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Cuadernarios
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Cuadernario 32
(2012)
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Autora:
Zulma Fraga
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Artista:

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Traducción:

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Crítica:
 

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IMAGEN
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DIFERENCIAS
Zulma Fraga

Yo vivía en un barrio obrero, católico y peronista, y era una nena diferente. Tenía un padre comerciante, socialistón y comecuras, una madre que había sido maestra, un hermano mellizo y un nombre como el de nadie más. Lo que más deseaba era ser una nena como todas, llamarme Ana María o María del Carmen y ser bonita como mis primas paternas, ya que en la familia estaba muy claro que ellas eran las lindas y yo la inteligente.

Como el barrio era populoso, la escuela de niñas tenía tres turnos de clases, mañana, intermedio y tarde. Yo iba al turno intermedio, de las once a las dos, con lo cual a las diez de la mañana comía un bife jugoso, a veces de hígado vuelta y vuelta, porque mi mamá creía en esas cosas, y a las dos y media de la tarde tomaba la sopa. Cuando entré a la escuela el turno intermedio llegaba hasta tercer grado, después hasta cuarto, después hasta quinto, con lo que me tocó llevar la bandera por primera vez a los ocho años, ya les dije que era una nena diferente, escribía las mejores composiciones, leía los discursos y claro, me tocaba llevar la bandera. Recuerdo de eso mis piernas desnudas y heladas -zapatos y zoquetes blancos, pollera corta, veinte de junio- y el peso terrible que representa la bandera de ceremonias para una nena pequeña.


Mi amiga más amiga era Rosita Fuertes, porque vivía enfrente, íbamos al mismo grado, jugábamos juntas en la vereda y generalmente era su mamá, que no tenía otros hijos, la que nos llevaba a la escuela. Rosita era baja y menuda, tenía la nariz aguileña, ojos grandes, oscuros y el pelo peinado en tirabuzones con dos moños blancos a los costados (no rubiona, pelilacia y de melenita, porque mi mamá era práctica y el pelo corto le daba menos trabajo). Rosita era hija única, su mamá ama de casa, su papá obrero del frigorífico, y la maestra le ponía siempre notas en el boletín que decían “excelente presencia” o “impecable aseo”. Yo, en cambio, traía notas de este tipo: “te felicito por tus redacciones” o “alumna brillante” y a fin de año la directora me escribía en el cuaderno: “Eres el orgullo de esta escuela, de tu patria, padres y maestros”. Pero parece que no, porque mi mamá siempre se quejaba de que a mí jamás me felicitaban por mi aseo, y eso que también iba con el guardapolvo almidonado, los  zapatos lustrados, pañuelo limpio y moño blanco en el pelo (el moñito en el pelito). No tenía suerte, yo, ya les dije que era una nena distinta.


Pero además de ser mi mejor amiga, vivir enfrente y sacar felicitaciones en aseo, Rosita Fuertes tenía algo más: la caja de útiles mejor provista que se puedan imaginar, siempre con lápices nuevos, lapiceras, limpiaplumas. Mi mamá renovaba de a uno y repartía entre los tres hermanos que éramos, a veces me tocaba un lápiz verde nuevo, pero el marrón de varios años atrás, un cabito con punta, y el limpiaplumas hecho de retazos. Una vez que entré al aula vacía a buscar mi pañuelo, le robé una goma a Rosita Fuertes. Era una goma de lápiz, grande, blanca, casi sin uso, con las dos banderas azulinas bien visibles. La escondí en el fondo de la cartera y por supuesto, le conté a mi hermano mellizo, mi otra parte, mi indiviso.


¿Y saben qué? Él se lo dijo a mamá, que agarró la goma, a mí de un brazo, me cruzó la calle y me obligó a pasar la peor vergüenza de mi vida, confesar el robo, devolverla, pedir disculpas. La mamá de Rosita Fuertes, les dije, era ama de casa, no maestra como la mía, no creyó que este hecho me transformaba en delincuente infantil e insistió en regalarme la goma. Por supuesto, mi mamá dijo no.


Algo aprendí ese día: que ciertas cosas no hay que contárselas a nadie. Así que, poco después, cuando volvía de la escuela y me retrasé para subirme las medias, pasó una chica corriendo y de la cartera se le cayó un lápiz, casi a mis pies. Era un lápiz largo, rojo y azul, nuevo, sin punta de los dos lados. Nadie se dio cuenta, me lo guardé. Ese lápiz rojo y azul, así, sin punta, me ha acompañado a lo largo de los años y es lo primero que pongo cuando ocupo un escritorio nuevo. Con la adolescencia y la ampliación de mi cultura, decidí que cuando tuviera mucha, mucha plata, iba a hacerme robar el retrato de los Arnolfini de Van Eyck. Pero esa es una historia que no puedo contar todavía.
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Página puesta al día por_José Antonio Giménez Micó_el 19 de octubre de 2012