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Perdona Dios mi falta de obediencia.
Ya sé que me pediste que
cuidara
de aquella niña rubia con
los ojos de cielo.
La tenía cubierta con mis
alas de espuma
y mi mano apartaba la espina de
su senda
cuando, sin avisarme, travieso cervatillo,
ha cambiado su rumbo detrás
de la pelota.
Dios mío, no me culpes. Que
se sube a la silla
antes de que yo pueda apuntalarla,
que baja la escalera, que se sienta
en el borde
de todo lo dañino,
que cuando me parece un poco distraída
con su muñeco Pepe o su triciclo,
se me pone al revés -¡cabeza
abajo!-
o forma con sus manos filigranas
mientras pisa un bordillo que apenas
la sostiene.
Esto es un torbellino, Dios, que
se me esfuma
cuando intento seguir sus desbandadas
y no puedo evitar que en sus rodillas
haya algún desconchón
de vez en cuando.
No me apuntes al paro todavía.
Procuraré cumplir con mi
tarea
tendiéndole una red de terciopelo.
Esta vez ha caído:
Con el dedo en la boca, la sábana
fruncida,
abraza con cariño su muñeco
de luz.
Ha cerrado los ojos y se escucha
una nana...
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No me riñas, Señor.
Aquí la tienes
contando tus estrellas.
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