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Hoy ha traído agosto espacios
conocidos,
Villarramiel, mi infancia, la huella
de algún rostro,
y la voz de mi madre gritando desde
el cuarto:
Apágame esa luz, y vente
ya a la cama.
Pero, ¿cómo dejar
a Dickens, a Salgari,
cuando allí en la mesa del
comedor-cocina,
inventaba relatos, mientras el gran
espejo
fulguraba vigilias de anochecida
plata?
Era impávida luna con el
azogue presto
a tragarse mi imagen cuando el alma
asomaba
intentando encontrar mi yo en el
reverbero,
-sólo creí mi yo por
otros testimonios
que también se escrutaban,
hombro con hombro al mío,
y viendo tal clonar asumía
mi forma-.
Árbitro el cristal, desde
dientes de leche,
resultaba conjuro y cadena
infinita
de invariables miradas y verificaciones.
Él me ha visto desnuda y,
por verme, me ha visto
vestida de inocencia en un día
de Corpus.
Ha llegado a copiarme disfrazada
de novia,
y me ha devuelto llantos, y risas,
y preguntas.
El espejo ahí sigue, recordándome
iconos,
la imagen tuya, madre, peinándome
los bucles
-más oscuros, decían,
que las alas del cuervo-.
Las horas se han vertido en los
mares del tiempo,
y yo buceo a veces intentando encontrarte…
Ya ves, madre, que guardo en su
inmensa marea
tu espíritu y mis días
en su fondo de argento.
Y te venero, madre, porque sin ser
mi madre,
sólo tú madre has
sido: mi "abuela-madre", siempre.
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