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_MARTHA BÁTIZ ZUK
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Boca de lobo, novela a dos voces y un cuaderno

Santo Domingo: León Jimenes, 2008
(edición realizada con motivo del_premio ["mención"] que obtuvo la novela en el prestigioso concurso internacional de novela “Casa de Teatro” en Santo Domingo en el 2007)

México: Instituto Mexiquense de Cultura, 2008
 

(Primer capítulo de una novela que habla sobre la vida de una cantante de ópera y el drama familiar que se entrelaza con su noche de estreno, como el personaje de Susanna en Las Bodas de Fígaro de Mozart)

I.

Hay ocho focos en el marco del espejo, pero uno no sirve. Parpadea y me distrae. Todos tienen una ligera capa de polvo encima que desde los primeros ensayos he querido limpiar, pero siempre se me olvida. 

- Su atención por favor, primera llamada.

Al fondo se oye ya el sonido de los músicos afinando sus instrumentos. El aviso continúa:

- Maestros de la orquesta, por favor pasen al foso.

Aunque ya debería haberme acostumbrado, estas advertencias me toman tan  desprevenida que brinco del susto. Nunca me doy cuenta de lo tarde que es. Elena y Dimitri y algunos músicos se fueron hace un rato no muy largo, y ninguno de ellos parecía apurado. He estado vocalizando desde que cerré la puerta. Cada nota ha crecido exacta, vibrando con armonía, pero ni siquiera esa seguridad ha ayudado a que me dejen de temblar las rodillas. Tengo empapadas las palmas de las manos, y siento como si una rata perseguida me girara en las entrañas. Resulta extraño articular esto, ponerlo por escrito. Nadie me había solicitado que respondiera a una entrevista antes de un estreno, minutos antes de un estreno, y sólo acepté porque el cuestionario lo he podido ir llenando a mi propio ritmo, y porque quise ponerle palabras al miedo. Creo que no fue una buena idea. Se me resbala la pluma. No me puedo concentrar.

Fue lo último que escribí aquella tarde en el camerino. Ya había respondido a casi todas las preguntas. Tamara agregó algunos comentarios, pero de eso supe después. 

Recuerdo que me hice la fuerte ante todos, especialmente al principio, mientras caminaba hacia el escenario y abría un extremo del telón de terciopelo para observar la sala vacía. Ante mis ojos se alzaron tres pisos de palcos y una butaquería de pronto tan inmensa y roja que me pareció estar de pie frente a un hocico listo para engullirme. Qué estoy haciendo aquí, pensé. Siempre bullen así los nervios. La barbilla temblorosa anunció lágrimas, pero apreté los puños y no me permití flaquear. Pasara lo que pasara, no iba a quebrarme en ese instante, frente a Rodrigo. Sabía que me estaba mirando desde atrás de una pared de la escenografía, porque yo también lo había visto al pasar. Mucho menos podía darme el lujo de estropear el maquillaje a pocos minutos del inicio de la función. El público estaba por entrar. Fue entonces que Dimitri y Elena y los otros me alcanzaron, para admirar juntos aquel espacio callado que en breve estaría aleteando vida. Muy alegres me encaminaron de regreso al camerino. Rodrigo me lanzó una mirada que no pude esquivar a tiempo. Estaba casi irreconocible, ¿insignificante? Sí, tal vez. Empequeñecido sin duda. Me dio tristeza, pero fingí indiferencia y cerré tras de mí y mi escolta la puerta que lucía un papelito pegado con cinta adhesiva, con mi nombre escrito en mayúsculas. DAMIANA GUERRA. Cuando lo vi por primera vez tuve la extraña sensación de que era el nombre de alguien más, no el mío. El nuevo rol que me tocaba interpretar fuera del escenario: “la novia de la ópera.” En México les encantan esas frases hechas que le quedan a cualquiera. “Susanna, la novia de Fígaro durante esta temporada, nada más”, insistí en la rueda de prensa. De todos modos publicaron lo de novia de la ópera. Qué se le va a hacer.

