MIREYA
KELLER
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La pistolera
Segundo premio del Concurso
de Cuentos Victoria Ocampo 2003
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Ese mismo
día, crecí. Después del incendio. Y las cosas nunca
más fueron las mismas. Los lobos que se escondían en el bosque
de eucaliptos y aparecían en las noches sin lunas, las brujas que
espiaban entre el trigo y la maleza, los girasoles con sus cabezas tan
respingadas durante el día y doblados y oscuros cuando el sol se
escapaba, allá donde la vista ni alcanza porque nunca se termina
la estancia de esa gente muy rica a la que nunca vemos, pero nos cuenta
la abuela, todo eso y en especial la pistolera, nunca más fueron
los mismos.
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Era lo que
más me gustaba de los veranos. Cuando nos quedábamos solos,
con mis hermanos, los primos y algún amigo y nos perdíamos
por esos lugares en los que todo era verde y amarillo y no había
ni caminos. Entonces vivíamos muy lejos, en otro país, y
hablábamos diferente porque hacía mucho tiempo que vivíamos
en ese lugar donde casi siempre hacía calor y era verano. Los primos
y los amigos se reían, y a mí no me gustaba, y mis hermanos,
que son más grandes, me decían que para qué les hacía
caso, total, era divertido hablar distinto y que no nos entendieran, y
los miraban a los demás con aire de suficiencia, eso decían
los primos cuando nos peleábamos, de dónde sacan esos airecitos
ustedes, tan suficientes, tan insoportables. Pero ellos en cambio casi
siempre ganaban la guerra, cuando los abuelos ya dormían y cerrábamos
las puertas y todo volaba, no solo las almohadas volaban, zapatillas, zapatos,
pelotas, lo que hubiera a mano. Me gustaban esos veranos llenos de gente
a los que veíamos solo una vez al año. Donde vivíamos
no había el bosque de eucaliptos, con los árboles tan altos
que parecían tocar el cielo y cuando venía el viento más
fuerte, desde el mar, se doblaban enteros y aullaban. Eso les decía
a mis hermanos, que son más grandes, y se reían porque decían
que no eran los árboles que aullaban, eran los lobos. No me gusta
que se rían de mí, porque estoy seguro, sí eran los
árboles. A lo mejor estaban rodeados de lobos, no sé, porque
cuando hacían pruebas para ver quién llegaba más cerca
del bosque, de noche, ni una luz, ni luna ni estrellas, esas eran las mejores
noches para hacer las pruebas, los abuelos salían y era como nuestra
fiesta secreta, yo nunca alcancé a llegar. Me devolvía cuando
empezaba el trigal y me decían mariquita y esas cosas que me hacían
llorar, pero me daba miedo ir más allá, estaba lleno de malezas
y espinos y después me amenazaban con la muerte, o el degüello,
si les contaba algo a los abuelos, y eso era peor que morirse, por la cara
que ponían todos cuando la pistolera nos perseguía con el
machete en la mano y nos gritaba, chiquillos de porquería, acérquense
no más que los degüello, uno por uno, no me importa cuántos
sean.
