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Cuadernarios
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Cuadernario
3
(2006)
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Escritor:
Víctor
Montoya
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Artista:
Agustín
García-Espina Martínez
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Traductora:
Elizabeth
Gamble Miller
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Crítico:
Jorge
Etcheverry
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EL CHE
MUERTO
Agustín
García-Espina
Martínez
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YO MATÉ
AL CHE
Víctor
Montoya
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Cuando me
tocó la orden de eliminar al Che, por
decisión del alto mando
militar boliviano, el miedo se instaló
en mi cuerpo como desarmándome
por dentro. Comencé a temblar de punta a
punta y sentí ganas
de orinarme en los pantalones. A ratos,
el miedo era tan grande que no
atiné sino a pensar en mi familia, en
Dios y en la Virgen.
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Sin embargo,
debo reconocer que, desde que lo
capturamos en la quebrada del Churo y
lo trasladamos a La Higuera, le tenía
ojeriza y ganas de quitarle
la vida. Así al menos tendría la enorme
satisfacción
de que por fin, en mi carrera de
suboficial, dispararía contra un
hombre importante después de haber
gastado demasiada pólvora
en gallinazos.
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El día
que entré en el aula donde estaba el
Che, sentado sobre un banco,
cabizbajo y la melena recortándole la
cara, primero me eché
unos tragos para recobrar el coraje y
luego cumplir con el deber de enfriarle
la sangre.
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El Che, ni
bien escuchó mis pasos acercándome a la
puerta, se puso de
pie, levantó la cabeza y lanzó una
mirada que me hizo tambalear
por un instante. Su aspecto era
impactante, como la de todo hombre
carismático
y temible; tenía las ropas raídas y el
semblante pálido
por las privaciones de la vida en la
guerrilla.
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Una vez que
lo tenía en el flanco, a escasos metros
de mis ojos, suspiré
profundo y escupí al suelo, mientras un
frío sudor estalló
en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso,
las manos aferradas al fusil M-2
y las piernas en posición de tiro, me
habló serenamente y
dijo: Dispara. No temas. Apenas vas
a matar a un hombre.
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Su voz, enronquecida
por el tabaco y el asma, me golpeó en
los oídos, al tiempo
que sus palabras me provocaron una rara
sensación de odio, duda
y compasión. No entendía cómo un
prisionero, además
de esperar con tranquilidad la hora de
su muerte, podía calmar los
ánimos de su asesino.
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Levanté
el fusil a la altura del pecho y, acaso
sin apuntar el cañón,
disparé la primera ráfaga que le
destrozó las piernas
y lo dobló en dos, sin quejidos, antes
de que la segunda ráfaga
lo tumbara entre los bancos
desvencijados, los labios entreabiertos,
como
a punto de decirme algo, y los ojos
mirándome todavía desde
el otro lado
de la vida.
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Cumplida la
orden, y mientras la sangre cundía en la
tierra apisonada, salí
del aula dejando la puerta abierta a mi
espalda. El estampido de los tiros
se apoderó de mi mente y el alcohol
corría por mis venas.
Mi cuerpo temblaba bajo el uniforme
verde olivo y mi camisa moteada se
impregnó de miedo, sudor y pólvora.
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Desde entonces
han pasado muchos años, pero yo recuerdo
el episodio como si fuera
ayer. Lo veo al Che con la pinta
impresionante, la barba salvaje, la
melena
ensortijada y los ojos grandes y claros
como la inmensidad de su alma.
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La ejecución
del Che fue la zoncera más grave en mi
vida y, como comprenderán,
no me siento bien, ni a sol ni a sombra.
Soy un vil asesino, un miserable
sin perdón, un ser incapaz de gritar con
orgullo: ¡Yo maté
al Che! Nadie me lo creería, ni
siquiera los amigos, quienes
se burlarían de mi falsa valentía,
replicándome que
el Che no ha muerto, que está más vivo
que nunca.
