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NISA FORTI GLORI__

La naturaleza de la obediencia
(cuento)
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Nadie se preocupa porque obedezca siguiendo los móviles más bajos, mientras  obedezca... 
Simone Weil
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Corrían años candentes, los ’40. La guerra enfurecía, arrasaba, enfrentaba a los hermanos. Cuando se declaró el armisticio, los soldados, convencidos de que la guerra había terminado, volvían a sus casas, se desparramaban felices por los caminos, los bersaglieri tiraban al aire las plumas de sus sombreros. Nadie los detenía, nadie sabía qué había que hacer. Mussolini, cautivo en el Gran Sasso, no era odiado aún como lo sería mas tarde, cuando con su liberación por orden de Hitler y por desgracia suya  y de Italia toda, fundaría en el norte la República de Saló. ¡Para qué! La guerra continuaba pero los italianos no querían volver al frente. Ya no. Los alemanes ocuparon el territorio y, fusil en mano, ayudados por los fascistas se dedicaron a desanidar a los hombres de sus cuevas. Donde no encontraban hombres, porque ya habían huido a las montañas y desde allí ofrecían resistencia, encerraban a sus mujeres, sus viejos y sus niños en la iglesia del pueblo, párroco incluido, y le prendían fuego. Así fue  Santa Ana. Cuando pillaban a los partisanos o a los sospechosos de serlo, los colgaban en hilera  con  ganchos de carnicería de los postes de alguna avenida. Así fue en Turín. Un soldado alemán, impresionado él mismo por lo que veía, le sacó fotos a una madre suspendida  con todo su peso de los pies de su hijo para que muriera de una vez,  para acabar con su monstruosa agonía.  Pero algunos pocos italianos consideraron que la lealtad los obligaba a seguir luchando al lado de sus ex aliados y actuales ocupantes. Que desistir de una guerra, por absurda y ya perdida que fuese, no era cordura sino traición. Y decidieron que ellos sí seguirían, hasta el final. Además, ¿no estaban acaso dándole los últimos toques, los alemanes, a la anunciada “arma secreta” que pondría fin al conflicto de la noche a la mañana, después de otorgarle una aplastante, irreversible y esplendorosa victoria al Eje? Así razonaron algunos jóvenes llenos de resabios de entusiasmo, que no habían elaborado la imagen del Duce instalada en su alma desde su más tierna edad y seguían viéndolo grande como César Augusto, estratega como Escipión el Africano, decidido como Aníbal y visionario como Napoléon. De manera que unos cuantos  que no tenían siquiera edad para autoabastecerse,  escaparon de sus casas para ofrecerse como voluntarios. Hechas estas premisas, no nos resultará difícil comprender  lo que debía sentir Giovanni en esos momentos de trágicos dilemas. Si le hubiéramos visto una década antes, con los ojos llenos de lágrimas cuando leyó la anécdota del niño pobre que anhelaba ser músico, ¡ y el Duce le había enviado un violín! Ese mismo año, en esa misma aula, la maestra mandó a sus alumnos que se pusieran de pie para repetir el juramento solemne: “ Juro obedecer a las órdenes del Duce y si fuera necesario...bla bla bla...(sé que terminaba)....e incluso con mi sangre”. Giovannino, hinchado el pecho, un poco colorado por la emoción, declamó  junto con todos en voz alta y sonora, sincera.  Ya no eran unos insignificantes niñitos de siete años, alumnos de segundo grado. Eran unos pequeños soldados de Mussolini, unos verdaderos valientes pequeños Hijos de la Loba. Giovanni no fue pues de los que escaparon a los bosques, sino que se enroló en las milicias fascistas. En el pueblo no veían su decisión con buenos ojos, pero nada podían decirle. Además, ¿ de qué hubiera servido? En tiempos de confusiones y de metralla, nadie oye más que su propia voz, y aun ésta le suena insegura y alterada. Por suerte no era frecuente ver aparecer al muchacho con los ojos colorados de cansancio, el fez negro con el pompón y la metralleta a cuestas. Hasta que un día... Había habido una emboscada y todos los rebeldes atacantes habían muerto, salvo dos. Republiquinos, como se los llamaba a los fascistas de la última hora,  y alemanes no se cansaron de darles caza con sus famosos rastrillajes sorpresivos, nocturnos, anunciados por jaurías de perros e iluminaciones cegadoras. Le tocó también al pueblo de Giovanni. Los dos partisanos huyeron como estaban y enfilaron la única puerta que encontraron entornada, como al descuido: la de la iglesia. Pero la Iglesia no es territorio sagrado para los profanadores señores de la guerra. Los fugitivos fueron atrapados con los pies descalzos y los tiradores de los calzones, que no habían tenido tiempo de  abrochar, colgándoles grotéscamente sobre el trasero. Y con ellos, el cura. Bajo las luces artifíciales y crudas, a puros culetazos, con las manos cruzadas sobre la cabeza y los tiradores arrastrándose en el polvo, ante los ojos aterrados de los aldeanos, se los llevaron. Escena por otra parte nada novedosa en un quinto año de tan horrible y farragosa guerra. La orden era: fusilarlos en el acto. Entre los milicianos que cumplían con su deber, estaba Giovanni.
