PABLO URBANYI
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El sillón
perfecto
(cuento)
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Tenía problemas en la vida, pero, según
su esposa, no más que otros. El más grave y el que
sobrellevaba desde hace años, era el de su columna
que no había podido solucionar ningún profesional.
Cuando el último especialista a quién había
consultado le dijo: "Mire, no sé que decirle. Para
evitar el dolor adopte la postura que más le
convenga", se lanzó a la búsqueda de un sillón que
le permitiera descansar sin dolor, sin esa puntada
infernal que lo obligaba a ponerse de pie, a
caminar y a dar vueltas sin destino, salvo el de
escapar del dolor. Sólo caminando o en la cama
desaparecían los dolores. Detestaba la postura
horizontal; le recordaba la muerte.
Durante años buscó el sillón perfecto,
el ideal. Cada vez que pasaba frente a una
mueblería, entraba y probaba todos los estilos y
modelos. Con el tiempo, como un experto, aprendió
a reconocerlos a primera vista. Los colores y los
tapizados que envolvían el diseño, el alma del
sillón, ya no le engañaban; pero, estimulado por
la esperanza, los probaba igual. Hablaba con los
vendedores; era capaz de hablar horas sobre el
tema, hasta que el vendedor bostezaba o aparecía
otro cliente. Con una ligera sensación de ser
desplazado, se iba.
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Impulsado por el dolor y la necesidad,
derribó sus vallas de hombre civilizado y amplió
el territorio de sus caminatas por la parte vieja
de la ciudad, barrios bajos y oscuros. Bares de
mala muerte con marginados y prostitutas. Negocios
de compra venta de muebles usados. Quién sabe, por
casualidad o por el milagro del azar, allí, entre
trastos viejos, tal vez encontrara el sillón que
buscaba cada vez con mayor desesperación. Sí, ¿por
qué no?, sobre todo si ese sillón habría
pertenecido a algún ex príncipe de un país exótico
que lo vendió por necesidad o a un millonario que
renovó sus muebles. Hubo una sola condición; como
él, tanto el príncipe o el millonario,
tendrían que haber sufrido del mismo problema en
la columna.
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Buscó, buscó durante años pero en vano.
Apenas se sentaba en cualquier sillón, el dolor,
una puntada aguda, aparecía cada vez más
violentamente. "Pero naturalmente, estás
envejeciendo", le contestaba su esposa cuando
tocaba el tema o se quejaba. Sus hijos, ya
universitarios, jóvenes ocupados consigo mismos y
con las novedades del mundo, repetían la frase de
su mujer y agregaban: "Basta papá, estamos hartos
de tu problema y de tu sillón".
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Y salía a la calle. Como un pasatiempo
favorito, deambulaba más y más y llegaba a casa
cada vez más tarde. Descuidaba sus tareas
habituales pero no le importaba. Miembro de la
burocracia, no progresaba, pero nadie recriminaba
su ausencia. A la pregunta "¿Dónde estará?", se
respondía "Y, estará dando vueltas por ahí". La
administración se limitó a pagarle un trabajo a
tiempo parcial.
Su esposa, ante la falta de dinero y la
seguridad en el futuro, después de decir: "Sólo
piensas en tu sillón", tomó la determinación de
conseguir un trabajo. Gracias a un amigo generoso,
lo encontró. Como manejado también le dolía la
columna, no tuvo inconvenientes en dejarle el auto
a ella. Un día, mientras caminaba por una calle
cualquiera, la vio pasar llevando al amigo. Esa
noche, frente a un vaso de whisky, a la pregunta
que formuló, ella, también con un vaso en la mano,
respondió: "Es un amigo a quien aprecio. Me ayudó
muchísimo. ¿Por qué no lo voy a llevar? Si te
molesta, te pago tu parte del coche".
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Puntada de dolor en la espalda y un nudo
horrible en el estómago. ¿Iría a la cama? No. Por
primera vez en su vida, y sin que su esposa le
preguntara nada, tan siquiera por simple
curiosidad, salió a la calle ya entrada la noche.
Sabía a dónde ir.
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Ya lo conocían de vista. Lo recibieron
como a uno de la familia. Ocurrió con naturalidad.
Se convirtió en cliente y amigo, lo escucharon,
conocieron y entendieron su problema. Y aunque no
iba con una cada día, sino cada quince días, las
visitaba regularmente y charlaba con ellas en la
calle o en el bar que frecuentaban. Lo llamaron
"El hombre del sillón". Cuando le preguntaban por
su salud, o el sillón, respondía: "Bien, gracias.
Sin nudos en el estómago, sin embargo, todavía con
el dolor en la columna. Pero tengo la certeza de
encontrarlo muy pronto".
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Invierno, la nieve que cae y cruje bajo
los pies; bar cálido en donde se refugian las
prostitutas. Primavera, días tibios, la nieve que
se derrite, chapoteo con las galochas. Verano,
libertad de los pasos que lo llevan a cualquier
parte a cualquier hora. Otoño, los primeros
vientos fríos que arrastran las hojas muertas.
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Pero con mayor claridad que las
estaciones, que al fin y al cabo se repetían desde
hace milenios, el paso del tiempo lo marcaba la
transformación del barrio viejo de la ciudad, su
lugar favorito. Con los años, los puestos al aire
libre, los bares y los hoteluchos, su bar
favorito, los borrachos habitués a quienes ya
saludaba, fueron desapareciendo. Las prostitutas
se corrían cada año, una calle para atrás, "Hasta
que nos caigamos al río", comentaban.
