REYNA
CARRANZA
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Las dueñas de
la vida (cuento)
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No fue fácil
reconocerlas. En medio de ráfagas y brillos repentinos, diosas y
brujas desplegaban los mismos modales y usaban igual vestimenta; salvo
las sirenas, que caminan distinto, porque aún esconden bajo sus
faldas las largas colas con escamas. Ocurre lo mismo con las que fueron
pájaros, vuelan todavía.
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Llegaron de
lugares muy remotos, con un cuaderno bajo el brazo atiborrado de frases
y cálculos extraños; fórmulas mágicas para
conservar la inocencia, prolongar la vida o vencer la enfermedad y el miedo.
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En la ciudad
junto al río había comenzado a llover, y el enjambre entró
corriendo al templo. Reían en diferentes idiomas, se entendían
entre ellas. Con dificultad, la estudiante embarazada trepó los
escalones y se colocó en la fila. La última en registrarse
fue la Sombra.
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Previo al
inicio de la ceremonia, cambiaron sus ropas por leves túnicas blancas.
Después del aplauso, la sacerdotisa mayor les dio la bienvenida,
y con un breve discurso dejó oficialmente inaugurado el Millonésimo
Encuentro Anual de Hechiceras. Luego, invitó a subir al estrado
a la primera oradora.
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Afuera llovía
torrencialmente y las aguas comenzaron a inundar la ciudad. En el templo,
la platea desbordaba de asombrosas criaturas: musas, ninfas, brujas, hetairas,
guerreras, reencarnando en hembras desde el alba de los siglos, juntas
otra vez, dispuestas a repetir el antiguo rito.
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-¿Cree
acaso alguna de ustedes que hemos llegado? -preguntó de improviso
la oradora, y ante el silencio general, agregó-. Son pocas las manos
que se agitan sobre la superficie oscura. Sin embargo, conservo la esperanza.
Mis fieles ocupan cada rincón de la tierra y, mientras tanto, acaricio
el doble filo de mis uñas.
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Por las calles,
la tormenta desatada arrastraba troncos, perros, golondrinas. Las alcantarillas
escupían barro, atascadas de basura y plásticos.
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-No nos engañemos
-dijo a su turno la bruja-. Nada ha cambiado, o el cambio es tan imperceptible
que el dolor parece seguir siendo el mismo.
La Sombra
se deslizó y ocupó su sitio. Nadie advirtió su presencia.
En los silencios, y por encima de los truenos, se podía oír
el jadeo de la estudiante embarazada. Desde un rincón, la Sombra
observaba el efluvio vaporoso, casi transparente, que se desprendía
del cuerpo de las diosas, signo de gracia y talento. Observaba también
los otros rostros, en los que el maquillaje poco había podido hacer
para ocultar tanto rencor y miseria; escuchó atentamente lo que
cada una decía: palabras como dagas, verdades en fina métrica,
y la admirable prosa de las que inventan historias.
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Ellas se medían,
se confrontaban, y hubo quienes pretendieron falsear la esencia. Fue cuando
interrumpió la escritora.
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-Volverán
los tiempos inquietantes de Fahrenheit 45l –exclamó-. Y lo peor
es que ahora el papel arde a menor temperatura. Ya no harán falta
los lanzallamas -y acabó en un suspiro-. Soy vieja ahora, ¿quién
tendrá la generosidad de aprender de memoria mis novelas, para que
no mueran?
Prestó
atención la Sombra. Los párpados le cayeron sobre las vítreas
pupilas, y un trueno descomunal sacudió el templo. Fue cuando la
guerrera dejó oír su voz.
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-El progreso
está plagado de trampas –dijo-. Debemos ser cautelosas.
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Por unos segundos,
las distrajo el desborde del río. En las calles, la gente luchaba
denodadamente contra el agua, apilando bolsas de arena en las esquinas.
Las ninfas creyeron percibir la oscilación de las columnas.
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Debido al
carácter del Encuentro no se permitió que se pronunciaran
palabras como consumo, mercado, atropello; menos aún palabras como
invasión o despojo. Sin embargo, éstas fueron apareciendo
en cada discurso, pero ellas se las ingeniaron para que sonaran como impregnadas
de música.
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¿Cuánto
tiempo durará nuestra lucha?, preguntó la más joven.
De principio a fin, la vida entera, respondió la anciana. Ellas
todavía cultivaban la idea de que el universo entero se concentra
en un ovario que palpita. No obstante, reconocieron que la ciencia apostaba
cada vez más alto en su carrera por imitar a la vida.
Yo perdí
a mi hijo. A mí me lo llevó la guerra, dijo otra. Al mío
lo arrolló un conductor borracho. Yo lo perdí por culpa de
la droga.
De pronto,
la embarazada emitió un par de quejidos y con ambas manos se sostuvo
el vientre. Todas se volvieron para mirarla, pero, como una leona, se interpuso
la dueña de la rabia.
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-No se lamenten
–exigió-. ¡No lloren!, no hemos llegado desde el confín
de los tiempos a este día, para que la respuesta sea un gimoteo
débil de hembras resignadas. Nuestra consigna es no abandonar jamás
la pelea.
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El coro subrayó:
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-Los tiempos
siempre fueron difíciles.
