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    _ ELENA GÓMEZ DE VALLE

    Litches

Antes de llegar a Ciudad Valles atraviesas los poblados de El Sauz y Santa Anita. Los paisajes selváticos te envuelven. El olor a flores entra de repente por la ventana y te dan ganas de llenarte los pulmones. Hace un calor pegajoso por arriba de los 35 grados, el sudor te escurre por la espalda. Sólo hay un oxxo, en cuanto lo veas, para y compra suficiente hielo. Hace falta. En la orilla de la carretera caminan indígenas que te ofrecen artesanías de barro, mantas, blusas y cintos bordados y canastas tejidas. Deténte en el puesto de litches. Sabrás que estás ahí por el techo de lámina de unos diez metros de largo sostenido por troncos de madera. Se divide en tres. En el primer tercio de la izquierda ves una mujer, seguramente teenek, con un petop guindoverderosa en la cabeza mezclado entre el cabello y una blusa de manta blanca bordada con colores que van del naranja, rosa mexicano, verde y amarillo. Se sienta en una mecedora a abanicarse. Del techo cuelgan ristras de mecate color paja donde hay cazuelas de barro de diferentes tamaños atadas como cuentas. El tercio del centro, es una tienda de abarrotes con un mostrador antiguo de madera pintado de amarillo. El dependiente te atiende atrás de este. Y al fondo, recargado sobre la pared, ubicas un mueble de madera con anaqueles que llega hasta el techo de lámina. Ahí exhibe víveres enlatados. En el tercio de la derecha hay dos vitrinas. Puedes ver los litches sobre trozos de hielo. La chica morena de rostro náhuatl que te atiende, de unos 18 años, va ataviada con su petop en la cabeza. Sobre la blusa lleva un quechquémil de manta blanca bordada con estambre de colores, lleno de flecos, lo que te indica que su estado civil es casada. Con el reboso envuelve un crío cerca de su pecho. Él duerme seguro de que no hay mejor lugar. La bolsita de litches te cuesta veinticinco pesos, al tanteo son unas treinta piezas. Debes llevar monedas. En ese trocito de mundo no se usan tarjetas. Tomas una fruta y encajas un diente en la cáscara rojiza para partirla. Chupas la pulpa blanquecina y jugosa. Te hidrata y reanima inmediatamente. La niña te observa comer. Los rostros de  los teenek te sorprenderán por sus finas facciones y el  negro azabache profundo de sus ojos con los que te miran. Ellos, los indígenas te hablan quedo y suave, como no queriendo perturbarte, ni a ti ni a la naturaleza de su alrededor. Subes a tu carro y continúas.


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Página puesta al día por_José Antonio Giménez Micó_el 1 de junio de 2018
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