y la rodea con rocas para que no se la lleve la corriente. Su fuerza empuja tus tobillos y te desbalancea. Caes sentada sobre las raíces expuestas del nogal criollo. Las ramas
-sobre tu cabeza- se vuelven un cielo verde de hojas danzarinas. Su tintineo te permite apreciar el suave viento que alborota tu cabello. El tiempo sigue acariciando lo que amas. Eres torpe cuando intentas regresar en tu memoria a este lugar. Al principio logras ver imágenes no claras de lo que hubo aquí. Pero luego, los olores que hueles -a tierra seca antes de la lluvia y a lila
- le devuelven nitidez a tus recuerdos. Te observas a los seis años con un ojo pegado en el orificio de la cerradura de la puerta de madera. Recuerdas palas, picos y demás herramientas metálicas en el interior. Y el rayo de sol colándose por el agujero que hay entre dos morillos del techo desde entonces incompleto. Esa galera ahora sólo tiene un muro. Te acercas a él. Lo tocas. Las hierbas secas salen de entre sus adobes. Se desmoronan. Las cosas que dan identidad a tu infancia y que aún te pertenecen se han vuelto nombres polvorientos. Das unos pasos y te detienes frente a la puerta principal apolillada -de la casa donde nació tu madre-. Esperas deseosa que alguien abra. El orificio para la llave de esta cerradura no te deja ver hacia el interior. Caminas mentalmente por el corredor que lleva a los corrales de las vacas, miras la báscula para granos instalada en el comedor y ves en el fondo de la cocina la estufa de leña en uno de sus rincones. Sigues afuera de la casa. La puerta te parece ajena, desconocida. En el pollete del umbral te giras y le das la espalda a la casa de tus abuelos. Tratas de encontrar con la vista el lugar preciso donde estaba el gran nogal y la acequia. Caminas. Te detienes sobre la tierra dura que ha quedado estéril por la sequía. Recuerdas que cuando un rayo partió el árbol los pedazos quedaron desbalagados. En el centro del terruño no queda ni uno de los troncos -a los ocho años el abuelo te dice que el nogal mide 35 metros de alto y que un día, cuatro hombres adultos con los brazos extendidos se tomaron de las manos para rodearlo y medir la circunferencia: seis punto cuarenta metros-. Buscas con la vista las maravillas color rosa mexicano, moradas y jaspeadas. Ahí, cerca de las marraneras. Sólo hay hierba seca. Te ves cortar una hoja de zacate que alcanza a rodear tu cuello. Haces ensartas con decenas de flores de diferentes colores y elaboras collares, pulseras y coronas. Juntas las nueces criollas y quiebras algunas con una piedra. Saboreas su carne aceitosa. La mora sigue en pie. Es apenas un poco más alta que tú. De camino a la iglesia de la loma cortas los frutos color rosa tornasol de las biznagas que vas encontrando -les dices chilitos- usas una espina de nopal para pincharlos. De esa forma logras sacarlos de entre las espinas de la cactácea. Luego los comes. Pelas los dientes imitando el movimiento que  hacías para  mordelos. Recuerdas las semillas negras comestibles de su interior. Ahora ya no puedes subir el cerro para visitar ese templo -hay paracaidistas y el terreno está en litigio-. El ranchito está vendido. Parte de él fraccionado con el nombre de Villas de Guadalupe. Una calle pavimentada -antes brecha- lleva el nombre de tu bisabuelo Luis de Valle.

 

La tarde pardea y cientos de luciérnagas con su luz verdosa se posan en tus dedos. Te acuerdas cómo te gustaba atrapar algunas dentro de un frasco de vidrio para usarlo como farol.

 

Sólo te queda el recuerdo de una sandía refrescándose en la misma acequia donde mojas tus pies una tarde de verano. Las cosas que amas de tu infancia se han vuelto palabras polvorientas.

 

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Página puesta al día por_José Antonio Giménez Micó_el 1 de junio de 2018
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