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La casa de
los abuelos era blanca, con techo rojo y no tan grande, pero cabíamos
todos. Cada pieza tenía muchos camarotes y nos peleábamos
por dormir arriba. Siempre ganaban mis hermanos. Me daba mucha rabia y
cuando ponía cara de que iba a llorar, me decían, hay que
hacerse hombre, nada de mariquitas aquí, y bueno, no me importaba
tanto porque sabía que después venía la guerra y los
primos iban a ganar. La casa no es como donde vivimos, está sola
al lado de un campo de trigo, que es todo amarillo, como mi pelo, eso me
gritan cuando pasan llevando las vacas los hijos de la pistolera
y también me da rabia y quiero gritarles pero se escapan rápido
y después aparece la madre montando el caballo negro que los primos
dicen que se lo presta el diablo. Más allá del trigal está
el bosque de eucaliptos, y atrás del bosque, la estancia enorme
que nunca se acaba con los girasoles. Del otro lado de la casa hay un campo
baldío en el que jugamos fútbol, todos, los hombres y las
mujeres también, aunque no sé para qué, no sirven,
le tienen miedo a la pelota, se le escapan, pero igual corremos y
traspiramos y nos reímos mucho, a veces de rabia, a veces de verdad,
porque ellas no hacen nada. Eso cuando está todo bien y no se arman
líos porque a los primos les gusta ganar siempre. Al frente, escondida
por las malezas altas, apenas se divisa el techo de la casa de la pistolera,
que no es rojo como el de mi abuela. La llaman así, con ese nombre,
porque dicen que es muy mala. Yo nunca le vi pistolas, pero sí el
machete. Ella tiene los cuatro hijos que me gritan lo del pelo amarillo
y muchos chanchos que huelen mal, lo sentimos desde la casa de la abuela,
y se pone peor cuando sopla el viento desde la playa. También tiene
cuatro vacas y desde el último verano, después de que llovió
tanto que la abuela dijo que casi nos ahogamos y vino la inundación
por todos lados, la pistolera tiene unos patos que nadan en el laguito
que se hizo donde había como un camino de tierra que bajaba entre
los pastizales. Más allá de la casa de la pistolera, que
siempre anda en ese caballo negro y enorme, mucho más allá,
está el mar. No se ve desde aquí, pero uno sabe porque cuando
viene el viento trae un olor salado que se pega en todo. Cuando los días
están lindos vamos con mis hermanos y los primos hasta la playa,
que tiene gaviotas. No me gusta mucho la playa, está llena de gente
y la arena me pica. Yo quiero ir de noche, pero nunca me dejan. Lo que
más me gusta es el cielo de la playa y de la casa de la abuela,
lleno de estrellas, cerquita de la cabeza, cuando no hay nubes. También
me gusta cuando sale la luna encima del mar y alumbra con esa luz fría
y se columpia en las olas, sube y baja, y seguro que la da cosquillas en
la panza, como a mí cuando venimos en el avión y sube y baja,
me gusta venir en el avión y entrar por las nubes que parecen algodones
blanditos y salimos cerca del sol que brilla tanto que no puedo ver nada
y más me gusta cuando es de noche y tengo las estrellas a mi lado,
en la ventana, y el avión da vueltas y hunde en el cielo un ala,
y partimos las nubes, y después todo se pone feo y negro cuando
empezamos a aterrizar. Me gustan los aviones y el cielo.
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En las noches,
a veces sueño con la pistolera que se acerca al galope en su caballo
y no hay nada más, ni playa, ni casa, ni cielo, solo están
el caballo y la pistolera ocupando todo, el trigal y la arena están
oscuros y llenos de fantasmas. Y a veces son los lobos que aparecen en
mi sueño en las noches sin luna, entre los árboles que aúllan,
cuando las sombras se esconden más allá del trigal, más
allá de los girasoles que ahora están cerrados, verdes y
oscuros, el botón amarillonaranja del medio también está
escondido y me asusto y despierto traspirando y ahí están
mis hermanos, me miran y mejor no les cuento nada porque van a volver a
decirme mariquita, hay que hacerse hombre, carajo.
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Eso me dicen
también cuando corremos hasta el laguito de los patos y vamos con
palos y les tiramos piedras y viene la pistolera con los cuatro hijos,
que no es una pistolera de verdad, es una bruja, eso dicen los primos,
que en vez de tener una escoba para volar como en los cuentos tontos que
nos contaban, tiene un caballo negro y un machete enorme para cortarle
el cuello a los niños, los buenos y los malos, no le importa. Y
aunque mis primos y mis hermanos son grandes, igual salimos todos corriendo.
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Pero este
verano fue el incendio. Hacía un calor que derretía los techos,
eso decía mi abuela y nos mandó a todos a la playa. Pero
era igual, el aire caliente, la arena imposible de pisar, moscas y mosquitos
que se metían por la boca y la nariz, entrábamos al agua
y al salir parecía que nos secaba el viento caliente del África,
eso decían mis hermanos y no querían jugar a nada y yo me
aburría y la arena me picaba más que nunca. Hasta que nos
avisaron que fuéramos rápido hasta la casa. Nunca había
visto algo así. Tampoco mis hermanos. Ni los primos. Ya desde lejos
se sentía el ruido. Como lobos devorando. Crujía el trigal.
