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MARÍA CRISTINA DA FONSECA_
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Nuestra compañera y amiga falleció el 25 de mayo de 2006 tras una larga enfermedad.
En su honor mantendremos su página en el Registro Creativo.
Que en paz descanse
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MEMORIAS DE LA ARCILLA VIEJA (fragmento)
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    Ella, mi madre, era la mejor locera en esta vasta comarca.

    Sus vasijas se hicieron famosas por el extraño poder que en ellas había para conservar la frescura del agua.

    Sentada sobre la tierra, con la negra cabellera vistiéndole la espalda pasaba las mañanas inclinadas sobre el barro.

    Parte de su aliento se gastó porque lo tocaba, lo golpeaba, lo sobaba y acariciaba hasta que cedía a los caprichos dibujados por su mente.

    Así era mi madre.

    Montaña Alta se llamaba. Tenía las manos ásperas como la tierra y llevaba el olor del humo y el tinte de la arcilla en la piel.

    Yo la amaba con la profundidad que tiene el río y la altitud que, a veces, alcanza la cascada. Y permanecía quietita a su lado, mirándola hacer sin cansarme, atenta a cada uno de sus gestos y palabras, pues siempre llevé en mí la ambición de poseer los secretos de la greda mojada.

    Como sombra la seguía yo cuando se iba a recoger las arcillas para dejarlas remojando en caparazones de tortuga y totumas  partidas. Procedía, después, a ligar la arena hembra  con los terrones machos: ¡para echar a andar el mundo de la botijas y budares  había que mezclarlos!

    Se ponía luego a atisbar las babas  acechantes a la orilla de los caños, las iguanas guindadas de los palos o alguna culebra durmiente entre las piedras y adueñándose de sus formas las moldeaba en la masa, abriendo los ojos con una rama y marcando con las uñas, las escamas.

    De la tierra, como por oculta magia, entre sus manos brotaban interminables rebaños de lagartos, caimanes y serpientes. Y no me parecía cosa extraña, porque esos animales de corteza arisca y pedregosa son hermanos de las rocas y la lava.

    Mis ojos aún creen verla apilando sus tiestos a la sombra de algún árbol grande para secarlos.

    Una vez que habían botado el agua, según el tamaño de la luna y el viento que soplase, ella, amontonando leña y paja, hacía una gran pira para cocerlos.

    Repitiendo oraciones como:”Enciéndete fuego, enciéndete, luego, no quiebres mis gredas”, se quedaba, junto a ellas, vigilando el lento trabajo de las llamas.

    “Debes alimentar bien el fuego. Es el espíritu que en él habita quien enseña a las ollas a cocer el maíz”, explicaba. Y si por si éstas nada aprendían de sus primeras experiencias con las brasas, les dibujaba dos pupilas alertas en la cara para avizorar el momento preciso cuando la comida estuviere blanda.

    Por la rara facilidad con que sus marmitas cocinaban los granos sin chamuscarlos, se afirmaba que mi madre tenía escondidos tratos con los elementos y la llamaban Gran Señora de la Tierra, de Fuego y del Agua.

    Yo quería vivir para imitarla. De tanto amarla pensaba que había sido ella quien, montoncito a montoncito de arena mojada, había hecho el mundo un día por la mañana. ¡Tan inconmensurable me parecía el poder de sus toscas amasanderas manos amasando!

    Y si bien sabía que no podía ella haber moldeado el universo, la bóveda del cielo y el fondo de los mares con sus dedos, presentía que quien hizo valles, costas y cordilleras por fuerza hubo de ser amasador de arenas, minerales y elementos como lo fue ella, su madre, la madre de su madre y toda mujer de la tierra.
     

    Todavía me parece escuchar la larga letanía de hechos y palabras con la cual Montaña Alta trataba de enseñarme a mí, la primera de sus hijas, cuanto en su propia cabeza cabía sobre el significado de ser un pueblo surgido del polvo.

    Somos los hombres del barro – me decía-, por nuestras arcillas decoradas, desde muy lejos, viene la gente de las curiaras 4 .

    Y así era. Cada ciertas lunas, los embarcados aparecían sobre  el lomo de los ríos para llevarse nuestras cantaras y dejarnos, en trueque, vino de palma, cestas magníficamente tejidas y resina para mascar.

    De los muchos tesoros escondidos por los caminantes del agua en el vientre de sus piraguas, las más apreciadas eran las conchas traídas desde arenas resplandecientes. Nos servíamos de ellas para pulir la greda o para dejarlas junto a nuestros muertos en señal de que la vida es eterna y siempre vuelve, aun cuando, como el caracol, a veces se esconda.

    “Algunos pueblos surgieron del agua. Otros vinieron del mundo de más allá de las nubes o fueron paridos por la luna. Hay gente e maíz o de madera. Nacidas del sol son algunas otras. Nosotros estamos hechos de greda y somos hijos de la tierra”, decían nuestros primeros abuelos, habitantes de éste, el más viejo de los suelos.

    Y porque así era, porque de arcilla era nuestra sangre y su sustancia, el chamán curaba herida, picaduras y golpes aplicando una capa de barro sobre nuestros dolores.

    “Si alguno de los nuestros sueña con  un cántaro lleno es signo de alegría. Pero si durmiendo mira romperse un cántaro, pronto ha de morir”, sentenciaban.

    De tanto oír que nuestra verdadera madre era la tierra, a veces yo deseaba dejar de existir sólo para que las mujeres de mi raza hicieran lozas con mi cuerpo.

    “Al principio de los soles, los hombres sólo comían tierra”, recordaba Montaña Alta.

    “Seremos todos vasijas algún día”, repetía.

    Y yo le creía, pues, a menudo, su barriga se hinchaba cual botija para recoger lluvia. Como si algún alfarero silencioso, con sabios dedos, la trabajase a ella, desde dentro.

    Sólo cuando su vientre casi reventaba, mi madre abandonaba la greda y se iba al monte con la que sabe ayudar a parir.

    1 Totumas= calabazas
    2 Budares= plato
    3 Babas= especie de caimán de menor tamaño
    4 curiaras = canoas
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    Fragmento de_MEMORIAS DE LA ARCILLA VIEJA_1993 Dolmen Ediones (Declarada material didáctico complementario por el M. de Educación porque entre otras cosas contribuye a: desarrollar el gusto por una lectura ordenada de obras literarias que se vinculen a los intereses del lector y que aúnen a su calidad estética, una exaltación de la dignidad de la condición humana, etc.); ha sido calificado como una obra  de incomparable belleza (Diario La Tercera, 3/9/3) y, según ha escrito Pedro Pablo Zegers, Investigador de la Biblioteca Nacional de Chile, “resulta, al menos en mi caso, casi imposible, no vincular o relacionar este libro con el Popol Vuh, el libro sagrado de los quichés.”

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