En el cuarto día del Inicio, cuando Dios concluía de bordar estrellas

y el Hombre era todavía, un anhelo  incandescente en sus entrañas,

ya suponía el Creador en su reparto, los dones prodigados a mi tierra.

 

Allí está el durazno con su asombro de terciopelo inmaculado,

el oscuro suspiro de la nuez del norte dormida en su madera

 donde también suspiran los olivos,

la manzana del sur, siempre sorprendida en su belleza

y en su sabor de manzana que no cede, aún en la sequía.

La naranja, con su impecable diseño de planeta,

el sinuoso serpentear del río, los milenarios hielos, y el mar

tenaz y majestuoso en su arrogante monólogo de siglos;

el pez insomne, bendecido con múltiples colores,

y el coral marino que se mece, en su cuna de agua. 

Del frágil colibrí libando la dulzura en cada vuelo

a la temible garra de la pantera negra,

 la misteriosa agave, que muere al florecer, esplendorosa,

el cóndor extraviado en la tormenta

sobre la alta cumbre borrada por la niebla,

las magníficas bandadas de pájaros en formación perfecta

con que Dios escribe pentagramas en el cielo,

y en el primer aleteo del pichón, la tierra nos dice que está viva.

y el Hombre... ¡Ah, el Hombre! guardián, depredador o militante,

bajo el mismo techo universal, huésped temporal del paraíso,

siempre Misterio, Amor, y Vida.