Los árboles tronaban. El olor era sofocante. El humo negro se extendía
casi hasta la misma playa. Las llamas naranjas y rojas avanzaban, como
un ejército en combate, disparando para todos lados, cada vez más
rápido. Se iban arrastrando entre el trigo, seguían por el
bosque, dios, era insoportable el ruido, el ruido, y otra vez el ruido,
como si los eucaliptos se quejaran, o a lo mejor eran los fantasmas que
gritaban. El humo negro subía por el cielo como nubes de tela gruesa.
El día se hizo noche. El calor era irrespirable. En donde había
una llave de agua nos pusimos todos con los baldes que repartía
la abuela. En fila, los pasábamos, cada vez más rápido.
Era inútil, el fuego nos ganaba. Los bomberos no llegaban y estábamos
rodeados. Entonces la abuela, desesperada, gritó entren rápido
y saquen lo que puedan, lo más importante, y yo corrí hasta
mi pieza y saqué la pelota y casi me asfixio. Después vinieron
otros hombres con palas y ramas. Hay que pegarle al fuego para que no avance,
gritaban. El calor se ponía peor, todo era rojo, el aire debajo
de la tela negra, los árboles encendidos, la cara de mis hermanos,
las manos bajo el tizne negro. Y desde los árboles venían
más truenos. O gemidos, no sabíamos. Todos empezaron a decir
que había sido la pistolera, de puro mala, con esos hijos gritones
y los animales. Que alguno había encendido la mecha. Otros decían
que era ese calor del infierno. Ni una nube, nada de lluvia, lejos la tormenta.
Que así el pasto se incendia solo. Todo a la vuelta y más
allá de donde alcanzaba la vista era una sola llamarada. Hasta que
cambió el viento y nos salvó una parte de la casa. El incendio
siguió otro camino, devorando. Duró varios días. Los
bomberos despejaron carros y carros de agua. Hombres con mantas y machetes
guerreaban como podían entre las llamas. Lo peor era cuando se acababa
el día. Quedaban los carbones encendidos y venía de nuevo
el viento que podía dispararse para cualquier lado y todo empezaba.
Esas noches estuvimos haciendo guardia, cada hora cambiábamos el
turno. Primero no querían dejarme, pero las horas y los días
pasaban y todos los ojos eran necesarios. No hice guardia solo, me acompañó
uno de mis hermanos. Por fin descansamos cuando no quedó ni un solo
tronco encendido. Entonces miramos. No había ni trigo, ni bosque,
ni girasoles. Tampoco había lobos. O habían huido. Una parte
de la casa de la abuela hubo que clausurarla. Los primos con los amigos
se volvieron a sus casas. La abuela estaba triste y asustada. A la pistolera
se le murieron varios animales. Los hijos no gritaban. El pasto y la maleza
alta que antes escondía la casa ya no estaba. Y entonces la vimos.
Se había bajado del caballo y era bajita, casi de mi porte. Recorría
con el machete los pastos quemados. La casa era apenas un rancho con puertas
y ventanas de cartones que se habían quemado. Los cuatro hijos ahora
lloraban. La vimos sentarse en medio de la destrucción. El incendio
había dejado todo a la vista. La cabeza baja, como derrotada. Por
un momento. Luego se subió al caballo, tomó el machete como
si fuera bandera, y al galope por los campos, iba gritando, al diablo carajo,
no va a ser un incendio de mierda el que me voltee, sola como las ratas
he criado estos hijos, no va a ser un incendio de mierda el que destruya
a la pistolera, gritaba al galope endemoniado del caballo, enorme otra
vez, como una sombra que crecía entre las sombras que se habían
salvado, y ninguno de nosotros nos atrevimos a pronunciar ni una sola palabra.
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Otra muestra
de la obra de Mireya Keller:
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