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    MANUEL GIRÓN
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    Robotina
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    A las siete menos diez el sistema de la Gran Fábrica me enciende. ZZZuuuuuMMMMMM suena el arrancón y toda mi existencia comienza a descomprimirse. Mi procesador eléctrico suelta ríos de electrones y protones que que conforme avanzan encienden lucesitas y soniditos que determinan mi existencia.
    El concierto de pitillos se tranquiliza y las lucesitas dejan de destellar colores. Mis gigabytes han terminado de desperezarse y mis chips ya han juntado sus metálicos cuerpecitos. Los bits hacen ejercicios de calentamiento antes de salir disparados por el laberinto de mi cuerpo. Estoy lista, como siempre, para trabajar.

    Las campanas de las iglesias que rodean la casa en donde trabajo avisan a mis censores que son ya las siete de la mañana. Me incorporo y me desplazo hacia la cocina. Pongo el café a destilar en la cafetera. Coloco los platos y cubiertos sobre la mesa, corto fruta, saco el yogur y la leche de la refrigeradora y los distribuyo sobre la mesa. El café suelta ya su delicioso aroma. El señor, el Señorito, y la Señorita llegan y se sientan a comer. El café termina de filtrarse y la cafetera se apaga. Sirvo café al Señor y centro toda mi atención en las agujas del reloj porque el Señorito tiene que salir disparado a las siete y treinta.

    El Señorito termina de desayunar, se lava los dientes, agarra su bolsón y vuela hacia la escuela obligatoria –en la Gran Fábrica nadie se le escapa al sistema–. El Señor también está ya listo para salir, besa a la Señorita y se despide. Yo recojo los platos sucios y comienzo a escribir en un papel los nombres de los artículos que debo comprar para la casa. Anoto: leche, queso, mantequilla, bebidas, etcétera, etcétera, y demás etcéteras..........

    Recojo las botellas plásticas que hay que devolver y las botellas de vidrio que hay que tirar en el container del barrio –en el llamado Primer Mundo la moda ecológica esta en su auge y recicla mucho capital–. Aviso a la Señorita que vamos a tirar las botellas y a comprar más basura, y que si le apetece hacer pipí y popo antes de que salgamos a la calle me quitaría un gran peso de encima.

    La Señorita y yo llegamos al container del barrio y encontramos un letrero tamaño familiar que nos indica que está terminantemente prohibido tirar frascos y botellas en días de feriado. Fines de semana y que se tiene que respetar el horario señalado y los colores asignados. Cumplimos con las reglas establecidas y nos vamos en busca de nuevas reglas.

    Las calles, los almacenes, las tiendas y los supermercados están llenos de Robotinos y Robotinas como yo. Todos compran en silencio.

    La Señorita y yo terminamos de comprar también y retornamos a nuestro reducto.
    Las diez de la mañana y suena el timbre. El Señorito regresa de la escuela. Tira sus cosas al suelo y se pone a jugar con la Señorita. Yo comienzo a lavar los trastes y los recipientes plásticos del yogur, mientras repaso en mi cerebro electrónico las tareas que tengo todavía pendientes de ejecutar. Termino de lavar los platos y ........ la basura.
    La ropa está ya separada para ser lavada. Para que no se manche una con otra, para que no se gaste más de la cuenta, para que no se estire, para que no le salgan bolitas de algodón, para que no pierda el color, y para que pase lo que pase siempre parezca nueva. ¡Coño, qué joder con la perfección!

    El timbre vuelve a sonar. Abro la puerta y encuentro a dos Testigas de Jehová que luego de darme los buenos días, proceden a ametrallarme con balas religiosas de grueso calibre. Las dejo que me cuenten como fue la creación del mundo y cuando percibo que se les acaban las pilas, les vomito mi verdad:

    –Miren muchachas, yo sé que en apariencia soy como ustedes, pero en realidad soy una autómata fabricada para trabajar y no para pensar. Fíjense que pertenezco al mundo de los circuitos integrados y de los bits que van y vienen y ni en el cielo los detienen. Que año tras año me programan y reprograman minutos antes de que muera el año viejo. Que trabajo 14 horas diarias sin descanso, sin derecho a disfrutar vacaciones ni salario. Y a pesar de todo no hago huelga. Las emociones y los placeres me están prohibidos, y sólo me está permitido mostrar alegría en la Navidad, cumpleaños, y días en que la patria o la religión celebra algo. Mi felicidad depende de la agenda de las carcajadas artificiales–.

    Las dos Testigos de Jehová guardan sus panfletos, me miran con ojos de robot sorprendido y se largan sin decir adiós.

