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    MARÍA ROSA GÓMEZ__
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    "El dictador y su locura" (cuento de_Los Mensajes del Silencio)
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    No se podía ir a dormir sin contemplar las estrellas. Y esa noche el cielo era un mantel repleto, dispuesto para un gran encuentro. Pero el dictador se había olvidado de sonreír y ya no invitaba a nadie. Satisfizo su ansiedad, dejó las estrellas afuera y cerró las puertas y ventanas. Estaba solo y repitió el ritual  de manera maníaca. Controló las cerraduras, una a una, presionando sobre ellas para asegurarse que las llaves hubieran determinado su custodia como ejércitos silenciosos que dominan la oscuridad. El dictador repetía los itinerarios en forma idéntica todas las noches. Vista desde afuera la casa parecía una nave a la deriva que se balancea según el movimiento de su habitante, a veces se yergue la proa; otras, se pone vertiginosa la popa. Todo está sujeto al taconeo que imprimen sus pasos sobres los pisos de madera. Y el hombre allí cual una silueta nefasta, que arrastra todas las culpas. Una sombra lo persigue, es una maqueta perfecta que parece ser un reloj que va hacia atrás, siempre, inexorablemente. Colgado del sincronizado péndulo hay un sobre con identificaciones adulteradas que reclaman salir del anonimato. En las noches nubladas los duendes salen y arremeten contra el dictador. Y en esas circunstancias, visto desde afuera, el dictador se revuelca en el suelo y vomita.  Después él se repite hasta pasada la medianoche que puede dormir tranquilo porque ahora goza del exilio en el gran reino. 
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    Una mañana de verano fue invitado a unos amplios campos de deportes. No se pudo negar y aunque con desgano aceptó la invitación. No debía alterar el ánimo de su anfitrión, esto traería situaciones desprolijas que, tal vez, podrían hacerle perder la hospitalidad. Viviendo aquí, con el ánimo debilitado, tragándose todos sus arrebatos, con insultos que le llegaban desde lejos y que rozaban la piel de sus ancestros, disfrutaba de algún prestigio. A veces su nombre aparecía en algún diario pobre de ciertos pueblos oprimidos. Y con esto se conforma. Con cuidado minucioso se preparó el dictador  para brillar desde el calzado hasta el cabello. Y mientras se arregla siente una náusea con gusto de jabón en la boca del estómago y él sabe que siempre tendrá ese sabor hasta el día de su muerte. Si al menos lo pudiera digerir y expulsar ese sabor de su cuerpo y de su conciencia. Se pregunta cómo se definirá al jabón en los siglos venideros y concluye en que tal vez se diga que era una sustancia que había que disfrazar con perfumes para tolerarla, que servía en tiempos remotos para limpiar objetos, ropas, personas, en fin todo, y que en algunos casos tenía un olor nauseabundo, como el que él percibe en estos momentos. Respira hondo y va hacia el espejo. Se acepta y al salir de la habitación se dice a sí mismo que se está poniendo viejo porque antes no se hubiera detenido en pensamientos tan primarios. En su pasado tenía el coraje de no dudar de sus decisiones. Mientras el chofer le abría la puerta pensó que ahora existen otros químicos para limpiar con más exactitud. Y que esos químicos se obtienen de la tierra. ¡Qué generosidad silenciosa la de este planeta!
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    El campo estaba preparado para la primera competencia y desde las gradas cubiertas ella lo vio. Lo había buscado durante años y finalmente  lo había encontrado. Corrió hacia él y al abrazarlo sintió que el tiempo se había encarnizado  en destruirle su formato amplio y esbelto, él la miró a los ojos y no hizo preguntas, tal vez fuera mejor así; ella no hubiera podido responder. Estaba temblando toda su alma y no había manera de disimularlo. Luego sintió cómo, lentamente, la respiración se le acomodó adentro y empezó a caminar detrás de él.