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Quedaba nieve en las cumbres, pero la primavera incipiente se anunciaba tibia y ya las nevadillas producían un efecto de picadura de viruela en la intacta capa que lentamente adelgazaba bajo el sol, cada día más osado. Los oficiales dieron orden de detenerse. “Ustedes, allí - dijo el jefe italiano, bruscamente, señalando el borde de un precipicio. Sin decir ni mu, los dos partisanos, con la camiseta desabrochada en el cuello, se irguieron con toda la dignidad posible y se acomodaron finalmente los tiradores. “Usted también”, le ordenaron al sacerdote que todo el tiempo había estado rezando en voz baja, con las manos cruzadas sobre su sotana. No le habían dado tiempo de tomar el rosario.
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“¡Posición!” – ordenó el jefe. Llegados a este punto su miliciano más leal, tal vez su predilecto, se cuadró y dijo, con los labios blancos que le temblaban: “Por favor no, mi capitán. Don Giuseppe es un santo”. “¿Cómo, santo?” gritó el capitán, sumamente irritado `por la objeción en un momento tan grave que, hay que admitirlo, no debe de resultarle grato ni a la peor de las bestias y, para colmo, delante de un oficial alemán: “ ¿Cómo, santo? ¿No ocultó a estos dos traidores?” Le echó una mirada nerviosa al alemán que permanecía impasible. “Déjese de tonterías, miliciano, y cumpla con su deber. La patria no se salvará si no la limpiamos, y pronto, de todos esos perros rabiosos”.  “Don Giuseppe no es un perro rabioso. Le aseguro que no he conocido a nadie más bueno y caritativo. En el pueblo lo adoran. Es un verdadero soldado de Cristo”. “ ¿Y usted, qué clase de soldado es, miliciano? No me haga perder la paciencia, ¡es una orden!” “No puedo, mi capitán”. El otro, ya con la sangre en el ojo, lo miró como si nunca lo hubiese visto : “ ¿Que no puede ha dicho?” “No, mi capitán. Yo...yo soy un soldado, no un asesino.” “Pero, ¿ se da cuenta de que esto es insubordinación y que en tiempo de guerra, usted puede ser pasado por las armas?” El muchacho seguramente quiso contestar: Sí, mi capitán, pero la voz no le salió de la garganta.
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- ¡Apártese, entonces! - aulló el jefe, preso de violencia suma. - Ya arreglaremos cuentas después.
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El alemán masculló algo y movió su índice enguantado. La cara del oficial italiano se puso exangüe. El cura, como si no oyera lo que se estaba discutiendo, les impartía la absolución a los condenados dibujando una cruz en el aire. Y ahora miraba al joven miliciano, ese chico a quien él había enseñado el catecismo y dado la primera Comunión; a quien había bautizado, lo mismo que a sus hermanos; a cuyos abuelos les había cerrado los ojos; a cuyos padres había casado. Lo miraba casi sonriendo, casi diciéndole desde la dimensión en que ya había penetrado a medias: no todo está perdido, Giovanni, mientras los hombres conserven su conciencia.

- Por favor, capitán, ¡no lo haga! - volvió a suplicar el miliciano. Esta fue la definitiva. “¡Cobarde! Obedece o te fusilo como a un perro!” Giovanni dejó caer el fusil y unas manos lo empujaron sobre el filo del precipicio, de espaldas al sol.
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A las cuatro cruces suele cubrirlas la nieve. Pero cuando se acerca la primavera, y las nevadillas empujan para  salir a la luz, también asoman ellas. Al principio, los paisanos ataron pañuelos rojos a las de los comunistas; le colgaron un rosario a la del cura; y a la de Giovanni le pusieron un fez con pompón negro. Pero luego, con el cambio de las estaciones y con el pasar del tiempo, las flores y las hierbas treparon libremente y ahora las cruces son indistinguibles. Así que cuando van los comunistas a las montañas, para no equivocarse les ponen un pañuelo colorado a las cuatro. Los fascistas se lo ponen negro. Y todos rezan, quien en voz alta, quien secretamente, ante las cuatro cruces, y sobre las cuatro se posan los pájaros de sus montañas para cantar. Si alguno de usted está interesado en ir a verlas, no tiene más que pedirme  el sitio exacto: yo se lo averiguaré. 
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Pero, en realidad, ¿qué importancia tiene? Gracias a Dios debe de haber muchos de esta raza de héroes cuyas cruces ignoramos, en los recodos del mundo. 
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  • Otra muestra de la obra de Nisa Forti Glori:
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