KRYSTELL
GUEVARA
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LA PELUSA (cuento)
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-¡Pero
qué hembra, es una loba, saca chispas en la cama! Lo que hace con
esas manos y esa boca, pareciera que tiene dones de profesional. Es una
experta.- Es lo que se rumoraba en toda la oficina, sobre esta chica que
hacía poco tiempo, había comenzado a trabajar en el banco
e iba ascenso tras ascenso. Quizás hombre tras hombre también,
ya que no había un sólo varón dentro del lugar que
no la conociera de la A a la Z. En una ocasión se supo que una de
las directoras, de las cuales estaba en duda su orientación sexual,
también había estado con esta mujer. En fin, los cascos ligeros
de la tipa llegaban a tal grado que no le hubiera importado acostarse con
el empleado del empleado con tal de no tener conflictos en su área
laboral.
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El rumor cuenta
que uno de los tantos hombres mediante los cuales aseguró no sólo
su permanencia en el trabajo, sino su futuros ascensos, e incrementos de
sueldo, y que resultó ser compatriota de dicha mujer, después
de una noche de amor acrobático estilo Cirque du Soleil llegó
al día siguiente y la apodó "La pelosa". Sobrenombre que
la población hispana de la oficina deformó de "La pelosa"
a “La pelusa”.
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Sin embargo,
en un inesperado día, la conocidísima Pelusa informó
a todos sus íntimos amigos que se iba a casar. Y no solamente eso,
les advirtió que había escogido el vestido más blanco
que encontró en los aparadores. Entre risas y burlas por el pobre
diablo que le daría su nombre, todos los empleados del lugar decidieron
acompañarla en tan significativo día. Se supo que a su prometido
le había exigido conseguir la Catedral de la ciudad como escenario
donde le confirmaría el “sí”, que le había dado hacía
unas semanas. Pero por la prontitud de la fecha del enlace, se enteró
que el protocolo religioso exigía reservar la Catedral con seis
meses de anticipación. Mismos que La Pelusa no estaba dispuesta
a esperar ahora que había conseguido a un despistado que se
atreviera a llevar a la María Magdalena del siglo XXI, de blanco
a la iglesia.
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Yo no pude
asistir a la boda, pero para todo mundo fue el casamiento del año.
No obstante, poco después del enlace matrimonial ya no se supo nada
de La Pelusa y de su marido, ya que el tipo no soportaba las injurias y
blasfemias que él aseguraba se decían sobre su mujer.
Y como trabajar en un lugar donde hubiera gente tan negativa, contra la
Santa Pelusa que tenia por esposa, le resultaba en pleitos diarios,
decidieron renunciar los dos. Alguno de los directores comentaría
tiempo después que La Pelusa había llorado, y hasta llegó
a un ataque de histeria cuando su marido le sugirió renunciar. El
argumento de La Pelusa era que para llegar hasta donde había llegado
había sudado la gota gorda, y que empezar a trabajar en otra empresa
la obligaría a volver a comenzar "desde abajo". El ingenuo
marido le explicó que por eso no se preocupara, que él la
apoyaría en todo, y por fin se fueron.
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Yo seguí
trabajando ahí. Las cosas después de la partida de la archiconocida
Pelusa, seguirían prácticamente iguales excepto por dos cosas.
La primera, es que el semblante de la población masculina dentro
de la empresa era de una melancolía y una resignación absoluta.
La ausencia de La Pelusa los había obligado a tener que soportar
el sexo con fecha, duración, y postura prefijada, que sus mujeres
les ofrecían. Los pobres ya no tenían ganas de trabajar.
Yo diría, que no tenían ganas ni de vivir. La segunda, es
que muchos al ver el desafortunado panorama que les ofrecía su trabajo
en el banco sin la presencia de la "gentille" Pelusa, los obligo a ir a
otro lado en busca de otra Pelusa de oficina. Esto hizo que el banco tuviera
que contratar nuevo personal que mostrara más optimismo, y que no
tuviera la profunda depresión que el antiguo personal tuvo al partir.
Un séquito de hombres con caras largas, salían uno por uno,
mientras entraba "sangre nueva y sin pelusa" al lugar.
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Con este nuevo
personal, llegó inevitablemente la epidemia de casamientos que acosa
a las empresas con empleados jóvenes. Por mi parte como escuché
demasiadas opiniones sobre el matrimonio por parte de las chicas que se
acababan de casar, decidí que si algún día en un futuro
lejano me casara, sería con un divorciado. De esta manera me aseguraría
de que hubiera aprendido de sus errores con su ex mujer, y
que por lo tanto conmigo fuera todo dulzura y amor. Para mi suerte, más
cercano que lejano estaba ese día. Había empezado a salir
con uno de los que acababan de contratar, y que cumplía con el requisito
de ser divorciado. Meses después cuando me pidió matrimonio,
yo le respondí con la velocidad del "sí" que te dan los treinta
y cinco años. Mi madre y mis primas me acompañaron a comprar
el tan esperado vestido blanco, que a diferencia del de La Pelusa, su blancura
no redimiría mi conducta previa, sino que la exaltaría. Debido
a las formalidades de la iglesia católica nosotros celebramos nuestras
nupcias, si bien no en una iglesia, en un registro civil donde conseguimos
quedar formalmente unidos.
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Durante bastante
tiempo yo evité sacar en nuestras interminables pláticas
el tema de su ex mujer. Sin embargo, el irremediable momento se acercaría
con la intensidad con la que las catástrofes naturales sacuden al
hombre. Un buen día mi marido empezó su plática con
la típica vocecita que ponen todos los machos abandonados por su
femenino amo que no solamente tenía las riendas de su vida, sino
que los había inscrito en su propio sistema de reeducación
moral incluido dentro del paquete del matrimonio. Después de describirla
físicamente, yo dudé. Juro que dude si me estaba hablando
de una fémina de la mitología, o mucho peor, de una heroína
existente en los dibujos animados de su imaginación. Por momentos
la mujer que mi esposo describía, no sólo hubiera podido
lanzar a la propia Venus de cabeza al psiquiatra. Sino que incluso la diosa
griega Eris jamás hubiera arrojado su dichosa manzana, hasta
no conocer a la ex mujer de mi marido. Y no solamente él afirmaba
que era una belleza. ¡No! También era un reverendo manojo
de virtudes hecho mujer. Mi obnubilación llegó a tal
grado que por momentos pensé que si un día la Virgen María
y su sequito de santas salieran del cielo, y San Pedro ya conociera a la
mujer esta, el Santo con las Llaves del Cielo, no las volvería a
dejar entrar jamás.
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En fin, cuando
todo indicaba que mujeres como esta jamás habían sido registradas
ni en la historia artística, ni teológica de la humanidad,
mi esposo agregó –Pero tú, eres diferente–. "Pe-ro-tú-e-res-di-fe-ren-te"
me repetí infinitas veces, mientras él seguía hablando.
Todo lo que dijo a partir de éste punto de nuestra reveladora conversación,
parecía como una sola voz que aglutinaba la multiplicidad
de diálogos que uno puede oír al caminar en la calle. Cuando
pude finalmente regresar al momento actual de la plática, o mejor
dicho, de la hagiografía sobre la susodicha, él, con una
nostálgica sonrisa decía: –Sabes, ella tenía tanto
don de gentes y tanta chispa, que en su trabajo la llamaban de cariño
algo así como La Pelusita.
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