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El aire huele a besos, caricias,
a pureza de recién nacidos.
Es el acto pleno de inocencia,
que acontece en cualquier rincón
del mundo.
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El aire huele a mamas henchidas
de leche,
a pañales, a suavidad de
talco y espumas.
Se escucha cantar a la madre.
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El aire huele a jardín de
infantes,
a primeros sudores,
a tizas, plastilinas, chocolates.
Se escucha la voz de la maestra.
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El aire huele a azúcar quemado,
caramelo para el flan que prepara
mamá
y se disputan los hermanos.
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El aire se respira fresco en los
parques,
en la fuente que incesante mana,
en las flores que el olfato y la
vista gozan.
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Se escucha el griterío del
juego infantil,
señalando su presencia
-cristalina caja de música-
que contiene todos los tonos,
desde el agudo chillido al púber
vozarrón.
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Niñez olorosa cual racimo
de jazmines.
Irrecuperable y extraviada en el
tiempo ido.
Inolvidable fragmento de nuestra
existencia,
breve, brevísimo, como el
aleteo de una mariposa.
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