TANYA
TYNJÄLÄ
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La huida
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Celle-ci dura,
dit on, cent ans...
Bourgeon,
Les
compagnons du crepuscule
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Dicen que
duró cien años, pero realmente nada la
diferenciaba de la
anterior, así como tampoco de la siguiente.
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Y es que como
la escarcha o la peste, la guerra cae sobre los
villorrios cuando uno menos
se lo imagina. Y preferiblemente cuando el
trigo está maduro
y las jovenzuelas son hermosas.
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Y ellos huían
sin saber de quién (¿Lugareños, extranjeros? ¿Cómo
decirlo? Ninguno hablaba realmente como ellos,
pero todos estaban de acuerdo
para robar, matar y prender fuego a las casas. A
los ojos de un simple
campesino, todos eran bárbaros) Huían bajo la
tormenta. Como
si la destrucción de sus hogares, la muerte de sus
familiares, no
fuese castigo suficiente; la naturaleza también
los golpeaba.
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Apenas si
tenían quince años y estaban ya solos. Nadie
sobrevivió,
salvo ellos. Ayer reñían, se esperaban escondidos
tras una
choza para lanzarse lodo y huir corriendo. Hoy
sabían que su única
oportunidad para conservar la vida, era
manteniéndose unidos en
la huida.
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Y corrían
a pesar del frío viento de principios de invierno,
sin mirar atrás;
a veces uno caía, el otro se detenía para ayudarlo
a ponerse
de pie y seguir en su frenética carrera.
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De pronto
el joven se detuvo y señaló a lo lejos. Sacando
sus últimas
fuerzas apresuraron más el paso y por fin llegaron
a una choza en
medio del bosque. La puerta estaba abierta.
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La joven llevaba
un bulto entre los brazos, un bulto silencioso por
el momento. Era su pequeño
hermano al que logró rescatar de la masacre.
Lo acomodó
delicadamente en un catre que encontró en una
esquina, cerca de
la puerta. El niño dormía indiferente a
todo. Ella
se sentó en el borde del catre, él empezó a
inspeccionar
el lugar. Era pequeño, no parecía ser en realidad
un lugar
para vivir, mas bien el punto de descanso de
alguien. Estaba seco y no
parecía muy sucio, su dueño no debía estar lejos,
La puerta había estado abierta, quizá salió
apresuradamente,
¿por qué? Cerca de la chimenea encontró leña
y algo de ropa seca.
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- Cámbiate,
puedes enfermarte y en este momento...
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La joven obedeció
tímidamente. ¿Cómo desnudarse ante él? Sin
embargo, comprendía que proteger su pudor era lo
menos importante
en esas circunstancias.
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- Debe ser
la cabaña de algún cazador. Debe venir acá cuando
está cazando, eso significa que hay un pueblo
cerca, si vamos allá...
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La joven se
sobresaltó.
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- ¿Y
si también atacan el pueblo? ¡Y nieva mucho! ¡El
viento
es fuerte! Mis pies sangran, no puedo...
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- ¡Está
bien! ¡Está bien! Nos quedaremos mientras tanto,
por lo menos
hasta que termine la tormenta. No creo que el
cazador se moleste. !Mira!
– Dijo señalando unos clavos vacíos en el muro.-
Faltan algunas
trampas. Con suerte cayó algún animal. ¿Tienes
hambre?
Puedo ir a ver.
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- Puedes perderte
en la tormenta.
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Lo sabía
muy bien, pero sentía que era su obligación
ocuparse de esas
cosas, su padre lo haría ¿No? Entonces él debía
asumir sus responsabilidades.
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- El niño
pronto despertará y querrá comer.
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La joven asintió
y se dispuso a encender la chimenea.
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- Me pondré
esta capa. ¡El cazador debe ser muy grande! – Dijo
el joven sonriente
ante la capa que se arrastraba tras sus pasos. -
Espero que sea un cazador
comprensivo.
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- Estamos
huyendo de esos soldados. – Dijo ella
mientras acomodaba unas leñas
en el hogar. – Tiene que comprender...
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El joven salió
sin esperar a que la frase terminara. El viento
despertó al niño,
un pequeño vagido se escuchó. Ella se acercó para
asegurar la puerta y tomó a su hermano en los
brazos. El niño
sonrió. Tendría unos seis meses y era rosado y
rollizo. Ella
recordaba bien su primera reacción al verlo:
celos. Ahora eso quedaba
atrás, allá, con su familia aniquilada. Su hermano
era todo
lo que le quedaba.
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Empezó
a sentir frío y pensó que lo mejor era terminar de
encender
la chimenea. Acomodó nuevamente al niño en el
catre, éste
se puso a gimotear. Puso algo de paja seca
sobre la leña y
empezó a golpear dos piedras acompañada por el
llanto del
niño que poco a poco subía de tono. Cuando pensaba
que jamás
lo lograría, la chispa saltó. Soplaba
cuidadosamente mientras
el niño gritaba. Cuando el fuego prendió bien, lo
volvió
a tomar en sus brazos. Esta vez eso no lo calmó,
tenía hambre.
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Sin leche
que ofrecerle, ella empezó a desesperarse. Volvió
a dejarlo
sobre el catre para buscar algo con que preparar
una sopa. El llanto del
niño se intensificó hasta convertirse en espasmos
angustiados.