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Lo peor es
que cada 9 de octubre, apenas despierto
de esta horrible pesadilla, mis
hijos me recuerdan que el Che de
América, a quien creía haberlo
matado en la escuelita de La Higuera, es
una llama encendida en el corazón
de la gente, porque correspondía a esa
categoría de hombres
cuya muerte les da más vida de la que
tenían en vida.
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De haber sabido
esto, a la luz de la historia y la
experiencia, me hubiese negado a
disparar
contra el Che, así hubiera tenido que
pagar el precio de la traición
a la patria con mi vida. Pero ya es
tarde, demasiado tarde...
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A veces, de
sólo escuchar su nombre, siento que el
cielo se me viene encima
y el mundo se hunde a mis pies
precipitándose en un abismo. Otras
veces, como me sucede ahora, no puedo
seguir escribiendo; los dedos se
me crispan, el corazón me golpea por
dentro y los recuerdos me remuerden
la conciencia, como gritándome desde el
fondo de mí mismo:
¡Asesino!
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Por eso les
pido a ustedes terminar este relato,
pues cualquiera que sea el final,
sabrán que la muerte moral es más
dolorosa que la muerte
física y que el hombre que de veras
murió en La Higuera no
fue el Che, sino yo, un simple sargento
del ejército boliviano,
cuyo único mérito -si acaso puede
llamarse mérito-
es haber disparado contra la
inmortalidad.
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I KILLED
CHE
Elizabeth
Gamble Miller
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When I got
the order to eliminate Che, a decision
of the Bolivian military, I was
seized by a fear that disarmed me. I
began to tremble from head to foot
and felt like peeing in my pants. The
fear was so great at times, I could
only think of my family, God, and the
Virgin.
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However, I
had to recognize that, from the time we
captured him in the Quebrada del
Churo and took him to La Higuera, he had
circles under his eyes and wanted
to take his own life. So at least I
would have the enormous satisfaction
that finally, in my career as a
subordinate officer, I would shoot a man
who was important after wasting so much
powder on turkeys.
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The day I
went into the room where Che was,
sitting on a bench, his head down and
his ponytail falling across his face, I
took a few slugs to build up my
courage to do my duty and chill his
blood.
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Che stood
up within seconds of my getting to the
door, raised his head and shot me
a look that made me lose my balance
right then. He was impressive, like
anybody who is charismatic and fearsome
at the same time; his clothes were
ragged and he looked pale from his life
as a guerrilla fighter.
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Once I had
him up close, not far from my eyes, I
took a deep breath and spit on the
floor, while I went into a cold sweat.
Che, when we saw I was nervous,
my hands clutching my M-2 rifle and legs
set ready to shoot, quietly said,
"Shoot.
It's not much of a man you're
killing." His voice, hoarse from
tobacco
and asthma, hit me hard, while his words
made me feel a combination of
hate and doubt and pity. I couldn't
understand how a prisoner calmly waiting
to die could raise his assassin's
spirits.
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I put the
rifle to my chest and hardly aiming shot
the first round which destroyed
his legs and doubled him over, without
any complaints before the second
round tumbled him into the benches, his
lips half open, like he was going
to say something, and his eyes still
looking at me from the other side
of life.
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The order
done and while the blood pooled on the
scarred floor, I left the room leaving
the door open behind me. The blast of
the shots took over my brain and
the liquor ran through my veins. My body
was shaking in the olive green
uniform, and my speckled shirt was
soaked in fear, sweat, and gunpowder.
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Many years
have gone by, but I remember the episode
as if was yesterday. I see Che
with his impressive look, his wild
beard, tangled ponytail and eyes, as
big and light as his huge soul.
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The execution
of Che was the most serious stupidity in
my life, and as you will understand
I don't feel good, day or night. I'm a
vile assassin, a miserable, unpardonable
human being, a human being incapable of
yelling with pride: I killed
Che! Nobody would believe me, not
even my friends; they'd make fun
of my false bragging, telling me over
and over that Che didn't die, that
he's more alive than ever.
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The worse
thing is that every 9th of October, I
hardly wake up from this horrible
nightmare, when my kids remind me that
the Che of America, whom I thought
I killed in the little school in La
Higuera, is a flame lighted in the
hearts of the people, because he fit
into that class of men whose death
made them more alive than when they were
alive.
