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MARISA ESTELRICH
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La princesa cautiva
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Dios mueve al jugador y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
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J. L. Borges, "Ajedrez"


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El caldo reposaba en la olla comunal del Barrio de La Esperanza sobre el hierro renegrido de la cocina económica de doña Eulogia.  Los verdes del perejil y la albahaca se escabullían por las hendijas de la casilla sudando hasta las chapas de la número 12, la de Sibila, bajo el sol del mediodía, donde la asimetría de los agujeros que el techo ostentaba desde el último granizo improvisaba un escenario entre ecológico y posmoderno. Espots de luz solar concentraban su luz sobre la tierra apisonada. Suspendido en lo alto, desde su posición de privilegio, un abejorro dominaba la escena con displicencia de narrador omnisciente meneando los hilos transparentes de un titiritero o escritor con naturaleza esencialmente filosófica. En su zigzagueo impaciente, el abejorro custodiaba el tráfico frenético de un almácigo de hormigas rojas encaramadas sobre dos promontorios de azúcar.  De repente aterrizó sobre el pétalo amarillo de una de las margaritas del mantelito de hule sobre la caja de cartón corrugado junto al sillón de cuerina verde.  Hecha un ovillo en uno de sus extremos, con el vestido negro de yérsey enrollado hasta la cintura, Sibila se repetía que era hora de levantarse sin lograrlo.
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De afuera llegaban los gritos de los pibes del barrio jugando a la pelota en la canchita improvisada entre la última hilera de casillas y el cerco de la autopista Buenos Aires-La Plata.  El arquerito del equipo de los “sin remera” estaba a no más de dos metros de la pared de atrás de la casilla número 12, entre los dos ladrillos que marcaban el arco.  Esa mañana le metieron cinco goles: pum, pum, pum, pum, pum.  Recién al quinto, Sibila se despertó.
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Los párpados le pesaban más que el fuentón de ropa mojada camino a la soga de colgar. Se abrían y cerraban al compás de la manija oxidada de la bomba de agua que Cholo, el marido de la Eulogia, subía y bajaba orgulloso delante de la fila de muchachitas morenas esperando su turno con un balde en la mano y una sonrisa en el rostro. 
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Sibila intentó despegar su mejilla húmeda adosada al sillón verde donde se había desplomado la noche anterior.  Aferró su mano derecha al tabique de madera astillada que se asomaba por el desvencijado respaldo. Tenía la boca seca, la garganta como rallador. Se dejó caer, y gateó con esfuerzo esquivando una bota, otra, algunas botellas vacías y su camisa a flores obstinada en vendarle el tobillo derecho. El peso del universo latía contra su frente.  Un nubarrón violeta le nubló la vista. Intentó detener la marea de objetos a la deriva presionándose las sienes mientras se las ingeniaba para llegar hasta el baño y se repetía órdenes de rutina: hacer pis, empaparse la cara bajo la canilla de agua fría, llenar hasta el tope un tazón con los restos de café de la noche anterior, calentarlo, ponerle azúcar, tomar el café, tomar agua y la luz roja del contestador que titilaba con la misma displicencia del abejorro.
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Sin dejar de sostener su frente, presionó el botón rojo de la casilla de mensajes: Hola Sibila, soy Salvador. Ni bien te despiertes, venite para casa. Si no venís vos, me voy yo. Volvió a escuchar el mensaje ronco de Salvador mientras esquivaba un rayo de sol fulminante que la perseguía como linterna de alta potencia en una noche sospechosa. Y el zumbido ese ¿qué era? se preguntaba sin llegar a discernir a su custodio, ni al titiritero que lo había vuelto a ingresar en escena. Pasó algo terrible anoche. Tan terrible que ahí estaba, en la primera página del periódico rasgada en dos por el vidrio roto de la ventana.
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OTRA ANCIANA BRUTALMENTE ASESINADA
La señora Nélida Irribarren de Urtízberea, una anciana de setenta y ocho años, fue brutalmente asesinada la noche del sábado 3 de enero. Fue asfixiada mientras dormía con una bolsa plástica de residuos color negro. Acto seguido, según la reconstrucción del hecho y los peritajes, la caja fuerte fue forzada.  El sospechoso se dio a la fuga con un interesante botín de varios miles de dólares, libras esterlinas y alhajas personales cuyo valor no ha sido estimado aún . . .
