No sentirás sus pasos
cuando se acerca por la espalda, tal vez
un ligero estremecimiento, si descuidadamente apoya su mano en tus hombros. A veces, se entretiene
en erizar la yerba o las crestas de las
olas. Le gusta vagar errático y libre.
Todos los años, cuando llega septiembre, se
enfunda su viejo gabán y su sombrero, y
sale al campo a anunciar que llega un cambio. Lo hace
discretamente, pero si un paisaje conmueve su viejo
corazón,
se descubre respetuosamente y de su
cabeza comienzan a caer hojas muertas,
ramas secas, pequeños arbustos vencidos. Casi siempre es
tranquilo, pero cuando
se enfurece su aullido puede oírse a kilómetros.
Hoy
me lo encontré de frente, entre las calles estrechas que dan a la
playa. Ascendimos
juntos a una pequeña colina, y allí nos
quedamos quietos, contemplando el
puerto y la luz rojiza de la tarde. Luego, tomando mi cara entre
sus manos, me
miró a los ojos y adivinó sin hacer
preguntas. Yo susurré tu nombre y le pedí que fuera mi
aliado. El prometió acariciar tu cuerpo en las noches
de verano y desbrozar mi memoria de los malos recuerdos, para que tu pie
camine
firme y seguro sobre mi vida, y tu
huella permanezca imborrable para siempre.
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