Allí estaban todos en
fila, caras blancas, amarillentas, afiladas,
demacradas, con un mirar infinito sin definición.
Pregunté dónde comenzaba
la cola; me miraron con
curiosidad
y conmiseración, nadie
contestó aunque algunos
ensayaron un pequeño
encogimiento de hombros.
No entendía la falta de
empujones, la resignación a esperar
y esperar.
Miré nuevamente el reloj,
¿cuántas horas habían
pasado?
Tampoco había un
mostrador, sólo la hilera muy ordenada en
la que estaban algunos muy bien
vestidos como
para una fiesta, otros para ir al
trabajo. Me coloqué
al lado de una señora
tan enflaquecida que el vestido
sobraba en toda
ella.
La cola no avanzaba ni
retrocedía , sin siquiera un murmullo.
Incómoda, enojada y con
rabia pregunté por el jefe. Silencio.
Manos temblorosas se
extendieron hacia mí como para consolarme,
acogerme, o tratando de
darme un gesto de bondad.
Nadie apareció ante mis
reiterados reclamos, solo esa cola
interminable hacia mí.
Quise avanzar pero no
pude, una barrera invisible me detuvo;
miré azorada.
Sólo el gran silencio era
dueño de la escena y yo una más en
la hilera quieta.