Era la primera vez que no debía compartir camerino con nadie. No lo dije públicamente, pero el personaje de Susanna fue el primero en concederme ese privilegio, que ni Adina en El elixir de amor me había brindado. Tal soledad protagónica fue un alivio desde mi llegada. Coloqué en orden mis cosas tal como me gusta. Pude desempacar hasta el último de los frasquitos que traía en el neceser, y depositarlos por el tocador  y la orilla del lavabo de acuerdo a su tamaño y contenido (doce en el tocador, acomodados en equilibrio con los ocho focos, y cuatro en el baño: cuando me pongo nerviosa siempre me da por contar todo); alisté mis vestuarios en el orden indicado, dediqué un buen rato a leer y pensar las respuestas al cuestionario que me dio Marilú -que hasta hace poco era sólo la prima de Elena y ahora es “la periodista”  (hasta me dio un cuaderno para responder, sólo le faltó regalarme también su pluma)-, y todo iba bien hasta que los recuerdos me empezaron a inundar y decidí hacer las preguntas a un lado y maquillarme. Es parte de la magia: exagerar los rasgos, prestarle la piel al personaje y crearle un rostro propio. Esconderse bajo la cara de alguien más hace todo más fácil. Al menos eso pensaba yo antes de la llegada de Tamara.

Una vez caracterizada y con el humidificador encendido para que el aire reseco y sucio no lastimara mi garganta, saqué mi termo y bebí té con miel en silencio. Disfrutando cada sorbo, observando la fotografía con atención. Aunque siempre la he llevado conmigo, rara vez la atoro en el marco de los espejos de los camerinos de los teatros donde canto. Las fotos en los camerinos me traen malos recuerdos. Además, quien la ve hace preguntas y siento incómoda, de modo que hacía mucho tiempo que no me sentaba a contemplarla. Los años habían mordido los colores. Estaba maltratada –a veces pensé en comprar un portarretratos para protegerla, pero sólo me acordaba de eso cuando volvía a encontrarla en la bolsita lateral del neceser-. Esa noche me desconcertó redescubrirla, y comparar la opacidad de la imagen impresa en papel con la brillantez fija en mi memoria: los pantalones acampanados y rojísimos de Tamara, la camisa amarilla de papá, mamá tan de blanco que casi lastimaba los ojos, Eduardo disfrazado de policía,  y yo en aquel vestido que me puse cuanto pude hasta que no cupe más en él. Ahí estaban nuestras caras, nuestra ropa, pero esos no éramos nosotros. Antes de esa tarde nunca había visto a papá sonreír así, con tanta placidez. Después, tampoco. No se dijo en voz alta jamás, pero aquel fue el último rato feliz de nuestra infancia. Tamara, Eduardo y yo pronto perdimos esa luz, ese brillo muy adentro de los ojos que en la foto se percibe a pesar de todo. Mamá estaba radiante, pero no pude recordar su risa mientras arrancaba una flor con los dedos de los pies para dársela a papá. Ella disfrutaba andar descalza y podía agarrar cualquier objeto ligero con los pies y elevarlo a donde quisiera. A papá eso le hacía gracia. Como por instinto, intenté mover por separado mis dedos ocultos en las botas de Susanna. Ya sabía que no iba a poder.

Se suponía que Faustina era quien debía poner mis cosas en orden, porque no me fío de las encargadas de vestuario. Como quise sentirme dueña del camerino, le pedí dejarme sola desde que entramos al teatro. Quería vestir lentamente mi personaje. Estar tranquila, le dije. Pero habíamos llegado con tanta anticipación que estuve lista mucho antes de lo previsto y me arrepentí. Ya no quería seguir pensando en las preguntas tan personales que había encontrado a lo largo del cuestionario, ni ver por más tiempo la fotografía atorada cerca del tercer foco, por eso decidí salir a dar una vuelta y asomarme tras el telón. Los asientos vacíos se ven tan diferentes en los ensayos. Es como si no existieran, sobre todo si uno ya conoce el espacio, pero después… En realidad sólo buscaba a alguien que me detuviera para no escapar. Para darme valor. Afortunadamente Dimitri y Elena me hicieron compañía.

