Hay
gestos cotidianos que de pronto cambian el mundo.
El señor
de lentes grandes y camión grande me cedió el paso.
Hice yo un
gesto reverente y seguí mi camino más contento que ayer.
Solamente
un cruce de miradas y ningún semáforo,
fue la convención
de la humanidad,
fue la levedad
inesperada en una ciudad de actitudes desesperadas.
Si el mundo
se acumulará, como hoy, como ayer, de humanidad,
cantaríamos
al remontar cualquier esquina,
amaríamos
a los semáforos y a los camiones.
Surgiría
una melodía cautivadora
que nos llevaría
a un lazo común:
cruzar miradas
de bondad y
sonrisas satisfactorias.
Yo llegaría
a la oficina saltando de un pie,
abrazaría
a todos sin importar sus humores,
malanoches
o locuras nostálgicas,
o lo que es
mejor,
cruzaría
la mirada de la amistad,
aquella que
no permite manotazos de ahogado,
aquella que
extiende como un cheque en blanco,
inevitable
y muy felizmente,
el amor a
la humanidad.