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Una ola de nostalgia y de antigüedad
invadió al barrio viejo. Una estafa al tiempo. Se
abrieron nuevos bares, restaurantes, negocios de
modas, que con sus decorados pretendían insinuar
más autenticidad que la del barrio mismo. Era un
juego, una parodia, y en ese juego y parodia, no
pudieron faltar los negocios de antigüedades,
elegantes y pulcros, con venta de muebles,
chucherías exóticas, todos garantizados y
certificados. Su sensación de encontrar el sillón
por casualidad o el milagro del azar, se debilitó.
Pero hombre civilizado al fin, ante la seriedad
comercial de los locales nuevos, su certeza de no
ser engañado ni estafado, aumentó.
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Por una u otra razón, tampoco encontró
el sillón. Y si por casualidad, previo pago de una
seña, se lo pudieran conseguir, costaría una
fortuna. Ahora, ya jubilado, no podría pagarlo.
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Observando desde detrás de sus anteojos,
de vidrios cada vez más gruesos, cada vez más
distante, más separado del mundo, siguió
deambulando.
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Un día, un anochecer, ¿otoño o
primavera?, en que la niebla ahondaba el
crepúsculo, la iluminación nueva al estilo viejo
de una cortada que ya conocía, le llamó la
atención; la habían ampliado y transformado en una
placita. Pisó los ladrillos que habían reemplazado
el asfalto y a tropezones eludió las mesas y
sillas de hierro de la terraza de un bar ya
cerrado. Continuó bordeando la línea de faroles de
luz amarillenta, paralelo a los bloques de los
edificios que rodeaban la placita. Detrás de la
línea de faroles habían abierto diversos negocios,
todos cerrados. En una de las paredes de los
bloques, surgiendo de la niebla como un cuadro,
habían colgado una inmensa puerta de dos hojas,
sus remaches y planchas de hierro forjado hablaban
de historia. Debajo, un cartel que leyó con mucha
dificultad: "La primera puerta de entrada y salida
de la ciudad". Absurdo, pensó, las puertas son
para entrar y salir, ¿para qué aclarar? "No
todas", le replicó una voz. ¿La suya?
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Algunos pasos más y se encontró frente a
un ventanal de un escaparate. Nunca lo había visto
antes; a través del ventanal, contempló el
interior del negocio: cuadros, estufas, mesas,
mesitas, sillas, espejos, lámparas, estatuas.
Descubrió algunos sillones, dos o tres, de un
estilo que no conocía. Siguió mirando: detrás del
mostrador, acodado, dormitaba un viejo de barba y
pelo blanco; el dueño o el vendedor.
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Una intuición, una certeza, lo invadió.
Dos pasos y probó la puerta: estaba abierta. Un
escalón; uno detrás de otro, con agilidad
asombrosa, sacó los pies de la niebla y
empujándola, penetró. Recordando lo que había
leído debajo de la antigua de la ciudad y la
voz, por las dudas, dejó la puerta abierta; la
niebla, pesada, reptó detrás de él.
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Se acercó al anciano que al oír sus
pasos abrió los ojos, bajó la mano, se enderezó, y
con una sonrisa y una voz profunda, le preguntó:
"¿En qué puedo ayudarlo?"
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Como siempre, desde hacía años, frente a
quien estuviera dispuesto a escucharlo, planteó su
problema. El anciano, acariciándose la barba, lo
escuchaba atentamente; su sonrisa aparecía y
desaparecía entre las arrugas de su cara y de vez
en cuando asentía comprensivo con la cabeza. Habló
y habló. La niebla penetraba y él seguía hablando.
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Después de terminar de hablar, el
anciano, considerando la gravedad del problema, se
puso serio, y mientras buscaba algo en los
bolsillos de su chaleco, lo miró varias veces, de
arriba hacia abajo, observó los sillones, y
finalmente, sonriendo con una bondad infinita que
le tonificó el corazón, le dijo con voz suave:
"Para usted, aquel sillón". Y lo señaló con su
índice huesudo.
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Nunca había visto el estilo. Parecía
acogedor, quizás un poco severo y rígido por el
respaldo largo pero podría ser el que buscaba. Se
acercó con alegría, giró y, con el ademán grave de
un hombre que va a meditar sobre algo importante,
se sacó los anteojos y con la duda de siempre,
había probado tantos, se sentó. Reclinó la cabeza
y cerró los ojos.
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Esperó; el dolor no aparecía. Sintió un
cosquilleo en los pies, un ligero tironeo. Nada
serio, más bien un alivio, un bienestar en los
pies cansados de tanto caminar y buscar. El
cosquilleo, el bienestar siguieron subiendo.
Cosquilleo en las rodillas. Sofrenó la tentación
de reírse y se conformó con sonreír y contemplarse
caminando aliviado, sin problemas, por las calles,
en primavera, en verano, pisando las hojas muertas
en otoño, un viento frío, helado, invierno, un
escalofrío, pero no, bien abrigado, protegido, un
niño, él, que allá lejos, bajaba por la cuesta en
un trineo y se alejaba, griterío de otros niños,
¿o eran sus hijos?, se elevaba y se hundía,
acunado por la paz, la quietud.
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Por fin, ya sabría qué contestar cuando
se encontrara con alguna de las prostitutas que
habían ido envejeciendo con él y ahora rondaban
por las calles a la pesca de adolescentes tímidos
para iniciarlos. A la pregunta: "¿Y, abuelo,
encontraste tu sillón?". Contestaría: "Sí, lo
encontré".
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Bienestar y paz; cosquilleo y calor en
las caderas, en el pecho que, después de un
profundo suspiro, se le hundió, siguió hacia
arriba, el cuello, la cabeza apoyada en el
respaldo, los ojos abiertos, brillantes, húmedos
de niebla. __
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