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If I had known
this, in the light of history and
experience, I would have refused to
shoot
Che, and I would have had to pay the
price of my life for betraying
my country. But it's too late, now
it's too late...
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Sometimes
just hearing his name, I feel like
heaven is pressing down on me and the
world is sinking under my feet and
making an abyss. Other times, like right
now, I can't keep on writing; my fingers
get stiff, my heart pounds, and
memories eat away at my conscience, like
they're yelling from deep inside
me, Assassin!
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That's why
I'm asking you to finish this story, for
whatever end it might have, and
you'll know that moral death is more
painful than physical death and that
the man who really died at La Higuera
wasn't Che, but me, a simple sergeant
in the Bolivian army, whose only merit
—if you can call it that— is having
shot at immortality.
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Nota especulativa
sobre “Yo maté al Che”
Jorge Etcheverry
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La situación
del hombre que interviene auxiliar o
lateralmente en el destino de la figura
histórica es una tentación para muchos
autores, entre los
que se cuenta el de la presente
narración. Quisiera citar como ejemplos
de lo anterior al novelista y cuentista
sueco y premio nobel Par Lagervist,
que tematiza lo anterior en tres
caracteres de sus novelas: el enano, que
es personaje principal de la novela
homónima de 1945, sirve de modelo
a un artista de la corte, supuestamente
Leonardo da Vinci; La sibila
de 1956, madre no muy consciente de un
hijo de Zeus y Barrabás
de 1950, personaje central de la novela
del mismo nombre, con su cercanía
ya establecida a Cristo. En el caso de El
enano es patente para
el lector la falta de comprensión del
personaje respecto de un ilustre
creador, que podemos suponer sería Da
Vinci, la casi repulsión
que siente por este. El lector puede
explicarse esto a la postre por la
baja condición moral del enano, su
psicopática falta de empatía
que queda de manifiesto en otras
instancias. Pero en general es esa
distancia
frente a un héroe o una figura de
importancia cultural lo que posibilita
a la vez la condena o la redención del
personaje "lateral" o adyacente
que es el que relata la historia de su
interacción con esta figura.
La redención se da en el cuento objeto
de esta nota, pero no así
por ejemplo en el caso del enano
Piccolino, que termina encarcelado
perpetuamente
irredento en las mazmorras de un
principado que puede ser el dominio de
un Borgia. En el caso del judío errante,
Ahasverus, personaje de
Gustav Meyrink en la novela El
rostro verde (1916), se dan
ambas posibilidades
* .
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Es como si
en estos casos, y en muchos otros de
testimonios verdaderos o ficticios
de quienes han vivido y funcionado fugaz
o prolongadamente cerca de celebridades
y héroes de la ciencia, del bien y del
mal, ese árbol sagrado,
se tratara de establecer a la vez la
distancia y la cercanía de
los humanos "corrientes" con esas
figuras, corroborar su calidad por así
decir humana, mimética, empática, y a la
vez ese agregado
que tienen esos "héroes culturales", eso
que se nos escapa y que
los distancia de nosotros, que de alguna
manera nos trasciende, pero que
a lo mejor es una semilla intelectual o
moral en nosotros, que seríamos
proyectos de seres humanos, o dioses en
germen. Ese ser mítico se
convierte en la figura central de un
misterio, una
representación **_que
entre otras cosas muestra la necesidad
de establecer una distancia respecto
a ella y lo que allí se representa, pero
a la vez un grado de pertenencia
a eso mismo. Ese momento marca la
consagración de esta figura, su
madurez como arquetipo cultural.
