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HEBE SOLVES_(1935-2009)_
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Celebren la obra creativa de Hebe Selves, que partió en uno de esos  viajes, al que llamamos “sin retorno”.
Ella, sin embargo, se ha quedado con nosotros en su palabra quietamente extendida en sus libros,
o cuando escuchamos un tango y tarareamos.
Los ecos de la vida: Hebe se ha ido, pero sólo hasta la próxima lectura.
En su honor mantendremos su página en el Registro Creativo.
Que en paz descanse.
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El baile de la arrastrada
Cuento inédito
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Me enamoré y supe que era nazi. O se creía. Mis amigas judías no le dieron importancia. Yo desconfiaba. ¿Qué hiciste hoy? ¿qué estabas haciendo cuando te llamé? Ahora estoy sola y me animo, sola, a la matiné. Me siento en la fila contra la pared, a mi espalda el gran espejo, una mesa dos sillas (una de cada lado), otra mesa otras dos sillas. Ahí estamos las mujeres, los hombres al costado, como en una platea. De noche, en cambio, voy a la milonga con el del auto. Hoy sentí el calor de tu pecho, me dijo. Me reí. Aprovechó la esquina con sombra, una arboleda vieja que caía sobre las bolsas de basura y me tocó. Yo estaba en otra. -Si fuera más callado podría presentarlo en las reuniones de amigos, le había dicho a Sandra. ¿Pero qué hago si se da cuenta de David? Le dan asco los judíos. -No hagas caso, en esta época no es problema. El hombre piensa una cosa y la mujer otra. -Qué no, van a creer que. -Salí, dejame, le dije al del auto. El  fantasma del nazi me estaba fastidiando. -Lo que pasa es que las otras se ponen rellenos en el corpiño y el calor no le llega al hombre, expliqué. (No tenés nada, había dicho la tía de mi marido. No vas a poder tener hijos.) -Bailemos el paso doble separados, quiero reírme así, como cuando era chica. -Nos van a echar, es una milonga pesada. (¿Tu suegra dijo eso? Si, bueno, casi.) El auto es grande y está lleno de cosas de construcción, bolsas, herramientas, polvillo de cemento o mantas para envolver atados de ropa de trabajo. Será albañil. El asiento delantero se cubre con arpillera y voy sentada con mis zapatos de baile. Son de gangster con taco. ¿Pensás en él? Sí, pero lo quiero al lado mío y lo echo lejos, lejos. La abandoné y no sabía… insistía el tango. Remordimientos. No, no hay que abandonar a nadie, dijo mi compañero de la matiné como haciendo una promesa. Pero el de anoche quería tocar, adentrarse en el calor del pecho, un nido. Son chicos los hombres, le dije a Sandra. A mí, andar sola me cuesta, cuando voy a la hora de la siesta no, salgo caminando, siento que la calle es mía, que se prolonga un poco más la pista y no pudieron echarme de la ciudad, aunque algunos estén en otra parte, en otro país. Si por lo menos hubiera ganado dinero con su apego a Nietzsche y la tele encendida hasta la madrugada. -Quería darte miedo, ése. -No sé, miedo y amor, un año de la vida. Ahora el del auto se desayuna y dice como si pensara: La libertad ¿para qué? Amanece a las preguntas y el bar es un paradero de ruta. A él el código no le importa, está con una remera con agujeritos, la costura tiene un burlete anaranjado, un club de fútbol de vaya a saber dónde. Así bailamos, yo vieja, él zaparrastroso pero motorizado, creerán que lo mantengo y soy amarreta. Comemos unas tapas chinas, me caen mal. -Osho, ¿leíste a Osho? -Bueno, basta, en el fondo de la taza hay algo negro, pegajoso. Otro día nos vemos y van. ¿Querés? No. Es el dedo del pie, me torcí, me fracturé. Sin el dedo gordo no se puede hacer el pivot. ¿Sabías que uno se copió del cuento de Cortázar y cree que la novia muerta está bailando en Reducci? Sí, son inventos, chismes que corren, pero yo prefiero el cuento de la pianista tanguera: se acostaba con el sobrino y la mataron en pleno escenario. Alguno piensa demasiado mientras baila. Se trata del flujo de conciencia. Pero esa historia no fue una tragedia cualquiera, fue  incesto. Yo estuve enamorada de mi cuñado y no es incesto, (no pudo ser porque no nos animamos, pero prohibido prohibido no hubiera estado). Bailás con viejos ahora, te gustan. Es lo que hay. Capaz que son nazis los de camisa negra. No sé si me gustan, los puedo. La primera vez estuve sentada más de media hora, no veía ni las señas. Miré a los tipos y elegí al mejor. Uno de sesenta, pelo entrecano, caída a pico como plomada con cada compás y a veces con un pie en suspenso, apenas despegado del suelo, quieto como un flamenco. Mientras sonaba la cortina musical lo miré y volteó la cabeza. Al rato, en el fondo, descubrí al que levantó la ceja. Dudé. ¿Sería conmigo la cosa? Me puse otra vez los anteojos. Le sonreí, él asintió, me quité los anteojos, los dejé en la mesa, amagué con levantarme de la silla. El se acercaba. Yo llevaría larga vistas para no equivocarme, dijo Sandra. Es un código. ¿Te imaginás? Usar la palabra código te dice a la legua que todo es un invento para turistas. A la idea de un código milonguero te la venden como originaria pero antes era la costumbre, no el código. Nadie hablaba así. Otro código es la ropa, dicen,  te intimida, eso es lo peor, aunque yo conseguí que me saquen con la ropa de siempre. El que me dijo “No hay que abandonar a nadie” anda en camisa celeste y pantalón gris. Es como estar en casa. Un marido prestado por un rato. ¿Calor? Sí, en todo el cuerpo. En el acorde final, junto los pies y el zapato del hombre queda en el medio, atrapado. Hay quien se ríe, de nervios se ríen. ¿Alguna vez viste a la muñeca de trapo? Es una chica lánguida que se deja caer. Baila arrastrada, el hombre tiene que empujarla paso a paso y de repente se cansan y la arrastran por la pista como limpiando el piso. Ella ha triunfado, todos miran. Una sonrisa imperceptible y el caballero, como le dicen, no sabe si la domina o la carga. Las rodillas ni las flexiona siquiera, para qué si no va a dar ni un paso por su cuenta. Es delgadísima, está feliz de ser la arrastrada. La vi reírse sola cuando vuelve a  la mesa, tiene algo genial, pintada por demás y con cara mínima debajo de una mata de pelo. Yo no puedo. Cuando jugábamos al muñeco de goma me dejaba empujar por las chicas y me bamboleaba de uno a otro costado. Siempre en la vereda estaban jugando, pero a mí no me dejaban salir a la calle y un día las invité a casa, al patio de cemento debajo del parral. Una no me sostuvo y me caí, la cara aplastada contra el suelo. Qué viva. Y ahora, cómo voy a confiar en un tipo que se las da de nazi. Me gustaría ser la arrastrada y burlarme: los hombres terminan con la lengua afuera. (La lengua, dije).
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Otra muestra de su obra:
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Página puesta al día por_José Antonio Giménez Micó_el 17 de agosto de 2009
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