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¿Recuerdas,
Amada, ranita de ojos dorados, cuando te interrogaban en clase? Te
levantabas como un resorte, farfullando con voz débil algunas sílabas
mal aseguradas. Con tu cuerpo moreno y delgado en tu suéter de gruesos
puntos color naranja, pasabas los recreos en una esquina del patio, procurando
alejarte de las crueldades de nuestros compañeros. Como me sentía
el alma de un caballero andante, y como sabía usar los puños,
te tomé bajo mi amparo, y los burladores se callaron. Fuimos entonces
inseparablemente unidas en estudios y juegos, declamando versos de Racine,
dibujando mapas, compartiendo novelas, solucionando los problemas del mundo.
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Dejando el
autobús asmático después de la larga subida, andábamos
en el largo camino de regreso a casa. Con ánimos de exploradoras,
quitábamos la carretera ruidosa y nos hundíamos en un atajo
con hierbajos y malezas, que desembocaba en los muelles bordando el río.
Pescadores con botes llanos tiraban plácidamente sus cañas
en un agua verde demasiado profunda para tener transparencia. Luego subíamos
la escalera que conducía al puente, este gran puente nuevo, orgullo
de la ciudad, que había escapado a los bombardeos durante la guerra.
Al final nuestro trayecto en común terminaba, hasta el momento de
hacerlo al revés al día siguiente. Durante nuestros siete
años de secundaria, crecimos juntas como fieles compañeras,
hasta que interviniera el futuro. Tú querías seguir la carrera
de medicina, yo de humanidades. Nuestros senderos se bifurcaron.
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Volví
a verte en uno de mis regresos al país. Sería unos treinta,
tal vez cuarenta años después. A pesar de tus ojos dorados,
tan diferente eras que no te hubiera reconocido en la calle. Habías
cambiado no solamente de físico, sino de nombre, e incluso de vivencia,
hasta abandonar tu agnosticismo para enredarte sin convicción con
la fe musulmana. Sin embargo, acudiste a mi llamada desde el otro lado
de la ciudad.
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Si algo queda
todavía de nuestra vieja amistad, me gustaría que sintieras
ahora toda su fortaleza, para poder, una vez más, caminar contigo,
llevándote esta vez por otras sendas bienaventuradas que por un
destino inesperado me ha tocado descubrir.
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