La muerte no es solitaria.
Le escoltan otras presencias inimaginarias
que uno no sabe si acunan, acosan o acompañan.
Y son esas las más visibles cuando el dolor y
el delirio se ensanchan.
Mi madre se resistió a la muerte:
“tenía tanto aún por hacer, tantos a quienes
cuidar,
planes como jardines en hálito primaveral
”.
Caminó hacia ella como recorrió la vida
afrontándolo todo con lirios en las pupilas.
El miedo tintineaba tras cada esperanza fallida.
Por eso aún y estando a su lado me llamaba.
Confiaba en que la ampararía en que entablaría
batalla,
que le aliviaría dolores e impediría su
marcha.
Cuanta ayuda pedía en gestos, palabras, miradas.
No podía besar su frente, no queríamos
despedidas.
Temía quebrarme y que el sol no tuviese más
salidas.
Por eso en las frías amanecidas de diciembre
el viejo cedro con mis lágrimas se bañaba,
soportaba mis golpes, golpes a mano cerrada.
Luego sobrevino el silencio, el vacío, la nada…
Su mano dejó de asirme, un vértigo me rondaba.
Mi madre lloró su muerte en vida.
Yo, me quedé sin alas.
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