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Ella rebuscaba
frenética todos los rincones. Al final sólo
consiguió
dos nabos casi secos, una cebolla y un poco de
sal. Se mordió el
labio para evitar que dos amargas lágrimas rodasen
por sus mejillas,
en ese momento tocaron a la puerta. Se acercó
corriendo.
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- Abre María,
soy yo Sebastián.
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Retiró
la tranca y abrió la puerta. El joven estaba
completamente mojado
y temblaba, pero traía triunfante un conejo muerto
consigo. Ella
lo tomó. Él sin decir nada se sentó junto al
fuego,
mirándolo fijamente. Ni siquiera parecía
molestarle el estridente
llanto del niño. La muchacha empezó a
despellejar el
conejo. De pronto él habló.
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- Hay lobos.
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Ella se estremeció.
¿No era suficiente todo por lo que habían pasado?
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- Encontré
al cazador. Supongo que era él. Tenía aún su arma.
– Dijo levantando su brazo y señalando a la
puerta, junto a la capa
colgada se encontraba un tosco arcabuz, ella
no se había percatado
del arma al verlo entrar. – Está despanzurrado. No
fueron los soldados.
Su panza está destrozada a dentelladas. Son lobos,
los oí
aullar.- Su voz sonaba extrañamente serena.
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- Bueno. –
Dijo la joven tratando de recobrar la calma. –
Debemos tener cuidado; pero
ahora, cuando te haga una buena sopa con este
conejo, ya verás.
Con la panza llena, podremos pensar mejor. Y quizá
con la sopa se
calle por fin este niño que...
_
En ese mismo
instante un violento golpe abrió la puerta. Un
gran lobo estaba
en el umbral. Ella palideció. Él se levantó de un
salto.
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- No trancaste
la puerta. – Dijo.
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- No... –
Musitó la joven. – El niño.
_
El niño
seguía llorando desesperadamente sobre el catre,
el lobo mostraba
feroz sus fauces. Se acercó lentamente al catre.
La joven empezó
a temblar. Él mientras tanto trataba de acercarse
cautelosamente
a la mesa para coger el cuchillo que había caído
de las manos
de ella.
Él
De pronto
el lobo hizo lo inesperado: luego de olisquear por
un corto momento al
niño, se puso sobre él y delicadamente bajó hasta
colocar uno de sus pezones cerca de la boca del
pequeño. Cuando
éste se aferró al pezón ávidamente, el lobo
se echó a su lado.
Él
- ¡Es
una loba! – Gritó el joven, la loba volvió a
mostrar las
fauces. –Debe tener crías. – Dijo bajando la voz.
- ¡Mira
la cantidad de leche que tiene!
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- ¿Y
por qué no mató a mi hermano para llevárselo a sus
crías?
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- No lo sé...-
dijo el joven pensativo. – Quizá... le dolían
mucho las tetas
con tanta leche. ¡Quizá le dio pena el llanto del
niño!
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La joven lo
miró incrédula.
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- ¿Por
qué no? – Le contestó él.
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La loba continuaba
amamantando al niño, de pronto éste soltó el
pezón.
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- ¡Cuidado!
– Dijo él.- Que quizá lo alimentó mejor para que
esté
más gordo. – Luego agregó como hablando para él
mismo.
– Debe tener hambre... – De pronto exclamó como
iluminado. - ¡Pronto
dame los despojos del conejo!
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Ella hizo
un montón con la piel, la cabeza y las
vísceras del
conejo y se lo pasó temblorosa.
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Con el paquete
en las manos, él empezó a moverse lentamente hacia
la loba.
Esta se bajó del catre y le volvió a mostrar las
fauces con
un gruñido sordo. El continuaba acercándose
firmemente.
Cuando llegó lo suficientemente cerca, puso los
despojos a las patas
de la loba. Esta lo olisqueó y se los llevó
corriendo.
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Entonces él
cerró rápidamente la puerta y la trancó. El niño
dormía plácidamente.
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La joven se
sostuvo contra la mesa para no caer.
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- Ya pasó.-
Dijo él. – Ya pasó. – Y se acercó, su mano rozó
la mejilla de la joven.
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- ¿Y
si regresa?
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Él
se quedó pensativo, luego dijo:
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- Quizá
nos equivocamos. Quizá era un cazador de lobos y
mató a la
manada. En ese caso la loba está sola con sus
crías. Quizá
ella mató al cazador... pero no se lo comió. Es
extraño.
Tal vez fueron los soldados. En todo caso la loba
está sola con
sus crías. Sí, regresará, porque no le queda otra
salida. Pronto llegará el invierno y habrá menos
caza. No
puede cazar bien si está sola. ¿Quién cuidará
de sus crías? Regresará porque nosotros seremos su
manada.
La joven
abrió los ojos. - ¿Estás loco?
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- ¡No!
¿No te das cuenta? Es su única oportunidad. ¡Y
la de
nosotros también! Ella le dará leche al niño. Tú
cuidarás de sus crías y ambos saldremos a cazar.
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- Estás
loco. – Esta vez lo afirmaba.
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El joven decidió
callar.
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Después
de la sopa de nabo y conejo, se dispusieron a
dormir. Ella se acomodó
en el catre con su hermano y él, junto al fuego
sobre unas pieles
que encontró.
A media noche
un ruido los sobresaltó. Algo arañaba la puerta,
extraños
gemidos, como de pequeños animales, venían de
fuera.
Ella buscó al joven en la oscuridad,
intercambiaron una mirada de
confianza y se levantó a abrir la puerta.
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“Y así
pasaron el invierno”.
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