Nunca
pudieron averiguar los habitantes de aquel pueblecito marinero el destino
final de Pedro Amalio Ramírez, aquel chaval espigado y tranquilo,
hijo de los Colino, que desapareció una mañana sin dejar
ni una huella.
Pedrín,
como le llamaban cariñosamente, solía salir a pescar nada
más despuntar la madrugada, cuando el buen tiempo lo permitía.
Y tenía por costumbre invitar a sus mejores amigos a esta faena,
para él casi sagrada. No era tan sólo la pesca de aquellos
dos o tres pececillos indefensos lo que de verdad le colmaba de paz y alegría;
amaba ese raudal que despertaba sus pupilas al conjuro de una extraña
llamada.
En medio de
aquel trance, respiraba ese aire fresco, lleno de yodo, que parecía
de cristal al expandir sus violines. Pues, creía escuchar una música
misteriosa cuando sentía dentro de su pecho esa armonía tan
dulce que le arrastraba sin querer a lugares desconocidos. Y se inclinaba
reverente ante aquella linea horizontal donde las aguas, a esas horas,
se teñían de varios colores hasta volverse totalmente azules.
Después,
aquel sol anaranjado , casi fuego, le producía tanta emoción
que no podía evitar esas lágrimas indiscretas que surcaban
sus mejillas como un río de oro.
Entonces le
gustaba apartarse del resto de sus amigos. Mientras ellos se reunían
hasta casi rozarse las cañas, él se iba hacia la otra punta
del rompeolas para estar más tranquilo y explayarse a solas encima
de una roca.
Qué
soledad poblada de tactos y qué ecos escondían los huecos
de aquel lugar solitario. Mar y cielo conjugaban su origen en el movimiento
acorde de las olas, como queriendo encontrarse en cada cresta de espuma.
Pedrín se sentía tan integrado en el mágico esplendor
de aquellas imágenes que apenas percibía su peso. La levedad
se apoderaba de su cuerpecillo menudo y ni siquiera notaba los ojos. Creía
soñar cuando las gaviotas le hacían señas con giros
caprichosos antes de adentrarse en esa inmensidad que tanto le atraía.
En esos momentos
añoraba una gorra de lobo de mar y un barco de velas anchas y majestuosas,
para navegar hacia el infinito y romper esa horizontal tan enigmática.
Mas, su intuición le decía que era mejor ser gaviota.
Qué
ganas tenía Pedrín de contemplar cara a cara las sirenas.
Sí, esos seres míticos -mitad mujer, mitad escamas- que aparecían
en los cuentos y debían vivir allende las fronteras, aunque su padre
dijese que eran leyendas antiguas de algún marinero visionario.
Sabía él que cuando los niños se hacían mayores
apenas soñaban. Se lo había dicho el abuelo Bernardo poco
antes de morir y estaba seguro que era verdad.
Por eso, le
entraba una gran tristeza al pensar que un día ya no tendría
espacios para pescar o estrechar con amor ese aire musical en sus pulmones.
El tiempo eternizaba la belleza, mas no podía detenerla en el transcurso
de unos años.
Qué
lástima dejar de ser niño y tener que acoplarse a un ritmo
de vida más duro. Porque, los ojos de las personas mayores apenas
brillaban -algunos eran tan opacos como piedras- y debía de ser
porque ya no soñaban o la edad consumía sin piedad el fuego
del corazón.
Pero a él
no le sucedería lo mismo. No, no estaba dispuesto a perden sus mariposas
de ensueño ni la amistad de esa amada gaviota que un día
vino volando hacia él y, como si estuviera enferma y buscase refugio,
se posó en sus pies sin hacer un solo ruido.
Pensó
Pedrín que, a lo mejor, se había deslumbrado con aquella
vorágine de colores, que desplegaba excesivamente sus astros. Mas,
su asombro fue aumentando cuando vio que regresaba a la misma hora todas
las mañanas y seguía posándose a su lado confiada.
La amistad
creció entre ellos como los juncos a la orilla del río. Pedrín
le llevaba cada día una sorpresa. Unas veces eran unas migas de
bizcocho mojadas en aguardiente. Otras, esos granos de color rubí
que dan las granadas cuando están muy maduras y el sol las hace
más transparentes.