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Sibila no pudo terminar de leer el resto. Se sentía entre la niebla de un mal sueño. Salvador narraría lo leído en el periódico o lo releerían juntos. Él le recordaría la conversación de la noche anterior antes de irse de su casa. Sabés lo que vamos a hacer, negrita, vamos a usar la llave que te da la señora Nélida para que vos entrés sin que ella se tenga que molestar en bajar de sus aposentos a abrir la puerta ¿sabés? nos vamo aparecer una noche de ésta encapuchados los do. Nos vamo acercar despacito hasta su cama y despué, ¿sabés qué? la vamo a mirar mientras ella duerme ahí tan cómoda entre almohada de tela fina y . . . quizás, pensó Sibila, ésta fuera su mejor coartada.
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El café tenía gusto a medias sucias. El dolor de cabeza no cesaba. Abrió la canilla para humedecerse nuevamente la cara y creyó escuchar los chistidos entre la escoba y el agua salpicando el uniforme a cuadritos celeste y blanco de su abuela Olga, la sirvienta de los Irribarren Urtízberea desde que Laurita, la nena de la casa, cumplió cinco años. Olga, pobre mujer, qué vida de sacrificio hasta que, a los setenta y tres, el cáncer de hígado la jubiló de las tareas domésticas para ponerla al servicio de la ciencia en un hospital escuela.
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El calor dentro de la casilla apretaba. El aroma del caldo de doña Eulogia le trajo náuseas. Los pelotazos de los chicos del potrero se mezclaban con el zumbido del abejorro y las voces dentro de su cabeza hacían eco contra la imagen del rostro deformado de la señora Nélida y las alhajas que colgaban del pellejo de las muñecas de las damas de Cáritas sosteniendo sus mentones con estudiada compasión ante la historia de Sibila, la nietita que Olga había criado como a una hija desde que la sinvergüenza de la madre se mandó a mudar con un albañil de la obra de enfrente y que luego de la muerte de la abuela quedó como sirvienta de la casa, a pesar de que para la cocina no es nada buena y con la plancha, ¡ah!, deja bastante que desear, pero a estas alturas de mi vida, más vale malo conocido que bueno por conocer. La sinvergüenza de su madre que todavía le clavaba agujas en la nuca como lo haría un abejorro.
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Sibila se tragó dos aspirinas de golpe. Todo va a estar bien, Sibila. Todo va a estar bien, se dijo y maldijo los cuatro últimos tragos de vodka barata de la noche anterior. Maldijo a Pedro, maldijo a Salvador y su buena voluntad que siempre terminaban por hacerle la vida más complicada. Salvador, con su decencia y conocimientos de la “cardinería”, como decía don Paolo, su padre, que iba todos los jueves a la casa de la señora Nélida a cuidar el jardín más hermoso de la cuadra, con sus jazmines frondosos y sus malvones rojos de hojas aterciopeladas.
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En esas épocas, Salvador y Sibila se entretenían con una palita verde y una bolsa de arpillera rebosante de semillas en un rinconcito a la sombra del rosal japonés. Sibila cavaba pozos profundos y Salvador bendecía cada semilla antes de enterrar su brazo en las oscuras humedades de la tierra deteniéndose con ojos en suspenso hasta hacer emerger lombrices ariscas o piedritas que revelarían su belleza multicolor bajo el chorro de agua bendita de la regadera de chapa de don Paolo.
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En su compañía, Sibila se sentía en paz, pero a Salvador siempre le había faltado esa cuota de picardía que la atraía hasta la sala de juegos en el altillo, donde Pedro, el varoncito de la casa, la incorporaba a sus juegos a espaldas de Laurita, buscándolos desconsolada. Si los encontraba, Laurita acaparaba la atención de Pedro, obligando a Sibila a quedarse en un rincón y ordenarlo todo cuando el juego terminara. Pero si lograban escabullirse, Sibila disfrutaba el cosquilleo incomprensible entre sus piernas sobre el lomo encabritado de Pedrito, su caballo. El juego que más le gustaba, sin embargo, a pesar o quizás precisamente por la mezcla extraña de vergüenza, pudor y placer, era el de la princesa cautiva en el que nunca podía participar en presencia de Laurita. Si Laurita estaba, ella era la princesa. Pero los miércoles por la tarde, la señora Nélida llevaba a su hijita a ajustar sus aparatos fijos al consultorio de la ortodoncista a una hora y media de la casa. En cuanto Sibila y Pedrito espiaban a Julio, el chofer, cerrar la última puerta del Ford Granada, subían al altillo a las zancadas. Pedro hacía las veces de carcelero. Custodio despiadado que vendaba los ojos de la princesa cautiva con un pañuelo de arabescos azules y dorados. Ataba sus manos a una viga con una corbata vieja de don Pedro y empezaba a interrogarla, quitándole una a una sus prendas cada vez que la princesa se rehusaba.
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Con el correr de los años, los juegos de niños se fueron transformando, pero Salvador y Pedro nunca dejaron de medirse como gallos de riña para impresionar a Sibila, ni ella ni Laurita de ingeniárselas para acrecentar los deseos de sus hombres sin olvidarse jamás de los suyos. Tras la muerte de la abuela Olga y de don Pedro, que tanto la quería, con dos meses de diferencia, Sibila heredó el rango de sirvienta principal. Pedro se compró un Mustang rojo y siguió con sus juegos de adulto desde el sillón en la oficina principal de la empresa de su padre y su piso de soltero a sus anchas. Laura se casó con un diplomático, tuvo dos hijos y dejó la carrera de Arquitectura faltándole cinco materias para graduarse. Cuando se mudó a San Isidro, las visitas de los nietos a la abuela Nélida comenzaron a espaciarse.
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La abuela no parecía estar demasiado preocupada de no ver crecer a los dos diablitos. Lo que en realidad la fastidiaba era que, en cada visita, Laurita la aturdiera con probadas razones y sólidos argumentos para que dejase ese caserón, mamá, vos sola. Te van a seguir los movimientos y vas a pasar un mal rato. Mirá lo que le pasó al padre de Gustavo Hagen. Sabés que lo molieron a palos y ahora anda en silla de ruedas con pañales. ¿Por qué no te mudas a un departamento cerca mío? Te la llevas a Sibila para que te atienda y listo. No es tan difícil, mamá.
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Cuando coincidía su visita con la de su hermana mayor y los sobrinos, Pedro la apoyaba en todas sus mociones. Se daban guiños a espaldas de su madre como cuando eran cómplices de infancia. Pero ni bien aparecía Sibila a servir el té, la atención de Pedro se veía disputada entre las miradas lacerantes que las dos princesas, en pugna solapada, le acertaban.
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Pedro y Laurita nunca lograron que la señora Nélida dejara la casa de la calle Roca por propia voluntad. Habría que forzarla. El día que me vaya de esta casa será con las patitas para adelante. Me van a decir a mí lo que tengo que hacer. Yo sé lo que pasa: lo que pasa es que vos y tu hermano quieren la plata fácil. Que otro los siga manteniendo. ¿O crees que yo no sé lo que cuesta esta mansión hoy día? Seré vieja pero no estúpida y sé también el sacrificio que le costó a tu padre. ¿O no te acordás, no se acuerdan las horas que se pasaba trabajando en la empresa? ¡Qué se van a acordar! Cría cuervos, como decía la abuela Magdalena, cría cuervos, Nélida, y tenía razón.
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Esa conversación reverberó contra las paredes hasta convertirse en un pacto implícito entre madre e hijos de no tocar más el tema. Ni ese ni otro. Las visitas se fueron espaciando. Sibila se convirtió en su única compañía. Todo se lo consultaba. Hasta le entregó un manojo con las llaves de la casa por si me pasa algo, oís Sibila. Para que vos puedas entrar y salir cuando yo te necesite. Que me ando quedando un poco sorda y entre el asma y la osteoporosis, si espero que Laurita o Pedro me vengan a asistir, estoy muerta. ¡Qué vida! Con estos hijos míos que ya ni se acuerdan que alguna vez esta vieja fue su madre, ni que ésta también fue su casa.
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Su casa: las cortinas de voile de la sala pegadas contra el respaldo de terciopelo color borgoña del sillón reina Ana. Los nudillos, retorcidos por la artrosis que aprisionaban al gran zafiro, separándolas. La luz de la sala, la del hall de entrada. Los escalones alfombrados de la escalera. El ancho pasillo hasta la habitación principal.
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Los cuadros de la familia, la estatuilla del Laoconte sobre la mesita de caoba, la lámpara de Nancí. La colcha de raso a guardas marrón y beige sobre la cama con respaldo de esterilla. El camisón de felpa rosa bajo la almohada. La dentadura postiza sonriendo en el vaso de vidrio sobre la mesa de luz al lado de la media pastillita para dormir. La jarrita de agua. Los lentes de leer. La biografía de Audrey Hepburn abierta en la página ochenta. Las letras nublándose. El dedo índice presionando la perilla del velador. El cuarto en oscuro silencio.
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El péndulo del reloj de la sala dio las once y treinta. La alfombra verde de la escalera sintió pasos suaves que se perdieron por el corredor hasta el final del pasillo. La puerta estaba abierta.
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La cama, la colcha, la almohada, las infinitas arrugas en las mejillas chupadas. La mueca grotesca de los labios. Imágenes apareciendo y despareciendo sin dejar rastro bajo la luz de la linterna. Tras un breve forcejeo, el rostro eclipsado inhalando y exhalando el plástico negro de la bolsa con fragilidad hasta la última bocanada.
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El timbrazo y los golpes en la puerta la sobresaltaron: Sibila. Sibila, abrí. ¿Sibila, estás ahí? Acurrucada detrás de la puerta, Sibila tardaba en reaccionar. Sí, estoy acá. ¿Sos vos, Salvador? Sí, mujer abrí. Sibila se incorporó. Abrió la puerta lentamente. El aroma del caldo de doña Eulogia se sentía más próximo. Los gritos desde la canchita habían cesado. A lo lejos, sonaba la sirena de un patrullero y en la casilla, el zumbido del abejorro regresaba. Sibila señaló la página ajada del diario. , se apresuró a explicar Salvador, pero lo que no dice el diario es lo que yo sé. Sin levantar la mirada de las gordas letras negras del titular, Sibila lo animó a empezar el relato.
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Yo me bajaba del 60 para tomar el blanquito en la esquina de lo de la señora Nélida, comenzó Salvador. En frente de la parada vi el Mustang rojo de Pedro a la vuelta de la casa. Dejé pasar al blanquito y me escondí entre los jazmines y los malvones del jardín del frente de la casa. Por las hendijas abiertas de la persiana del cuarto de la señora Nélida se veía una luz de linterna que subía y bajaba. Me quedé agazapado hasta que las piernas se me acalambraron. En eso escuché la puerta de entrada. No podía ver bien. Oí risitas nerviosas y la voz de Pedro, lo podría jurar, diciendo por lo bajo: ‘Cría cuervos, Nélida, cría cuervos.’ No me atreví a seguirlos.
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¿Cómo a seguirlos? ¿Cuántos eran? preguntó Sibila atemorizada.
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Eran dos Sibila. Pedrito y alguien más.
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Pero el diario dice uno. Fue sólo tu imaginación.
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No, tenía miedo de salir y que me agarraran. Pero cuando bajaban la escalera de lajas de la entrada, escuché un tropezón, un ruido metálico y la voz de Pedro otra vez: ‘Vamos, princesa, apúrese,’ decía. Esperé unos minutos para salir de mi escondite. Caminé hacia la parada, pero el Mustang rojo ya no estaba, concluyó Salvador mirando fijamente los labios apretados de Sibila. El azul intenso de la luz giratoria del patrullero se asomaba por la ventana de vidrios rotos y el abejorro, pendiendo de dos hilos transparentes, se alejaba en su vaivén por los aires del Barrio de La Esperanza._
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