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    CAMILA REIMERS
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    Ana
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    El Cachupín me lamía las manos, suavecito, sin morderme mientras rodábamos por el suelo de la cocina.
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    –Deja a ese perro tranquilo niña y ven a ayudarme con las tortillas– dijo mamá como de costumbre. Ignorándola, yo continué jugando sobre las frías baldosas que me ayudaban a olvidar el calor del mediodía, los sábados no tenía que ir al colegio, me podía levantar más tarde y hacer lo que me diera la gana.
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    A lo lejos se sentía el romper de las olas en las rocas y las gaviotas revoloteando en busca de peces de colores. Esa misma tarde iría a bañarme y me dejaría arrastrar por el agua salada, flotando con los ojos cerrados, dejando al sol meterse por todos los rinconcitos de mi cuerpo.
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    Sentí venir un auto, lo que me sorprendió porque los únicos vehículos que llegaban a nuestra casa, eran la moto del vecino y el camión de la basura que venía cada dos semanas, pero éste era el ruido de un motor desconocido y mamá levantó la cabeza asustada.  No alcanzamos a hacer nada, en enseguida los golpes en la puerta interrumpieron la rutina del fin de semana –quédate ahí– me ordenó Ma mientras dejaba las tortillas sobre el mesón.
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    Quise correr hacia ella pero no alcancé a dar ni un paso porque empujaron la puerta de una patada y entraron a la casa apuntándonos con pistolas.
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    –¿Dónde está ese hijo e’ puta?–  gritó uno de los milicos. 
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    Ma dejó de amasar, se limpió las manos en el delantal y miró disimuladamente la puerta que daba al jardín, luego clavó sus desafiantes ojos negros en el intruso, sin decir palabra, con la esperanza que el ruido hubiera alertado a mi padre, dándole tiempo de escapar.
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    Yo hice todo lo contrario, mis ojos se negaron a enfrentar la violencia verde oliva de esos uniformes y busqué desesperada la oscura figura de papá dormitando en el sillón del patio.
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    El milico siguió a mi madre volviendo a insistir: –¿Dónde está Juan?
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    Levantándose de la silla de mimbre que crujió a pesar de su cuerpo liviano, Pa entró a la casa diciendo –aquí estoy, ahora, dejen a las mujeres tranquilas.
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    De una trompada el milico lanzó a papá al suelo, boca abajo con piernas y brazos abiertos para revisarlo y asegurarse de que no llevaba pistola. Luego lo hicieron levantarse y a empellones lo empujaron a la calle, donde había una camioneta con el motor andando. 
    Antes de salir, el hombre con el uniforme que olía a manteca rancia, le dijo a mi mamá: 
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    –Míralo bien porque es la última vez que lo vai a ver.
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    –¿Adónde lo llevan? Pregunté.
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    –A la Corte –contestó mi mamá, sin dar más explicaciones.
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    Dos semanas después, nos subíamos al avión que iba a Canadá. Yo lo único que sabía de ese país era que estaba lejos y los canadienses vivían en casas de hielo, unas casas bien chiquititas. También había visto fotografías con perros arrastrando un trineo, así es que por esa parte me podía sentir tranquila pues podría reemplazar al Cachupín que se había tenido que quedar con el vecino.
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    Ma sabía menos que yo de Canadá porque nunca había ido a la escuela y no podía leer. Llegamos en enero y desde el avión se veía todo blanco, mis ojos pestañaban buscando el verde de los árboles que habíamos dejado atrás, pero no pude encontrarlos. 
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    Cuando llegamos al aeropuerto, nos esperaba Peter, un señor alto, de pelo rubio, muy simpático.
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    –¿Cómo ser viaje?– preguntó el gringo.
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    A mí me gustó el señor Peter, porque aunque no hablaba muy claro, al menos podía hacer preguntas y explicarnos que nos llevaba a los edificios donde vivían los refugiados políticos que venían de todos los países con milicos.
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    Esa fue mi primera desilusión, yo esperaba vivir en una casa de hielo brillante y terminé en un departamento en el tercer piso. La segunda desilusión es que no había perros tirando un trineo sino buses y autos. Nieve sí había y frío también.