    Vuelvo a mi laboratorio culinario y comienzo a preparar el almuerzo. Menú: camarones al ajo con arroz y guacamol. Bebida: limonada. Y de postre: gelatina de piña para la niña. Saco del congelador los camarones ya envueltos en mantequilla de ajo y los pongo cerca de la calefacción para que no lleguen tan fríos a la sartén. Parto los aguacates que están como para chuparse los dedos, pero no me los chupo y aguanto. Corto cuatro limones y los exprimo con la fuerza de mis gigabytes, mezclo el jugo con el agua azucarada y doy por terminada la bebida.

    Pongo a cocinar el arroz y enciendo la segunda hornilla para calentar el agua que le dará vida a la gelatina. Las campanas de las iglesias comienzan a bailar de un lado a otro mientras el arroz se cocina. Son las doce del mediodía y todavía falta la tarde.

    Una y media. Recojo los platos y los deposito en el lavadero. Las cáscaras de los limones y los aguacates las meto en el basurero orgánico de la casa. Lavo, seco, y ordeno los trastes. El Señorito ya tiene el bolsón en la espalda y se prepara para salir hacia la escuela. Ciao! grita mientras baja las gradas.

    El Señor termina de lavarse los dientes, se peina, se perfuma, se despide de nosotras dos –la Señorita y yo–.

    La Señorita se acerca y me pregunta, ¿jugamos muñecas? La miro y descubro en sus risueños ojos la picardía y la alegría que yo no tengo. !Qué lindo sería ser una persona como la Señorita!, me digo. !Vale! –le contesto–, y juntas nos vamos al mundo de las futuras mamás.

    Las cuatro de la tarde. El Señorito regresa de la escuela y pregunta si puede ver tele. Le respondo afirmativamente y voy en busca de la aspiradora.

    Recojo todo el polvo habido y por haber. Luego preparo la bolsa de basura que mañana pasarán a recoger, también recolecto todo el papel de la semana y lo ato con una cuerda reciclable y no contaminante. Voy a la sala donde los niños se ríen y les aviso que su periodo de risa se terminó. Se enojan conmigo porque no los dejo ser y de mala gana se alejan del televisor. Doy media vuelta y me encierro en mi laboratorio culinario. Hay que preparar la cena.

    Saco todos los quesos que encuentro, la mantequilla, la carne, la mermelada, corto en rodajas el pan y lo pongo a tostar, caliento el agua para el té del Señor, coloco los individuales y los platos con sus correspondientes cuchillos y cucharas.

    El timbre suena. Es la vecina que viene a reclamarme porque tengo la música con mucho volumen. La invito a pasar y la llevo hasta donde el aparato de sonido fusila los discos compactos con un multicolor rayo láser. Le indico los 20 puntos que tiene el botón de volumen y luego le señalo los 3 que cotidianamente me está permitido utilizar.

    Me mira sorprendida y confundida porque ella sabe que con menos de 3 puntos de volumen es imposible escuchar música. Se disculpa por haberse equivocado.
    !Que tonta! si equivocarse es de humanos. !Que no diera yo por equivocarme una sola puta vez!

    Siete y treinta. La cena ha concluido.
    Los trastes ya están otra vez en el lavadero y los niños se preparan para ir a dormir con los angelitos. Los llevo a su dormitorio y les deseo muy buenas noches. Les pongo un poco de música y salgo hacia mi laboratorio culinario.

    El Señor se mete en su habitación-taller a continuar trabajando –en la Gran Fábrica casi todos llevan trabajo a la casa, la adicción es nacional– hasta que el cansancio lo apuñala por la espalda y lo obliga a dejar la droga. Ordena todas sus cosas y se va a la cama. Minutos más tarde me llama y me indica que ya es momento de acostarnos.

    Me desplazo hasta el dormitorio y me acuesto a su lado. El me echa la pierna encima y se duerme profundamente cansado. Yo sigo despierta durante algún tiempo hasta que mi existencia comienza a comprimirse.

    Las luces empiezan a apagarse y los sonidos a callarse. Los bits regresan al mundo invisible donde habitan. Un inmenso silencio interior se va apoderando de mí y sin saber por qué una gota acuosa –como si fuera una lágrima– corre por mi mejilla y se estrella contra la almohada, cierro los ojos y me dejo llevar por la oscuridad.

    Manuel Girón
    Soles de primavera | Frühlingssonnen
    Relatos en alemán y español | 2003
    ISBN 3-9522784-4-0
    Editorial Alas
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