Entonces, el testigo o participante
lateral
ficticio o testimonial no puede ser sino
un hombre "normal" que incluso
a veces se acerca al lugar común o al
cliché en sus reflexiones,
descripciones y decires, ya que se
quiere que de alguna manera represente
a todos los hombres y mujeres. Pensamos
que estos intentos corresponden
o son posibles luego de la adopción
cultural —que se quiere universal—
de esas figuras como parte del friso o
fresco que delante de nosotros muestra
las pautas del ámbito significativo y
axiológico de lo que
verdaderamente existe y que proyecta
parte de su ser hacia nosotros y nuestro
mundo. Y que a la vez y simultáneamente
establece la distancia que
nos separa de ese "paraíso", fuente y
residencia de lo bueno, bello,
inteligible, valioso, etc., decantado y
proyectando desde sí significado,
sin esa condición intermedia del ámbito
en que nos situamos,
que sería este "mundo",
equidistante también de una
falta absoluta de lo que se proyecta
desde ese friso, es decir del o los
infiernos.
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Creemos que
esta estructura mítico-ritual está muy
presente en este cuento.
El protagonista de "Yo maté al Che" se
nos presenta ya desde el
primer párrafo con las características
psicológicas
que uno podría esperar de un hombre en
esas circunstancias de sacrifico
de ese nuevo Cristo, el Che: "A
ratos, el miedo era tan grande que no
atiné sino a pensar en mi familia, en
Dios y en la Virgen":
vemos que se trata un "hombre del
pueblo", que profesa una escala
axiológica,
afectiva y de creencias casi más que
común. Pero no creemos
que aquí se trate de un intento de
estereotipización. Por
ejemplo, al ayudar a Cristo con la cruz,
darle agua, o negársela,
etc., lo que pasa es que en esa acción
lateral o auxiliar
el sujeto por así decir "encarna" a
todos los hombres. Pero también,
para el lector que admite en su
horizonte de expectativas o
presuposiciones
a un Che heroico y mítico —aunque no
comparta su ideología—,
cuya vida es objeto de películas y
libros y cuyo rostro decora poleras,
la degradación presente en la sicología
de ese personaje
testigo interventor se hace patente: "le
tenía ojeriza y ganas de
quitarle la vida. Así al menos tendría
la enorme satisfacción
de que por fin, en mi carrera de
suboficial, dispararía contra un
hombre importante después de haber
gastado demasiada pólvora
en gallinazos". Así, y como primer paso
para su eventual redención—y
de nosotros los espectadores-lectores
que participamos en ese ritual—,
se advierte un elemento de degradación
de este narrador-personaje:
un hombre de baja autoestima e identidad
borrosa, que busca la afirmación
"inauténtica" o "metafísica" a la manera
de Eróstrato,
tratando de sobresalir mediante un acto
luctuoso y que en los tiempos que
corren se multiplica en atentados
similares desde las pantallas y las
páginas
de los periódicos. ***
_
La inmediata
accesibilidad de la conciencia de este
personaje por el lector surge de
la ausencia de las características
específicas de una persona
con el origen y educación del
protagonista del cuento. Este personaje
puede ser cualquiera, no hay marcas
distintivas psicológicas o culturales,
pero así se comunican de manera casi
abstracta y decantada
los pasos de la "toma de conciencia" o
"redención" del personaje,
que asumen, como se mencionaba, un
carácter universal. "Su aspecto
era impactante, como la de todo hombre
carismático y temible",
expresa el personaje central que desde
su actitud erostraiana de intento
de redención o rescate de su
individualidad, ya que desde el comienzo
mismo "sabe" y da por sentado una por
así decir "grandeza" de su
víctima. Esta narración está a años luz
de
plasmar una concepción naturalista. Un
hombre de la condición
social u origen del protagonista no
podría conocer la sofisticada
palabra "carismático", —aunque su
vivencia del carisma pueda ser
más fuerte que la de nosotros—, que sí
significa algo para
nosotros, lectores urbanos de un
castellano formal culto. Pero es
evidente
que en la confección del personaje no
interesa la fidelidad a una
supuesta situación contextual sicológica
y linguística
del protagonista, por ejemplo ya ausente
en la mayoría de los cuentos
de Rulfo, cuyos campesinos sumidos en
paisajes muchas veces casi lunares
suelen tener conciencias de filósofos
existencialistas, o traducir
casi en esos términos su mentalidad
campesina pero universalmente
humana.