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    Las clases de inglés empezaron al día siguiente, en una escuela que se encontraba en el sótano del edificio. Lo primero que debimos hacer fue presentarnos y decir de dónde éramos.
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    “Hi my name is Nawal” dijo Nawal que usaba un pañuelo en la cabeza y venía de Irak. Aunque no entendí ni jota, inmediatamente supe que ella sería mi mejor amiga.
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    “My name is Mai, I’m from Cambodia.”
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    –¿Cambo... qué?
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    –Yo soy Jorge y hablo español. El inglés es re fácil, no se preocupen que las voy a ayudar.
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    Desde ese momento, Jorge se la llevaba todo el día habla que habla con mi mamá que seguía llorando sin parar y no aprendía inglés porque la conversa era en castellano.
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    Con Nawal lo que no entendíamos con palabras lo comunicábamos con señas y ella me prestó uno de sus pañuelos para que yo cubriera mi cabeza. Al principio pensé que era una costumbre canadiense y no me sacaba el pañuelo ni para dormir, pero poco a poco me fui dando cuenta de que la gente en la calle no llevaba pañuelos y comprendí que probablemente era una costumbre de la familia de mi amiga sin embargo lo seguí usando igual. 
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    Nawal había llegado tres meses antes que yo y sabía absolutamente todo acerca de Canadá, ella me explicó que ser refugiada política significaba que no podíamos volver a ver a los abuelos. Además yo estaba empezando a darme cuenta que ser refugiada también significaba ir a un colegio donde nadie me conocía y los otros niños no sabían hablar español, significaba olvidarme de los mangos maduros que recogía de las matas frente a mi casa y no volver a ver el verde de los árboles que se perdían al empezar el turquesa del océano. Mar salado y tibio aún impregnado en la piel y en el olfato.
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    Mi vida se empezó a esfumar como los copos de nieve que se deshacían en mi lengua cuando yo los quería atrapar con mi boca, fue cayendo al suelo en pedacitos, convirtiéndose en nada. Cuando mamá me llamaba por mi nombre, yo no respondía, porque Ana ya no existía.
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    –Niña, insolente, te estoy llamando– insistía, pero yo continuaba en silencio.
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    Mamá también empezó a cambiar, ahora estaba aprendiendo a leer, usaba faldas cortas y se había cortado su pelo negro que le llegaba a la cintura, a la altura de los hombros, ya no se hacía  las trenzas que a mi tanto me gustaban y que yo seguía formando con mi pelo. Pero lo peor de todo era que ya no lloraba y nunca mencionaba a papá. Yo por mi parte no lograba dejar de pensar en él, aunque no podía compartir mi angustia con nadie, ni siquiera con Nawal. Por algún motivo sentía que el contar su historia era como traicionarlo.
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    Los días que no teníamos clases de inglés, Ma me llevaba a las tiendas para mirar todas las cosas que no podíamos comprar pero deseábamos tener. Antes para mi la felicidad era bañarme en el mar sin tener idea que existían tantos objetos en este mundo, porque claro uno no puede caminar por la ciudad a pie pelado pues en el invierno se nos congelan los dedos y en el verano se nos queman, pero el problema empezaba cuando tenía que elegir entre veinte colores y formas diferentes, yo los quería todos, así como las bolsas, vestidos, aparatos de televisión y discos compactos. Cuando íbamos al ‘Mall’ nos echábamos todo tipo de perfumes, nos poníamos en línea para que nos maquillaran y admirábamos a las personas cargadas de bolsas llenas de ropa y de un cuanto hay.
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    Fue así como pasó lo de las sandalias. Estaban en la vitrina, nuevitas, brillantes y mi mami insistía que los tacos altos le hacían ver las piernas bonitas. Entramos a la zapatería, se las probó y mientras el dependiente atendía a otra señora, mi mamá metió los zapatos en mi bolsa. Yo aproveché para meter una cartera y un pañuelo de cabeza para Nawal.
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    Hoy yo también estoy en la Corte. Sé que nunca voy a regresar a casa porque cuando a mi papá lo llevaron a la Corte se quedó Allí para siempre. Yo tenía una idea diferente de este lugar, me lo imaginaba oscuro con celdas donde te metían y nunca más volvías a salir. Pero es un edificio lleno de luz y de gente corriendo de un lado para otro.
