Su vientre dócil y generoso se
extendía sobre el continente africano. Las
piernas infinitamente abiertas, recorrían, por
el Este, el Océano Índico, y al Oeste, el
Atlántico, reuniéndose en el Pacífico,
atormentado y furioso. Su corazón grandioso
retumbaba sobre el suelo Europeo por donde
salían dos inmensos brazos envolviendo las
costas violentadas del continente
norteamericano y el mar siberiano en un abrazo
desesperado. Su cuerpo cubierto de buganvilias
y gardenias, coloridas, risueñas, se
estremecía cuando la protección cálida del sol
penetraba sus hermosas piernas varicosas,
cansadas de tanto caminar por el mundo, y su
espina dorsal, machucada de tanto doblarse
para recoger los cuerpos perdidos y mutilados
en guerras sin juicio ni razón. Moviéndose al
vaivén de las olas y girando al ritmo de los
astros, se sujetaba a la tierra tenazmente
para no perderse y evaporarse en el olvido del
espacio sideral.
Algunas veces sus lágrimas se
juntaban con las aguas de los océanos, lagos y
ríos, revolviéndolos agitadamente, creando
maremotos y hambrientos tsunamis capaces de
terminar con la danza endiablada del poder y
la ambición destructora. Otras veces, su canto
envolvía la tierra de alegría incitando a
todos a sonreír y ser felices. Su infinita
compasión cubría las barreras geográficas,
impuestas por los humanos, de esperanza
infinita y gusto para continuar siempre a su
lado y disfrutar de sus encantos.
La mayoría del tiempo se
encontraba durmiendo, por lo que mucho la
llamaban la bella adormecida. De vez en
cuando, un bando de hormigas trabajadoras y
alacranes luminosos le daban la vuelta con el
propósito de que se levantara, pero, muchas
veces, ésta sonreía ligeramente, abría sus
fastuosos e intensos ojos para volver a
cerrarlos. De boca arriba, las gardenias y
buganvilias rápidamente la cubrían dejando
entrever las cicatrices de su abdomen
machucado y senos agotados de parir tantas
criaturas desjuiciadas y atormentadas. Las
golondrinas se encargaban de saciar su sed y
buscarle granos para alimentarla pero ésta
parecía, más y más, querer dormir
profundamente, sin destino, ni tiempo
definido, en la quietud de esta nada que
parecía envolverla perpetuamente.
Las gaviotas dieron a conocer
su escondrijo a unos pescadores, carcomidos
por la sal del mar despojado de habitantes,
del golfo de Aden, quienes apresuradamente
montaron en sus embarcaciones, mal acabadas,
para hablarle, la única capaz de darles la
formula misteriosa para hacer comer a la
progenitura. Al verla demolida, se sentaron al
lado de ella para admirarla y fantasear sobre
riquezas y mundos dorados al par con su
belleza. Algunos intentaron quitarle unas
gardenias que florecían en su brazo, siempre
infinitamente estirado, para darse cuenta que
éstas desaparecían, dejando en su lugar llagas
con sangre. La dejaron tranquila y se fueron
cabizbajos y tristes al ver que la bella no se
despertaba, habían perdido el tiempo creyendo
en mejores mundos, sólo les quedaba continuar
en el que destruían sin parar, perpetuando el
terror a golpe de fusiles AK-47 y
lanzagranadas en las aguas decapitadas y
ultrajadas de una costa continuamente olvidada
y masacrada.
Varias veces aparecían dos
viejos viajeros, dirigidos por el canto de los
pájaros que volaban encima de la bella
adormecida y las golondrinas que la
alimentaban, muy cansados y amargados. Uno
tenía un kaffiyyeh y el otro un kiphá.
Habían venido desde tierras muy lejanas,
cubiertas de arena y miel, cruzando por valles
abruptos y colinas rojas, sin hablarse ni
mirarse, aunque parecían conocerse como
hermanos. Al ver la bella profundamente
adormecida, se sintieron completamente
gastados e impotentes, sin poder seguir los
consejos del ruiseñor que les indicaba muy
claramente, con su canto agudo, que para
despertarla de repente sería mejor que
cantaran juntos una canción. Prefirieron darse
la vuelta y regresar cada uno de su lado, por
el mismo camino, uno cargando un lustroso M75,
el otro un IMI Galil, lamentándose de haber
estado tan cerca pero sin conocer los
misterios guardados en tanta belleza.
Arrancaron unas gardenias de su vientre para
verlas desaparecer súbitamente y horrorizados
vieron cómo su vientre se convertía en una
masa irreconocible de sangre. Echándose
mutuamente la culpa del delito, corrieron
apresuradamente lamentándose de haber perdido
tanto tiempo, tener que haber aguantado viajar
juntos para nada, no veían la hora de regresar
a sus respectivas casas para nunca más verse,
para vivir, como siempre, escondidos
eternamente en el odio del otro.
La caravana de viajeros de
proveniencias miles, continuaba eternamente,
del oeste al este, del sur al norte, cruzando
valles, montañas, campos, mares, océanos, en
Antonovs en An-225, en CVNs-65, en Us-440, en
MCs-36, llevando banderas, bandas musicales,
orquestando una sinfonía belicosa y ruidosa,
para despertar a la bella adormecida. Se
peleaban por las gardenias, buganvilias,
robaban los granos, se insultaban, humillaban,
creaban mil y unas situaciones concluyendo en
gritos, agresiones para terminar regresándose
más frustrados y perturbados que cuando
salieron de sus casas. Como un muñeco de
ventrílocuos, la cambiaban de posición, la
hacían hablar, hasta reír y bailar cuando no
quería. La fastidiaban.
Un día descubrieron que la
bella se había abandonado perpetuamente a la
tranquila soledad del olvido, boca abajo,
abierta de par en par, con el cuerpo
infinitamente extendido sobre la tierra seca,
árida. Unos decidían juntarse en manadas para
debatir la mejor manera de despertarla, otros
se peleaban para llegar lo más cerca posible a
ella, ciertos se encomendaban a los dioses,
algunos estudiaban la mejor manera de
construir un mecanismo para levantarla, hasta
unos pensaron en cortarla en pedazos para
clonarla y remplazarla.
En cada gesto, perdía una flor.
Cada flor robada, ultrajada y violada dejaba
en su cuerpo llagas ensangrentadas que
carcomían su belleza. Las golondrinas ya no
conseguían hacerla comer, las hormigas y
alacranes no conseguían moverla. No había nada
que hacer. La bella sólo quería dormir.
La bella adormecida ya ni se
esforzaba a abrazar ni sujetarse a la tierra.
Dormía placiblemente en ella, esperando que
las buganvilias y gardenias crecieran para
montar hacía los cielos, agarrarse de los
astros y separarse de la Tierra. Estaba
cansada. Sólo quería dormir. Para siempre.
Lejos de ahí.