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La palabra
del Che "Dispara. No temas. Apenas
vas a matar a un hombre" es una
"frase para el bronce", que podría haber
salido de otras figuras
ya divinizadas y situadas más arriba en
el panteón, corrobora
que de lo que se trata en este cuento es
de afirmar o reafirmar el paso
del Che al mito cultural desde la
historia política, el paso de
la celebridad a la santidad. Recordemos
a Leonidas, que respondiendo a
una afirmación de que "las flechas de
los persas obscurecen el sol",
respondió: "mejor, así combatiremos a la
sombra". O a Arturo
Pratt, que antes del combate naval de
Iquique el 21 de mayo de 1879 en
que obviamente su barco estaba destinado
a sucumbir pregunta: “¿Ha
almorzado la gente?”
_
El narrador
personaje del cuento experimenta "una
rara sensación de odio,
duda y compasión. No entendía cómo un
prisionero,
además de esperar con tranquilidad la
hora de su muerte, podía
calmar los ánimos de su asesino",
y eso lo pone en el camino
de la redención, cuando afirma que "Che
de América, a
quien creía haberlo matado en la
escuelita de La Higuera, es una
llama encendida en el corazón de la
gente, porque correspondía
a esa categoría de hombres cuya muerte
les da más vida",
que no sólo son palabras de él, sino de
sus hijos, saliendo
así del ámbito personal y proyectándose
a los demás
y potencialmente a todos los hombres.
Así, el Che sale del ámbito
de la mera historia, de la que era un
personaje al iniciarse el relato
para llegar a ser casi un mito, un héroe
cultural al final del cuento.
Quizás en estos tiempos la figura
histórica del guerrillero
social ha sido usurpada por la del
terrorista religioso. A lo mejor la
proliferación de regímenes socialistas
fruto de elecciones
en América Latina descarta del naipe de
las tácticas y estrategias
revolucionarias la restringida y
elitista aventura guerrillera que
algunos
tanto admiramos hace décadas. En todo
caso, la figura del Che pasa
de la historia al panteón.
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_
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Notas
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*_”...
le personnage fabuleux n’est
qu’extérieurement l’infortuné
errant Ahasverus, obligé de parcourir
éternellement le monde
jusqu’au Jugement dernier, pour avoir
insulté le Christ qui montait
au Calvaire. Loin d’être un réprouvé, il
est dans le
roman de Meyrink l’un des grands
délivrés qui montrent aux
élus le chemin effectif de la grande
libération". Le visage
vert, par Gustav Meyrink. Préface
et glossaire de Serge Hutin.
Trad. A.D. Sampieri. La Colombe, 1964.
_
**_Existe
una suerte de ritos representativos
míticos que reciben en el caso
de la Grecia antigua, el nombre de
misterios: "Los diferentes misterios
entrañan siempre dramas rituales que
tratan de reproducir simbólicamente
las etapas o fases de los
acontecimientos mitológicos", Serge
Hutin,
Las
sociedades secretas. En los
misterios se involucraba al
espectador-discípulo
en la representación del mito, que era a
la vez fuente de conocimiento
y axiológica. Esto nos ha llevado a dar
ese nombre a la representación
‘participativa’, por ejemplo la
artística y la científica.
El hecho mimético al imitar (reflejar)
mundo y hombre lleva a la
adhesión del espectador a lo
representado. Ambos fenómenos
son los dos componentes de la mimesis y
el segundo supone el primero. Respecto
al carácter representativo del
conocimiento, el ser ante los ojos
heideggeriano y las mediaciones
artística y científica de
Lukacs se dan la mano.
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***_La
acción realizada por Eróstrato, y su
intención de
lograr la fama a cualquier precio han
tenido eco en la modernidad. En el
ambiente académico de la sicología se
denomina Complejo de
Eróstrato al trastorno según el cual el
individuo busca sobresalir,
distinguirse, ser el centro de atención_(Wikipedia)._En
tiempos de escasez de identidad en las
megaciudades, acentuada por la
globalización,
aumenta el número de asesinos seriales,
autores de virus virtuales
o asesinos masivos al azar.
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