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    “¿What’s your name?” me preguntaron.  Abrí la boca para responder pero sentí como si tuviera una rana apretada en la garganta porque no me salió palabra. Mi aliento olía a manteca rancia, igualito que el uniforme del hombre que se había llevado a mi papá y de puro miedo me empezaron a temblar las piernas que yo apretaba para no mojarme y dejar la poza en la sala frente a todas esas personas desconocidas. 
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    “She doesn’t speak English” dijo un tipo serio vestido de terno oscuro y corbata. 
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    “Call the interpreter”, gritó otro tipo, también serio y de corbata.
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    Esperé unos minutos hasta que alguien se acercó.
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    –¿Ana?– dijo una mujer bajita, de ojos azules y pelo zanahoria, mirándome de frente con una dulzura que mi alma había olvidado. Esa mirada logró tranquilizarme lo suficiente para responder.
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    –Sí.
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    –Yo soy la intérprete– dijo la intérprete y empezamos a conversar en español. 
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    Me temblaban las manos y la voz, no sabía si decir la verdad o no porque si mencionaba a mamá lo más seguro es que ella también se iría de mi vida y me quedaría huérfana. Pero la intérprete me dio confianza.
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    –Mi mamá me dijo que lo hiciera– empecé a explicar.
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    –¿Hacer qué?– preguntó la intérprete sorprendida.
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    –Poner los zapatos en la bolsa– respondí sin dar crédito a mis propias palabras.
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    Poco a poco las lágrimas empezaron a correr por las mejillas.  Lloraba por mí y también por papá, por el Cachupín, por el mar que no tenía en Ottawa. El llanto fue subiendo de volumen mientras gritaba  –por favor ayúdenme, no quiero desaparecer.
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    –Pero Ana, la gente no desaparece por robar zapatos– dijo la intérprete, mientras me consolaba y me hacía entrar a la sala número diez.
    Al entrar me volvió a dar pánico porque el lugar era para asustar a cualquiera. Había varias líneas de bancos donde yo y todas las personas condenadas teníamos que enfrentar a otros tipos vestidos con camisas largas y negras. La intérprete se inclinó frente a las camisas negras y yo la imité.
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    En ese momento el abogado que ayuda a la gente que no tiene plata para pagar, se acercó a mí preguntándome si estaba dispuesta a hacer trabajo comunitario y escribir algo relacionado con no robar.
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    –¿En la cárcel?– le pregunté en español.
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    El abogado me miró extrañado y no respondió. La intérprete repitió la pregunta en inglés y me miró sonriendo, mientras explicaba que podía escribir en casa y además el trabajo comunitario era los domingos.
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    Empecé a sentirme mejor, sospechando que tal vez me dejarían volver al edificio de los refugiados. Hasta el colegio empecé a echar de menos, pensando que a pesar de todo no era tan aburrido y le juré a la Virgencita que sería mejor estudiante y de ahora en adelante haría mis deberes.
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    –¿Puedes venir este domingo?–  preguntó la intérprete, y yo sentí una tranquilidad parecida a la que tenía antes de que el papá desapareciera.
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    “Yes”, respondí sonriendo.
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    –Ana Herrera– dijo el juez en la sala número diez de la Corte.
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    La intérprete y yo nos levantamos.
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    El juez empezó a hablar y la intérprete fue repitiendo todito en español, lo que realmente no era necesario porque yo entiendo inglés. Y no se crean que lo único que he aprendido es un nuevo idioma, ahora también sé que si vas a la Corte no te mueres, al menos yo voy a vivir, porque dejé de ser nadie y estoy empezando a ser alguien.
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    –Mi nombre es Ana, tengo una amiga que se llama Nawal y cuando sea grande voy a ser intérprete.
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      Cuento ganador del concurso “Tendiendo puentes” organizado por LARED (Latin American Research Education and Development) OISE/UT (Ontario Institute for Studies in Education University of Toronto).
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Otras muestras de su obra:
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Página puesta al día por_José Antonio Giménez Micó_el 1 de agosto de 2017
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