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Otras niñas se arreglaban
con el niño Jesús.
Yo sólo creía en las
Hadas.
A ellas les pedía lo imposible:
un bebé llorón,
un cochecito de capota,
unas sandalias rojas...
Deseos inalcanzables,
incluso para las Hadas,
en aquella España
de la postguerra.
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Pasaron los años,
pasaron los hijos
y, de pronto,
surge un Ada en la familia
(sin H, pero con la misma magia).
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En mañanas de sol y tardes
de lluvia
he paseado a mi nieta
en su cochecito de capota:
un adorable bebé que lloró
hasta el balbuceo de palabras:
luego, ya no necesitó más
lágrimas.
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Ahora es autónoma.
Anda con paso inseguro y anhelante;
alcanza sus objetivos.
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¡¡Las Hadas, por fin,
me han hecho caso!!
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