El alma tiene un aroma. Cuando
una bala te parte el cráneo como una nuez y tu cuerpo se derrama en
temblorosos coágulos blancos, rojos y grises por el suelo, el alma, confundida,
se aferra con toda su fuerza a tus huesos, a tus músculos, a tu pupila
incrédula.
Por eso tu cuerpo huele a caña de azúcar diluida
en la sangre, en los sueros que fluyen por los ganglios, en los líquidos
sinoviales de las rodillas, en esas fuentes de luz líquida contenida en la
retina, y el alma, que es una esencia etérea y olorosa, va cayendo a gotas de
la tierra al cielo.
Dicen que tal es el olor de la muerte, pero no
es así. Al principio, por unas horas que son pocas, antes de que la Muerte se
enseñoree de tu caído continente, es el alma la que se desprende de tu cuerpo
con ese aroma tan frágil, a la vez dulce y acre, que era el olor de las
palabras y la risa, el de tus silencios y tus lágrimas, el de tu voz que ahora,
muda, te va abandonando hasta diluirse en el aire que gira entre los árboles, se
eleva con los pájaros y luego cae como una lluvia silenciosa en la madrugada.
No hay que creer en Dios para sentir en carne y
hueso cuando el alma fluye lenta de un cuerpo, cuando el corazón detiene de
golpe su constante paso, corazón que como un caballo en pleno galope cae
fulminado por un rayo.
No es necesario creer en una deidad que nada puede
hacer por tu alma que grita, que pide auxilio y se aferra como un perfume que
se desvanece a un cuerpo que se va enfriando, a un cuerpo que fue su casa
solariega, sus campos de higos y algarrobos, su techo humano recorriendo las
calles de las ciudades.
Al final Dios también sabe lo que es morir, lo
que es no poder detener el paso victorioso de la Muerte, que no es mala, ya que
sólo viene a recuperar lo prestado: el aliento y la voz, el fulgor vital de una
mirada, la frente altiva ante la nieve o las arenas de una playa en el trópico.
La nuez abierta, los pequeños copos etéreos que
se elevan, un alma que se hace silencio al abandonar tu cuerpo que será ceniza,
una llovizna en la madrugada, un Dios a quién el silencio emborracha, y estas
palabras, que son la huella que deja un alma antes de convertirse en un aroma
extraño y mudo.
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