María
Rosa Gómez_(Argentina)__
Elegía
por la muerte de Miguel Hernández
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Las calles
de Orihuela dibujaron el espanto
una tarde
de febrero cuando avanzaba el carro
hacia la larga
pared pintada sólo de blanco.
Los cascos
de un caballo y un cortejo mustio y magro
llevaron tu
cuerpo inerte, por la pena, mutilado.
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En tus versos,
los olores del campo recién segado,
pintaban la
gramilla, la lluvia y el cielo claro
donde
soñabas
la vida ebria
de amor, de libertad y de canto.
¿ Por
qué el poeta no pudo crecer entre flores blancas,
de almendros
y de rosales y con la risa en los labios?
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Su sangre
fue derramada en la prisión solitaria.
El aire ya
no podía oxigenar sus entrañas.
La soledad.
El silencio. Sus ojos no entendían
el sonido
de una lágrima.
Las rejas
negras, allá en la ventana alta,
donde se hace
la noche y ni siquiera la luna le besa su angustia amarga.
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Las guerras
son un puñal, que angosta la esperanza.
Roban el amor
sensual de una juventud que canta.
Trizan las
ganas y la voz. Y dejan que el dolor
se deslice
por la hendija
donde la llaga
desangra.
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Por ese día
de invierno, en un carro desprolijo,
el poeta se
llevaba los fusiles, la desgracia, la impotencia en sus heridas,
las del cuerpo
y las del alma.
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Tu muerte
no ha sido estéril.
Tus versos
se multiplican
en el ardor
de la llama, que gira y gira y eleva
al cielo una
plegaria.
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