Alejandro
Saravia_(Bolivia-Canadá)._"La
nueva tierra"
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Ahora eres
de aquí. Comes nieve y puedes caminar sobre la más fina hoja
de hielo sobre el río San Lorenzo. Son tuyos los cantos del viento
recorriendo las catedrales de bosque y aullido de Thunder Bay, el olor
ursino que flota sobre la vasta alfombra de musgo en el parque del Príncipe
Alberto en Saskatchewan. Tus pasos ahora caminan de los veranos bajo los
árboles de la plaza de Nelligan al corazón de Verdun y los
balcones de Fennario, al borde del río que en invierno devora a
los niños extraviados. Ante el espejo de los días, ante este
presente casi infinito, una pupila le pregunta a la otra: ¿fuiste
otra?, ¿eres el mismo ojo de esta mañana?, ¿a dónde
nos lleva este camino?
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Camino de
papel, de vidrio y brújula, de sombras.
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El largo cabello
con olor a bosque de una mujer de las praderas cruza tu camino. Todos los
caminos llevan a Montreal, allí donde el vino se hace más
generoso.
Ahora la nieve baila diminuta en tu mano y entiendes el lenguaje negro
de las alas de un cuervo escribiendo signos en la esplendente mañana
de invierno. Ahora eres de aquí. Mientras duermes, la médula
de tus huesos desgrana el sueño, disuelve toda distancia para que
te reconozcas bajo otro sol.
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El exilio
ahora es un bagel que comes con queso en la esquina de St-Laurent y Fairmount.
El exilio es un plato de comida senegalesa, un pescado lleno de pasaportes,
una invención, un mito, el rito que te permite inventarte un rostro
siempre nuevo. Es el ojo onírico que te acompaña a tomar
el metro y te deja dormir junto a una muchacha cuando te disfrazas de hiperlatino
y neofolklórico.
Pero ya has
comido el corazón de un castor en Kanesatake. Pero ya has digerido
la carne recia, con olor a humo y luna, de un oso cazado en Chibougamau
y aderezado desde la madrugada con nuevas sazones por las manos de una
mujer indígena montañesa que te mira como a un hijo perdido,
que recién regresa a casa. Ella sabe que los latinoamericanos tienen
más de indígenas que de ingleses o franceses mientras te
mira comer con gusto la carne de oso y castor.
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De Whitehorse
a Charlottetown hay inscrito un vasto mapa en la palma de tu mano. Soy
de aquí, te dices mientras comes despacio lo que la tierra te da.
Y cuando duermes, al acabar el otoño, tu corazón sube solito
hasta tu pecho y se pone sus alas de potente ganso extendiendo su plumaje.
Tu corazón se hace pájaro migratorio que sube en el aire
de la noche, y como un inmigrante, vuela hacia las tierras del sur, hacia
una tierra a la que te aferras como un Cristo a su cruz, pero que ya casi
no es tuya.
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