De ahí
que la gaviota terminara acurrucándose en sus brazos, mientras él
acariciaba con ternura sus alas e iniciaba un lúcido monólogo.
Sí, algo así como una confesión a mar abierto. Era
hermoso descubrir sin temor todas sus gacelas acuáticas y compartir
con alguien sus más íntimos anhelos. En casa nadie le comprendía
ni estaban dispuestos a seguirle en su vuelo marinero. Los hogares -igual
que las persona- cobijan los sueños de todos sus moradores, pero
en raras ocasiones conseguían escucharlos en voz alta.
Sin embargo,
con su amiga podía perderse mar adentro, sobre el arco emocional
de sus deseos. Con ella -ebrio de luz- ascendía o bajaba sin que
nadie se percatase de tan intrépido vuelo.
De pronto se
le ocurrió a Pedrín que debería bautizar a la gaviota,
como bautizaba el padre Feliciano a los recién nacidos en aquella
pila llena de agua. Sí, dada la plenitud de su conversación,
tenía que ponerle un nombre, pues la palabra, igual que el gorjeo
de los pájaros, abría manantiales de ternura y estrechaba
los lazos del amor. Pero, qué difícil elegir un nombre tan
añil como el índigo que llameaba en sus espejos o en el vasto
imperio de su mirada.
Primero barajó
todos los iris que trascendía en su monólogo. Y, luego, -a
ras de tierra- contemplaba interrogante a su gaviota, como queriendo averiguar
sus deseos. Pues, cuando el sentimiento es grande, resulta difícil
hallar la palabra: Alejandra, Rosita, Sacramento, se le quedaban cortos
en su boca a la hora de dar el sí ante el océano. Necesitaba
un nombre mucho más cálido.
Una mañana,
en su clase, le vino el nombre de sopetón al tropezar con un verso
de Quevedo. Había regresado de pescar con sus amigos y tenía
los labios llenos de sal y el corazón rebosante de alegría.
De repente, encontró aquel libro en su pupitre sin saber cómo.
Y, nada más abrirlo, la dulzura de ese nombre tan bello rompió
todas sus dudas. ¿De qué mar cristalino sacaría el
poeta aquella “Lisi” constelada de estrellas?
Pero aquel
libro aún le intrigaba. Era como si lo hubiesen puesto a su lado
para que lo viese. Y como no creía en la casualidad, su mente infantil
se iba tan lejos que no quería volver otra vez a la Tierra. Qué
extraño ese universo de fantásticos sueños, donde
el hombre podía rozar lo improbable desde su pequeñez de
hormiga.
Pedrín
entró en casa emocionado. Qué color violeta destilaban las
uvas del patio. Aquellos parrales tenían diez años. Su padre
los plantó nada más nacer él y ahora traslucían
su cuidado.
De repente
se le ocurrió una idea al ver la tapia llena de jazmines: haría
una corona muy pequeña con ellos y se la pondría a Lisi antes
de bautizarla. Seguro que sería más feliz y cantaría
mucho más agudo, porque las flores llevaban también un mensaje
de entrega en cada pétalo. No sabía la razón, pero
al imaginar a Lisi como una novia, una brisa muy extraña le rozó
suavemente. Los deseos flotaban en el aire con dulces cadencias y todo
era posible. Por eso, aquella tarde transcurrió muy ligera, mientras
seguía hilando en sus oídos cada gota de espacio.
Aquel día
amaneció ligeramente fresco. Pedrín llevaba con mucho cuidado
aquella coronita de jazmines. No le importaba la pesca, pero iría
con sus amigos al puerto. luego, saldría al encuentro de Lisi.
El mar estaba
enfurecido. Las olas mordían la costa cuando Pedrín, lleno
de gozo, vislumbró a su gaviota encima de una roca. Un vértigo
muy raro le sacudió como un calambre, mientras seguía acercándose
más y más a Lisi, ¿qué haría ella al
oír en voz alta su nombre...?
Hoy todavía
el mar guarda ese misterio. Pedrín se marchó sin dejar ni
una señal. El pueblo entero salió a buscarle, aunque jamás
el mar dio una respuesta. Mas, a partir de entonces -sobre aquella roca-
un haz de luz partía hacia el cielo y podía escucharse el
roce de unas alas.
Otras muestras
de la obra de Soledad Cavero Rivas: