Treinta y tres febreros mis ojos florecían.

No recuerdo el título de aquella historia

donde Poniatowska expuso  frente a mis vendas invisibles

un breve papelillo

al mismo tiempo que en su cuento lo inscribía

apretado en la palma de una  mano arrugada.

El mágico papel que contenía lo que es más importante en el humano

sacudió un terremoto en mi conciencia. Las pupilas brillaron.

Muchas vendas cayeron al comprender la magia

de aquel significante: en esencial estrechamiento

la protagonista de la historia conservaba su nombre analfabeto.

Causó el relato tanto dolor en  mi ternura

que devine lágrima.  No sé si en homenaje

al cuento magistral de Poniatowska

o a la humanidad en devenir eterno.

En aquella jornada  de lectura  -sí es seguro-

descubrí  también cómo mi historia

sólo podría ser bajo la sombra

del nombre transmutador que me donaron.

Y  también  -como la mujer del cuento-

este rostro encontré  donde dormía mi identidad que palpitaba...