NÉSTOR
E. RODRÍGUEZ
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Poemas
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Cómo
se come una ostra
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La escena
que te atraviesa,
esa mandorla
que recorre
lujuriosa
tu carne
ligeramente
azulada
por las luces
de artificio,
dimensiona
el asomo de una cercanía,
el contorno
que va del acaso a lo posible
y de lo posible
a las vetas de una continuidad.
Lo que se
escapa de ti,
lo que se
desborda en tenue cauce
por el ocre
verdoso de tu curiosidad,
no calla ni
vaticina,
es sólo
un estar ahí, suspendido e ignoto,
asordinando
el fragor de remotas mareas.
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La carcajada
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Adviene con
la levedad
de un gesto
escapado
la brizna
de una memoria,
un segundo
asido
a la material
banalidad
de este momento
en que te
miro
desgarrar
el silencio
con cuatro
palabras furtivas
y una carcajada.
Algo se cuela
por el ojal,
un elemento
conocido
y otra vez
distinto
que fulgura
tornasolando
la máquina
de tu proximidad,
visos, tal
vez,
de lo que
más adentro,
lejos de esta
página desapacible,
nos aguarda
para pertenecer.
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Casa sin
terminar
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Tengo en mis
manos
un diminuto
volumen
titulado Casa
sin terminar.
Me lo obsequió
Ángela San Francisco,
madre del
poeta salmantino
Aníbal
Núñez,
hace exactamente
un lustro.
He reconstruido
los pormenores
de aquella
visita al refugio
del poeta
y los signos
que se fueron
alineando
para que su
vigilia saturnal
diera conmigo.
Poco tuvo
que ver Francisco
y su torrencial
diligencia
por mostrarme
los bardos
de la ciudad.
Mucho menos
Fernando,
quien apalabró
la cita
en el viejo
apartamento
del Paseo
de las Carmelitas.
El encuentro
–entiendo ahora–
se venía
fraguando con sigilo
desde tiempo
antes,
como el licor
de la uva
o el liquen
en la piedra de Villamayor.
Aquello era
una broma del poeta
desde su infierno
acuoso,
un ajado estandarte
señalando
la pírrica victoria
sobre el extravío.
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Izamal,
México
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Lengua rota
la que amarra
los ejes de
esta comarca
y el amarillo
encendido
de sus agrimensuras.
Asimilar la
eclosión
de esa ruta
accidentada
que se interpone
al paisaje
como un espejismo,
invita al
desasosiego.
Y sin embargo
asientes,
regalas de
tu fijeza
el don multiplicado.
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Brown Sugar
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Margaret me
ha invitado a un café,
me ha invitado
al Lettieri,
en la calle
Cumberland,
y no he podido
decirle que no.
Llego con
la Margaret
a este absurdo
pedacito de Italia
en medio de
la ciudad.
La observo
saludar,
entablar conversación
con la dama
risueña
que nos atiende
diligente.
Nos sentamos.
Mi contertulia
aliña su brebaje,
le pone azúcar
negra
como si se
tratara
de una parte
de mirra.
Es una de
sus maneras
de ubicarse
en el mundo.
En La Romana,
cuando cundía el vacío
sobre las
láminas floridas de la despensa,
endulzábamos
el café con esos
mismos cristales
sin refinar,
esos que ahora
desaparecen irremediablemente
en el hondísimo
pozuelo de la Margaret.
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Abandonar
la casa
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Abandonar
la casa,
sus oquedades
íntimas,
sus vacíos
de tiempo
densos y numerosos.
Vuelvo la
mirada
para no perder
la marca
de mi desasimiento
-hoy son otros
los terrores-.
Dejar la casa,
renegar de
su cadencia,
ese páramo
de gestos
aprendidos
y sin embargo
tan insólitos
al amparo
de cada floración.
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