Cuando los músicos empezaron a afinar sus instrumentos, y los alientos, las cuerdas, las maderas y las escalas y las voces de los demás cantantes se empalmaron con las mías a través de las bocinas y las paredes –pelonas y de un blanco percudido desolador, ¿por qué los camerinos son tan feos?-, quise creer que a pesar de que no hubiera más rostros que el mío frente a todos los espejos que miraba, que a pesar de todo, era feliz. Fue inútil. Amo cantar, pero odio todo antes de salir al escenario. Creo que eso sí lo escribí en alguna parte del cuaderno. Además, me resultaba difícil concentrarme con el ruido de los coches ahogando el Eje Central. La ventana en Bellas Artes me ofrecía una vista privilegiada hacia la fachada del antiguo edificio de Correos, y entre palacios se había atascado un río de automóviles y autobuses histéricos que no iban hacia ninguna parte. La calle se convirtió en metáfora del país, y me hizo enojar. Una cortina ralita y sucia que me recordó las de mi viejo colegio no sirvió de nada para protegerme del caos. Me sentí comprimida entre el desastre vial y los ruidos provenientes del pasillo. ¿Cómo voy a entrar en personaje así?

Algunos de mis compañeros suelen reír y conversar sin recato hasta el último momento, confían en que todo depende de la voz y juran que lo demás es más posado que nada. De hecho ahí afuera estaban varios, de lo más tranquilos, pero yo no he podido sentir esa calma ni siquiera una sola vez antes de salir a escena. La noche anterior al estreno tengo pesadillas. En cuanto cierro los ojos pierdo la voz; no logro llenar con ella la sala entera; olvido las letras de las arias; irrumpo a destiempo; desafino. Como los niños que no se cansan de ver la misma película, pareciera que yo no me canso de sufrir los mismos desastres oníricos. Entonces me levanto en medio de la noche a repasar el texto, la música y los trazos escénicos hasta que me duele la cabeza. Y es todavía peor cuando tengo que cantar en un idioma que no entiendo: el diccionario, la fonología y el ritmo del lenguaje consumen toda mi atención; estudio y repaso sin tregua, oigo discos y me grabo a mí misma para compararlos hasta perfeccionar mi sonido lo más posible, procurando que el canto fluya por mi cuerpo con la naturalidad de la sangre por las venas, que no tropiece sino que cada palabra baile con la música, y de todas maneras la noche antes siento el mismo temor que habría sentido si no hubiera ensayado nunca. Eso también lo alcancé a poner por escrito para la entrevista. Recuerdo que al terminar la oración alcé la vista hacia el espejo y me sentí orgullosa: esa noche había hecho tan buena labor como maquillista que nadie más que Faustina, quien me vio llegar, sabía de mis ojeras con pretensiones de antifaz. Tal vez Rodrigo… Pero después de tanto tiempo, lo dudo.

Seguí vocalizando, perfeccionando los pasajes más difíciles mientras me acomodaba la falda una y otra vez. Afuera se seguían escuchando las risas de mis compañeros, yendo de un camerino a otro con un entusiasmo que me parecía incomprensible, incompartible. ¿Seré normal? Sonreí. Por supuesto que no. “Nadie que se disfraza de alguien que no es y canta mínimo durante tres horas seguidas parlamentos en idiomas que apenas habla, y que el público de por sí nunca entiende, es normal.” Eso siempre me lo decía papá. 

Pasos de gente yendo y viniendo. Por el cristal biselado distinguía un desfile constante de figuras borrosas. La segunda llamada me detuvo en seco. ¿Tan rápido? Tocaron a la puerta. Era Juan José, el director de escena.

- Mucha mierda, mijita.

- Gracias -contesté, reconfortada-. ¿Algo más antes de empezar?

- Sí. Disfruta tu boda –dijo con alegría, me dio un abrazo y salió.

Estaba por cerrar de nuevo la puerta cuando apareció Guido, el director de orquesta. Se había engomado el cabello a manera de gorrito. Chapado a la antigua, con un amaneramiento casi enternecedor meciendo sus gestos y palabras, Guido goza fama de músico correcto, y nunca le grita a nadie. En cambio, me ha tocado trabajar con directores en extremo exigentes y, aunque los resultados musicales son mejores, el estrés no brota en el estreno, sino desde que lo invitan a uno a ser parte del elenco. 

