Encarna
Macías, que había vivido siempre aferrada a las cuerdas
de la “chiquitica” y la “importante”, tenía a gala ser la que mejor
tocaba las campanas de toda la provincia. Y esto no lo decía
ella, sino que lo dijeron muchas veces los miembros de los jurados que
la premiaron repetidamente. Aquella mujer, pequeña y escasa de carnes,
con el moño canoso a lo andaluz, hizo del campanario el aula de
su universidad. Allí pasó las mejores horas de
su juventud, estudiando las múltiples gamas de sonidos, la carrera
que emprendía el eco a lo largo de la campiña, los efectos
de la lluvia y del tórrido calor sobre el bronce. Sólo
ella supo los muy diversos grados de pena y de alegría que podía
arrancarle al alma de sus campanas, sobre todo de la “chiquitica” y de
la “importante”. De esta forma, cuando doblaban a muerte las campanas
de Encarna Macías, lo hacían de una manera dulce; era como
una voz humana que llamase suavemente a lo lejos. Y cuando repiqueteaban
a ferias, hasta la banda municipal de Buenamanecer callaba para oírla.
Pero los años
y, con ellos la artrosis canalla, arruinaron los huesos de sus manos.
Aún así, la campanera seguía llamando puntual a misa,
a difuntos, a boda, a Jueves Santo, a feria, y en los meses de julio y
agosto, la voz de la “chiquitica” anunciaba al vecindario y a lejanos caseríos,
las restricciones de agua.
Hasta que llegó
el día de su jubilación, y de cederle el puesto a Demetrio,
un joven de cabeza rapada y pendiente en el lóbulo izquierdo que
tocaba la guitarra eléctrica en colmados y ferias de los pueblos.
A la mujer no le disgustaron esos signos de modernismo; incluso vio con
buenos ojos que el nuevo campanero fuera músico, al menos tendría
sensibilidad a la hora de manejar las cuerdas o, mejor dicho, el
alma de las campanas. Y también sería creativo, puede que
mucho más que ella, debido a su juventud y a los estudios de solfeo.
Fue una mañana, rallando el alba, cuando ambos se encontraron allá
arriba, en la cruz del campanario. Ella, cediéndole las cuerdas,
le dijo:
- Vamos, Demetrio,
empieza a tocar.
- ¿Cómo?
-preguntó el joven asustado, sin saber qué hacer con las
cuerdas.
- Toca lo que
quieras, a fuego, a boda, a muerte. -El joven tocó a Rock-and-Roll.
- Dime, ¿qué
ves? -preguntó la campanera señalando con su dedo la
lejanía despejada y silenciosa, señalándole las huertas
y las eras de Buenamanecer. Mas él con risa bobalicona, contestó:
- Pues el campo,
el pueblo, el cementerio, el mar.
- Fíjate
bien, ¿no ves alejarse el eco de la campana, como si fuera un pájaro
blanco, casi transparente? Míralo, ahora planea, y gira, gira sobre
la huerta de mazorcas.
- ¿Aquello?
Aquello es un burro que gira con la noria.
- Mal empezamos,
-dijo la mujer resignada.
A las seis
de la mañana, un día antes de jubilarse, Encarna Macías
subió los setenta y dos peldaños de la torre para tocar por
última vez. Por el ventanal que daba al norte se veía el
campo y el mar. A la playa del pueblo llegaban las olas con encajes de
Almagro. En el ventanal del sur estaba el pueblo dormido. El viento barría
las calles, espantando las hojas secas. Un poco más allá,
el cementerio con su soledad añeja, y en la torre de la iglesia,
junto al pararrayos, el nido de la cigüeña en donde se oía
a la cría tabletear su pico, pidiendo comida. Aquella debía
de ser la nieta, de la nieta, de la nieta, de la nieta, de la pareja que
construyó el nido, una lejana primavera en que ella, tan joven,
se hizo cargo del campanario.
El último
día de trabajo, Encarna cogió entre sus manos deformadas
las cuerdas de la “chiquitica” y de la “importante” y tiró de ellas,
tocando a muerte. Nadie había muerto en el pueblo, pero ella dobló
a difuntos. El eco se esparció por la campiña, por
todo el vecindario, se adentró por las ventanas enrejadas de la
cárcel de mujeres y después tomó el camino del mar,
perdiéndose a lo lejos. Doblaron, y doblaron las campanas toda la
mañana, de una manera mansa, sin demasiada pena, pero tan insistentemente
que los vecinos, alarmados, se concentraron ante la puerta de la iglesia,
para ver qué pasaba.
Desde abajo,
vieron que la campanera se mecía entre las cuerdas de la “chiquitica”
y de la “importante”. Pero aquellos que subieron a rescatarla y luego bajaron,
dijeron que no eran cuerdas, sino brazos humanos que la abrazaban, la envolvían
como un sudario, impidiendo que les arrebataran a la mujer que tanto las
había amado. Contaron también, en voz muy baja, que las campanas
sonaban solas. Y que no se sabía bien si era el viento de la mañana,
o las mismas campanas, o la propia Encarna Macías, quienes doblaban
a muerte como nunca habían tañido.
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_____Publicado
con el título “La campanera”, El Día, Toledo, enero
de 1995
_____Incluido
en el libro Cuentos en la Arganzuela, Madrid, 2005
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