    En la apariencia de los días felices el dictador creyó haberse reconciliado con la vida. La presencia de su amante llenó las horas viejas de otros hastíos impensados, facilitó la memoria e hizo repensables algunos argumentos que la mente del hombre había trucado en su soledad. Vivir solo es peligroso porque uno se perdona todo, se consiente hasta lo más imperfecto, se justifica, se premia, se conduele, llora por lo que a uno le han hecho y se irrita  contra los enemigos imaginarios. Hace un inventario de propuestas y siempre lo que uno piensa es lo mejor y más atinado. En las primeras noches ella lo llenaba de caricias, accedía a sus exigencias, con la memoria intacta sabía el orden de las copulaciones. El dictador todavía era un viejo semental, pero más egoísta y obsesivo. Sin embargo el tono de sus palabras amatorias no había cambiado y en ese ángulo se unían y luego se volvían a desencontrar. Mientras el hombre  se dormía, después de haberse aliviado de sus urgencias sexuales, tiranas y casi bestiales, la mujer lloraba en silencio, en la mayoría de los casos, por haber herido el recuerdo. Entendió que el camino es siempre hacia delante. Pero ya era tarde.
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    Una noche simuló que estaba dormida. El dictador llegó a la cama, se deslizó y se durmió de costado. Afuera el cielo se había nublado y los fantasmas se prepararon para el festín. Se le metieron en la cabeza y en el corazón de manera que los sueños de ese momento fueran sentidos por la mente y por los sentimientos. El dictador se vio en medio de un lodazal cubierto hasta más arriba de la cintura, sentía en su bajovientre los dolores de una parturienta. No podía parir y unas largas agujas afiladas como uñas penetrantes le urdían los genitales para despedazarlo. Empezó a mover las piernas y la mujer salió de la cama, lo que vio era fantasmal y diabólico. El dictador soñaba que  se sentaba y  tomaba la lengua con las manos y la tiraba con toda su fuerza, quería sacarse toda esa nauseabunda angustia y mientras más tiraba más salía de su interior. Y a él le dolía la lengua, y la vida, y su cuerpo. Sus  manos en la realidad estaban inertes al lado del cuerpo saturado de sudor. Pero en el sueño, la lengua era cada vez más larga. La garganta se hizo un pozo pestilente y en ese momento percibió que iba a arrojar por su boca el detalle de su historia. Cuando ese caudal  salió de su interior, él supo que había vomitado un infierno. Al amanecer despertó con una angustia imposible de llevar y creyó que aún estaba caminando entre tumbas sin nombres y sin inscripciones. Ella lo esperaba en la sala con un aromático café y con una ambarina mermelada de durazno para untar las tostadas. Pero no desayunó. Por primera vez, arrinconado, escondido y solo, el dictador lloró y le tuvo miedo a su propia muerte. Nadie lo consoló, no habría en toda la extensión de la tierra nada ni nadie que lo pudiera alentar. La peor muerte le estaba sucediendo, la muerte que se siente mientras se está en la vida. 
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    Ahora se desmoronaba cada noche, no quería quedarse solo y se llenaba de pánico cuando se iba durmiendo. Todas las voces y gestos de los malos sueños se apoderaron de él, crujían sus tripas como una avioneta destartalada que ha aterrizado por última vez. Hasta los dos perros que habían cuidado por años la casa se fueron y no regresaron jamás. Las manos del dictador gesticulaban desordenadamente, se desorientaban como queriendo hacer una venia o pretendiendo pedir perdón, pero nada lograba concretar. Los ronquidos preanunciaban la más terrible de las tempestades. La mujer se fue a la galería y sentada en el suelo, abrazó sus rodillas con las dos manos y en esa semiposición de feto se fue adormeciendo. En la habitación, el dictador no podía salir de su locura. En el sueño gritaba, daba órdenes, se imponía. Soñaba a cualquier hora. Ya casi estaba sin voz, pero las personas que pasaban por las veredas soleadas, por plazas llenas de inocentes niños, en fiestas de pueblos y de ciudades, en torno a mesas compartidas, nunca lo escucharon.