- Iba a esperar a que salieras de esta cueva, pero mejor vine antes –dijo Guido, y continuó-. No me detengas ese fa del que hablamos, acuérdate que no es un calderón, ¿va bene?

Qué diferencia con los que dicen ¡no estudiaste solfeo, o por qué no entiendes que eso no es un calderón, carajo! Los músicos de esta orquesta están felices con él, porque ni siquiera los regaña si desafinan, llegan tarde o faltan sin avisar. Alguien me confesó que eso es lo bueno de las plazas vitalicias: nadie puede hacerles nada. Admiro la paciencia de Guido. Después de besarme las manos se marchó de mi camerino con una sonrisa muy cálida y me hizo sentir un poco más tranquila. 

Una vez que Guido cerró la puerta, me miré al espejo nuevamente. A veces creo que me hice de este hábito para no sentirme tan sola, así como otras personas encienden la televisión para escuchar la voz de alguien. El vestuario me sentaba bien. Y qué decir de la enorme ventaja de saber que sólo yo lo usaba: es repugnante vestir las prendas que alguien más ya ha sudado, porque a veces las crinolinas y los materiales de telas no permiten que se laven a profundidad. Me felicité porque el maquillaje era perfecto y no tuve que ir al saloncito del fondo a que me ayudaran ni siquiera con las pestañas postizas. Había logrado colocarlas en el borde preciso para que no me estorbaran la visión (toda una hazaña, tomando en cuenta que siempre arruino el primer par). Me reconfortó la certeza de que Rodrigo ya estaba sumido en el foso entre los violines segundos, y no habría modo de que me distrajera. La presencia de Elena y Dimitri me calmaba también. Me apetecía estar cerca de ellos para escuchar la obertura. Disfruta casarte con Fígaro, me ordené, sin perder de vista los ojos de mi reflejo. La cacofonía de los músicos afinando los instrumentos cayó como cascajo desde la bocina del techo. Pinche bocina. Apreté los dientes y, tras un largo suspiro, me dispuse a salir. Justo en el momento en que puse la mano sobre la perilla de la puerta, Tamara entró a toda prisa y estuvo a punto de estrellarse contra mí. Detrás de ella venían Faustina y Elena.

- Me urge hablar contigo, Damiana. Por favor.

- Le dije que están por dar tercera, pero me hizo el caso del burro –interrumpió Faustina.

- Voy a pedir que le den un boleto y la acompañen a sentarse, para que vea la función –ofreció Elena, evitando mirar a Tamara.

- Tú no te preocupes de nada, Damiana, que ahorita nos la llevamos –la secundó Faustina.

Las miré a las tres, incrédula.

- ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? –me enfoqué en mi hermana-: Vete de aquí, Tamara.

Ella se sentó en el taburete del tocador y rompió a llorar. Era obvio que venía borracha, pero yo hacía tiempo había dejado de sorprenderme por eso.

- Armó un escándalo allá abajo en la entrada de artistas, y como su nombre no estaba en la lista de invitados no la dejaban pasar, ¿y dime tú quién va a creerle en semejante estado que es de tu familia? Así que llegaron los policías y yo de casualidad me di cuenta y bajé a… -empezó a explicar Faustina.

La miré con tanta impaciencia que calló de golpe. El silencio cayó como guillotina. Afuera los instrumentos se detuvieron un instante. Afinarían brevemente bajo la supervisión del concertino. Era el momento previo a que Guido entrara al escenario. Imaginé a la gente preparándose para el inicio de la función. Se acomodaban en sus asientos, tosían como tuberculosos en fase terminal, hojeaban el programa antes de convertirlo en abanico. Tenía que apurarme a salir del camerino y tomar mi lugar para entrar a escena en cuanto terminara la obertura, no podía quedarme ahí ni un segundo más. Caminé hacia la puerta, y Tamara encorvó la espalda como dándose por vencida. Se mordió los labios, casi obediente, pero luego alzó sus ojos lacerantes de tristeza y me dijo en voz muy queda:

- Papá se está muriendo.
 

  • Otra muestra de su obra:
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