Durante el trayecto a
Ezeiza
apenas cruzaron palabras, algún comentario sin
importancia. Lo que dejaba de
decirse siempre incomodaba más. Ni pensar en
intercambiar una mirada por
descuido.
Román hubiera
preferido otra
despedida. Una sin compromisos. Aunque le
bastaba levantar el brazo para acariciarlo,
lo sentía inalcanzable. No era la distancia
física la que los separaba. Su
padre aparecía en sus recuerdos como una figura
intermitente y silenciosa. En su
mundo no había lugar para discursos ni
respuestas elaboradas. Ese hombre
continuaba siendo un enigma.
‒¿Por qué no te
quedás? ‒le preguntó
su padre.
Román ignoraba la
respuesta. ¿Se
iba por miedo? De otra forma de miedo. El miedo
a que el odio terminara consumiéndolo.
¿Se estaba escapando? La frustración y el rencor
eran igualmente destructivos.
La frustración de no saber si era la decisión
correcta y el rencor de reconocer
al desarraigo como única salida posible. No
tenía una excusa. Nadie lo echaba.
Se iba porque quería.
Se quedó callado.
Imaginó su
futuro como un agujero oscuro, sin metas ni
escalas, en el cual sólo podía
arrojarse y esperar a que sucedieran las cosas.
¿Era la distancia una
respuesta? Tal vez se iba porque era más fácil
que quedarse, porque sentía que
allí no había lugar para él, que la vida pasaba
por otra parte, por rabia. Si
se esforzaba podía encontrar razones. Un poco de
todo, que era lo mismo que nada.
No sabía por qué se iba y le parecía injusto que
siempre tuviera que buscar las
respuestas sin ayuda de nadie.
Su padre esperaba.
Hubiera
sido tan fácil regalarle una sonrisa para
tranquilizarlo. Pero a Román no le
salía. Sentía la necesidad de repartir el dolor.
Su padre lo obligó a
mirarlo. Pudo
ver de cerca las arrugas debajo de los ojos, sus
mejillas fláccidas y las
venitas rojas de la nariz. El rostro de su padre
ya no era severo.
‒Hijo, las personas
somos
como las plantas. Necesitamos tierra para echar
raíces.
Y de repente, Román la
vio
nítida, junto a la ventana, esperándolo.
‒Pero yo soy como las
orquídeas. Tengo raíces aéreas.
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