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    Llegó el invierno y en el gran reino se dio la noticia de que en el mundo se habían empezado a secar los pozos. Iba  a escasear el combustible y había que ser previsores. El gran reino no se inquietó. Los noticieros mostraban pozos ardiendo en los desiertos prósperos, puertos detenidos porque los barcos no podían zarpar, hambre en las calles, en sus mujeres y en sus hijos, en los ancianos que se morían de frío, fábricas amuralladas para evitar los saqueos. Pero el gran reino seguía insensible. Y el dictador enloquecido  esporádicamente tenía raptos de luz. En uno de ellos  se acordó de su casa, de su calle provinciana llena de alegrías sin demoras, se acordó de toda su vida, de su generalato y de su enfermiza manía de matar a su gente. Y volvió a llorar con la fuerza de sus cataratas, de sus selvas, de su pampa, de su cordillera, de sus ríos. Y todo el paisaje se le instaló en los ojos y no se movió de allí. Sus órbitas debieron crecer mucho para que cupiera todo lo que el dictador pensaba que le pertenecía. De todo se proclamaba dueño y administrador sin opciones para ninguna arbitraria discusión. Y a quien no estuviera de acuerdo lo volvería a matar.
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    Para ahorrar el dictador se calentaba por las tardes sentándose bajo el sol. Adentro, arreglando en soledad su cuarto, su amante se miró en el espejo y se dio cuenta de que también ella había envejecido y se aterró. Se convenció de que el tiempo pasado al lado de su hombre la había desgastado y tuvo miedo de contraer la maldad de su sanguinario corazón.  Una mañana, en el aeropuerto les explicaron que los aviones no podían hacer el viaje que ellos necesitaban  por el motivo que todos conocían. Sólo podían acceder a vuelos cortos. Mientras, el hombre fluctuaba entre la locura y la luz,   ella tuvo que resolver. Volaron de día y eso ya era un alivio. El piloto pidió pista cuando advirtió que se le acababa el combustible. Bajaron en un país con connotaciones similares a todos los países de esa geografía. Ella se respiró todo el aire y se  sintió como en su tierra. El dictador insistió en continuar, entonces empezó a gritar descontrolado como nunca  y, en ese instante, ella lo abandonó. Se quedó el resto de la tripulación esperando conseguir más líquido para continuar el vuelo. Y todos coinciden al decir que el dictador caminaba en círculos la pista  durante las horas del día y en la noche se arrinconaba para apretar a su cuerpo una valija llena de dinero.  Alguna vez pensó en quemarlo para calentarse pero optó por ofrecérselo a un piloto, que también estaba enloqueciendo y que también estaba aprendiendo a jugarse en los riesgos de la ambición. 
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    El hombre de aerolíneas consiguió con el poder de su dinero sobornar al jefe de mantenimiento, quien le concedió algunos escasos litros. Y entonces preparó el plan. Al pasar por el desierto, cuando la aguja estuviera marcando el desabastecimiento, él se arrojaría en paracaídas y que la suerte del dictador  quedara en manos del automático, que por estos años había sido superado, pero que en este caso no iba a salvar ninguna vida, porque quien moviliza la nave es el combustible. Cuando todos dormían salieron. Los pocos diarios que  se iban imprimiendo advirtieron la caída de un avión que quiso continuar el vuelo hacia otro país, desde un aeropuerto con pasajeros en espera forzosa. El avión había caído en medio del desierto. Lugar inaccesible especialmente en esta época del año y cuando los pronósticos anuncian fríos glaciares.
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    El jefe del mantenimiento dejó el diario y pensó que mañana será el futuro. Y el futuro llegó. Algunos testigos de las escasas historias que empezaron a tejerse por esos años dicen que un pequeño grupo divisó un reflejo plateado y aunque la luz encandilaba, ellos se acercaron. Vieron como una ave grande endurecida y sumergida en las arenas del desierto y alcanzaron a distinguir unos cueros como bolsas, dijeron, con unos papeles pintados adentro, que se volaron cuando los tocó el viento. A un costado había dos cráneos descarnados completamente. Tomaron unos papelitos, los pocos que habían quedado, e iniciaron el fuego. Toda una ceremonia, la de siempre como en el comienzo. Frotaron las piedras y surgió la chispa. Los fríos hacían que los hombres fueran previsores y que nunca se olvidaran de llevar dos piedras en su indumentaria.
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  • Otras muestras de su obra:

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