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Tímida,
se oyó una voz:
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-¿Es
que no vamos a hablar del amor?
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El coro respondió:
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-Desde aquellas
primeras tablas de arcilla, todo lo que hemos escrito es sobre el amor.
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Imperceptible,
el ademán cuidadoso, la Sombra cambió de postura. Por momentos,
el retumbar de la tormenta no dejaba oír las voces, y ellas hablaban
del hogar y las tareas domésticas, y muchas se atrevieron a confesar,
entre mohines, que eran felices empuñando escobas, preparando sopas
o tendiendo camas, que lo triste era no tener por quién hacerlo.
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En ese instante
la embarazada gritó y volvió a gritar. Ya nace, alcanzó
a decir, ¡ayúdenme...! Hubo un revuelo de muselinas, y cuando
las más viejas se disponían para ayudar en el parto -arremangándose,
atándose los pelos- la estampida del río pegó contra
los cristales hasta destrozarlos, volteó puertas, y comenzó
a trepar las escaleras del templo.
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-¡No
se asusten! –gritó la sacerdotisa mayor-. Hemos vencido peores peligros.
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Rápidamente
se restableció la calma e hicieron un círculo en torno a
la estudiante tendida sobre una mesa; rasgaron sus túnicas para
abrigarla, y aparecieron caricias y frases de alivio. Afuera, la gente
trataba desesperadamente de salvar la vida; los autos pasaban flotando;
familias enteras ganaban los techos, y el templo ya era una enorme barca
a merced del río. Aleteando, una decena de palomas ayudaban a pujar
a la parturienta.
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Aprovechó,
resuelta, la que aún no había hablado. Se ubicó en
el centro y levantó un libro.
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-Hemos escrito
–dijo-, y mucho. Hemos agotado la tinta para volcar nuestra sabiduría
en montañas de papeles; hemos participado de las largas marchas
y dejado estampadas nuestras manos en la piedra; hemos pintado ciervos
y bisontes en las cuevas de Altamira. Siglo tras siglo hemos construido
imperios sobre los escombros de la mentira y la traición. Hemos
amado también. No es necesario agregar una sola letra más,
sabemos quién es el enemigo. Ha llegado la hora de imponer justicia.
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Un gemido
les partió las entrañas.
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-¡Ya
viene, ya viene!
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Y ahí
estaban, brujas y portentos, falsas heroínas, mujeres con bolígrafo
encargadas de escribir la memoria de los pueblos. Entonces, el río
batió los últimos obstáculos, entró con violencia,
y ellas, empapadas, sin importarles el peligro, ayudaron a que ese vientre
terminara de expulsar al hijo. Ya le veo la cabeza, gritó la comadrona,
¡aquí está!, y el diminuto corazón tembloroso
fue saliendo blandamente. Pero en el exacto momento en que la mujer se
aprestaba a recibirlo, rápido, inesperado, un remolino se lo arrebató
de las manos. Primero fue una exclamación de estupor, luego, aullando
como lobas se lanzaron al agua para rescatar al pequeño. Brazos,
alas, una turba de mujeres enloquecidas luchó por recuperar lo que
el río les robaba, y cuando la tromba ya estaba a punto de hundirlo
en el cauce tumultuoso, lo engancharon por las piernas y apretándolo
contra sus pechos remontaron las aguas.
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Por fin, cesó
lluvia, y ellas retomaron su tarea. Ningún misterio les fue ajeno.
El niño mamaba tranquilo. Conforme, la sacerdotisa mayor dio por
concluido el Encuentro. Algunas lloraron, otras firmaban autógrafos.
Subrepticia, la Sombra se escurría entre besos y abrazos. La guerrera
reparó en ese ojo largo y marchito, pero lo dejó pasar: había
mujeres exóticas, de sitios muy lejanos.
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Satisfechas,
se quitaron las túnicas, y tanto diosas como brujas retomaron su
cotidiana fisonomía. Los camareros dispusieron mesas y fuentes con
manjares. Ninfas y hetairas invitaron a brindar por el amor, y hubo burbujas
de luz al chocar el cristal de las copas. Al irrumpir la música,
se arremolinaron felices en la pista, y la Sombra bailó con ellas.
Estaban tan contentas que no hicieron caso de los pocos hombres que las
observaban.
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Con todas
bailó la Sombra, y a todas les preguntó: ¿Cuál
es el secreto?
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-No hay secreto,
simplemente somos -le respondían.
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-¿Y
la gratificación, cuál es? -insistió.
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-La vida.
Ese niño.
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Es demasiado,
pensó la Sombra, y fiel a su genio, sin dolor, las fue matando una
a una. No hubo gritos ni sangre. Los pocos hombres no las defendieron.
Confundidos, tampoco supieron dar explicaciones a la prensa. Quizá
se las llevó el agua, balbuceó uno. Yo las vi remontar vuelo,
dijo otro.
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-Tarea inútil
-se lamentó la Sombra-. No sé para qué me tomo el
trabajo de eliminarlas –y, alejándose, con el niño en brazos,
agregó-. Diosas y brujas siempre renacen, el útero es el
único prisma capaz de proyectar latidos sobre el mosaico del mundo.
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