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NATALIO OHANNA
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Narrativa
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Menorragia.
Fragmento de la novela_Tedio_(Córdoba: Alción, 2006)
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Maya descansa abrazando su almohada. El silencio es casi absoluto y la ciudad que se apaga me adormece. Pienso. No soy el mismo que quise ser, tampoco el que fui esta mañana o hace veinte minutos. Pienso que por alguna razón que ignoro desperté de un letargo extenso como los años de mi vida. Siento que se cayó la piel de mi rostro y quedó desnudo. Puedo ver de pronto que estoy algo más viejo, que tengo una arruga alargada debajo del pómulo izquierdo: puedo ver que como cuando era niño me ha vuelto un principio de estrabismo. Soy feo. Tampoco el que fui esta mañana o hace veinte minutos. Escribo desnudo detrás de un vidrio empañado con un cigarro que se consume solo sobre el cenicero, feo. Escribo lo que no pienso. Escribo que una familia ajena le canta a un niño el happy birthday, que aplauden y vitorean porque han soplado las velas de una torta de chocolate, porque descansa abrazando su almohada y el silencio es casi absoluto aunque de mi rostro haya caído la piel. ¿Quieres azúcar o edulcorante? Nada, quiero que haya silencio. Escribo que no escucho nada pero siempre en el fondo algo se oye, el ronquido de Maya, una gata en celo perseguida, el motor del autobús que arranca detrás del semáforo, del grito, de la sirena de una ambulancia, de un letargo, extenso, como mi vida, lo escribo. Silencio otra vez. Bajo el pómulo izquierdo la arruga de cuando era niño agita en la sombra los dedos sobre las teclas detrás del vidrio, la escribo, empañado. Me miro en el reflejo y soy feo, bizco y feo. Alguien corre un mueble pesado, desnudo lo corre y el cigarro que se consume solo, desnudo lo corre y también martilla, lo corre desnudo y martilla para colgar el muro de los lamentos. Silencio. Siento el silbido del aire que pasa por las aletas de mi nariz: sale, feo. El cigarro se ha consumido y la colilla cayó encendida sobre la alfombra, desnudo y bizco, lo corre, con gente metiendo papelitos entre las rocas. Pero el clavo no toca fondo porque hay un hueco. Desde el otro lado martillan para colgar en el living el almanaque del año del jubileo con fotos de la Ciudad Vieja y el muro que quedó del segundo templo, silencio, con religiosos y soldados, verdes, azules, rojos: también inmigrantes nuevos, azúcar o edulcorante, nada, pero no hay turistas. Corren los muebles, desnudo y bizco, se fueron porque tienen miedo, los turistas se fueron, martillan pero el clavo no toca fondo, no llega, con gente que mete papelitos entre las rocas, se apaga, porque sólo hay un hueco que se parece mucho a una tregua y en cada uno un deseo, se enciende, dejando un surco en las fibras y olor a plástico quemado, entonces lo saca, el clavo, y mira por el agujerito, espía, ronca abrazando la almohada de nuevo con los pies afuera y siente frío, tanto frío, muchísimo frío. Como cuando era niño se cruzan los ojos cuando se agita la sombra y alguien espía aunque del otro lado no hay nada, silencio, es tarde y no hay nada, se lo llevaron todo, el silbido del aire de las aletas de la nariz y la ambulancia o los gatos sin religiosos ni laicos, tengo hambre, el curso de nueve meses y Alhamagrebí o las teclas que escriben la torta de chocolate por el reflejo de cara sin piel en el vidrio empañado, vacío, tampoco el que fui hace veinte minutos porque hace veinte minutos yo no existía, nadie, por el silencio casi absoluto aunque en el fondo siempre se oye, arranca detrás del semáforo y se consume solo, del otro lado estoy yo saludando, estoy en bolas con una arruga alargada y un dedo en el cenicero, el otro, a la una y media, silencio, feo, lo corre bizco, lo corre feo y me espía por el agujerito de nuevo con los pies afuera, de la manta, pero del otro lado tampoco, es otro que mira por otro agujerito, el niño del happy birthday, la familia ajena, vacío, vacío, silencio.
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El cuerpo de Maya es tan vulnerable que me asusta. Parece una criatura, una niñita dulce y tan linda. Duerme. Sueña quizá algo feliz porque su boca se arquea apenas como una sonrisa. Sueña con nuestra casa sobre la playa en el Mediterráneo o más lejos, en una bahía de arena blanca junto a dos palmas colmadas de cocos. Desde el porche me ve llegar con un balde y una red al hombro. Lleva un vestido claro hasta los tobillos y un pañuelo de lunares atado a la cabeza. Me espera feliz. Quiere besarme en los labios, recitarme un poema, enseñarme una concha de caracol que conserva el suspiro del mar. Pero su cara se contorsiona cuando ve que no soy quien había creído sino algo feo, bizco y feo. Una mano le cubre la boca y la nariz: los ojos se abren horrorizados pero el grito no logra escapar y las piernas sacuden con fuerza. El cuerpo se acalambra, se tuerce, se calma y luego nada. Silencio. Maya sale de la cama y viene hacia mí. Pregunta qué pasa y le digo que alguien está moviendo los muebles, que otro intenta colgar el almanaque del año del jubileo. Escribo que escribo lo que me dice. Va hasta la cocina y pone agua sobre el fuego. Vuelve. Huele olor a quemado y mira la alfombra. Se sienta junto a mí. Tuve un sueño horrible, dice, y lo escribo. Me tapabas la boca. Sólo lo hice para que dejaras de roncar. Pero querías matarme. Es que me concentro mejor si hay silencio. ¿Cómo podés ser tan feo? Regresa a la cocina y me trae un mate cocido. Gracias. ¿Querés azúcar o edulcorante? Nada. Escurro el saquito y lo envuelvo en una servilleta de papel. Bizco. Sorbo despacio cuidando no hacer ruido, me quemo la boca. A las dos y cuarto dejo de escribir y Maya se acuesta otra vez. Bizco y feo lo corre y me espía, me mira por el agujerito.

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