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JULIO TORRES-RECINOS
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EL PESO DE LA NOCHE
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    A veces nos gustaría saber hacia dónde se dirigen algunas personas, si existe para ellos un espacio en el mundo donde se puedan quedar, si personas como Domingo Vides podrán algún día desprenderse de esa nube negra que siempre parece perseguirlos.

    Conocí a Domingo hace un par de años, en el bus en que viajábamos desde Washington, D.C., hacia Toronto, Canadá.  En ese viaje de más de catorce horas tuvimos mucho tiempo para que nos conociéramos.  Eso fue lo que creí, que lo conocía, que me había adentrado un poco en aquella alma atormentada.  Entonces creí ver un poco de ilusión en él al iniciar aquel viaje. Nunca había estado en Canadá y tenía su alegría la ingenuidad de los que creen que la vida da segundas oportunidades.  Llegué a saber mucho de él porque desde los primeros minutos logramos conectar, como si hubiéramos sidos grandes amigos desde hacía mucho tiempo,  pero quedaban muchas cosas que no iba a conocer ni a entender porque Domingo vivía en su propio mundo cerrado, con sus propias reglas, claves y limitaciones. Tenía puertas que no le iba a  abrir a nadie y que yo, aunque lo conocía bastante bien y éramos muy buenos amigos, me habría atrevido a intentar abrir.  Me contó que iba hacia Canadá después de haber dado un círculo agotador e inútil por los Estados Unidos.

    Vivió cuatro meses en México, en Chihuahua, y luego pasó a Houston. De Houston se fue, en un viaje agotador de interminables horas, a Los Ángeles, donde participó un poco de la vida cultural gracias a unos amigos artistas que en esa ciudad tenía; de Los Ángeles se mudó a San Francisco, durando pocos meses por esos lugares, aunque afirmaba que le habían gustado. En California tenía muchos amigos y familiares y lo había pasado bien.  De San Francisco tomó el bus para Seattle, siempre en la costa del Pacífico, lugar que veía por primera vez. Trabajó en lo que pudo, hizo lo posible por disfrutar la ciudad, luego recogió sus cosas a los pocos meses, cerró el maletín negro y siguió hasta Chicago, mal dormido y mal comido en un viaje tan largo, donde tenía  algunas amistades en la comunidad salvadoreña.  Allí encontró a Alicia Tobar, su gran amor de cuando tenían quince años.  Años más tarde, Domingo reflexionaba que con Alicia sí se habría casado, que había sido su gran ilusión; una gran mujer, de buena familia, trabajadora, de sentimientos nobles.  Alicia no se había casado todavía y aún le tenía un poco del cariño que había sentido por él cuando estudiaban en la escuela secundaria; al cabo de poco tiempo Alicia le pidió que se quedara con ella en Chicago, que ella le ayudaría a buscar trabajo, a salir adelante. Que encontrarían una casa, que tendrían niños si él quería y que ella no veía porqué dos personas buenas como ellos no podían ser felices.  Inicialmente dijo que sí y se quedó con ella, ilusionado en la casa, en tratar de amueblarla, en colgar un cuadro por aquí y otro por allá,  pero a los seis meses, sin decir nada, sólo dejando una nota donde le decía a Alicia que la quería mucho y que lo perdonara, hizo maletas, tomó el bus y se fue a Nueva York,  donde tenía conocidos, y aunque no los hubiera tenido, tenía que seguir.  En Nueva York se quedó en casa de unos conocidos de allá en el pueblo.  Vio la ciudad, compartió momentos con los amigos, y se fue a las dos semanas, a Greensboro, Carolina del Norte, ciudad que le pareció un jardín, siempre verde, con una historia interesantísima y unos árboles frondosos que parecían decirle que se quedara.  Se sentía bien y hasta hizo un intento por ingresar a la universidad.  Seis meses duró en Greensboro y decidió irse a Miami, dejando atrás los campos verdes en pleno marzo.  Allí conoció a Floria Farray, una hermosa cubana, con quien a los pocos meses estaba viviendo.  Alquilaron una casa, se instalaron y se quedó con Floria un año.  Cuando ella le dijo que creía que estaba embarazada, Domingo se alegró, como era natural, pero después le entró un miedo y una desesperación.  No se esperó a saber si Floria estaba de verdad embarazada, reunió 300 dólares y a la mañana siguiente estaba en la terminal de autobuses, esperando el que salía para Washington.  En la capital visitó el Capitolio, y un par de monumentos más, fue a ver unos amigos en Maryland y a los diez días estaba sentado en el bus que iba para Toronto.

    Yo había ido a Washington en plan turístico y regresaba a Toronto.  Nos hicimos amigos en el bus. Domingo no hablaba mucho, pero se veía que era buena persona.  Nos dimos cuenta que teníamos muchos amigos en común.  Así comenzó nuestra amistad.  En Toronto nos seguimos viendo.  Domingo vivía en un cuarto pequeño cerca de la calle Keele.  Parecía tranquilo, siempre amable, aunque a veces le salía una sonrisa triste.

    No quería trabajar en su profesión. Había sido profesor en su país, nunca intentó convalidar su título, tampoco le interesaba la universidad.  Buscó un trabajo en construcción, era ayudante de los albañiles que pegaban ladrillos en el húmedo y sofocante verano de Toronto.  A él le tocaba hacer la mezcla y llevar los baldes pesados llenos de cemento fresco de un lado a otro o traer en la carretilla las docenas de ladrillos hacia donde iban levantando la pared.  Regresaba a la casa, se encerraba en el cuarto y, con los audífonos puestos, se ponía a escuchar no sé que música que le traía tristes recuerdos.  Los domingos iba a jugar fútbol con unos amigos a una cancha cercana.  Después lo invitaban a ir a algun bar, pero nunca aceptaba. Regresaba al cuarto y se encerraba.

    Domingo me había contado algo de lo que le pasaba.  Me hablaba de bombas, disparos y compañeros muertos.  Las lágrimas le nublaban la vista y era triste ver a aquel hombre joven y de cuerpo fuerte bajar los ojos ante el recuerdo.

    Yo trataba de ayudarlo en la medida en que podía.  Alguna vez le mencioné a un psicólogo amigo mío.  Sólo me dijo A-La noche, Alfredo, la noche.@  Otra vez me dijo A-Son las noches las que me matan.@  Una tarde, mientras veíamos que las hojas caían por la fuerza del viento, me dijo: ASon los recuerdos, los muertos que no se van de mi cabeza.  Me vienen en la noche con sus gritos, con sus nombres que no se borran.  Es la música que me atormenta, son los ecos que no se van, que me persiguen aun cuando duermo, que no me puedo quitar de la cabeza. Son las imágenes siempre presentes, recurrentes hasta cuando como o trabajo, cuando duermo o me levanto en la mañana.@  Creo que la gente que conoció a Domingo no se daba cuenta de lo que le pasaba.  Sólo veían en él a aquel hombre joven, siempre correcto en todo, afable con todos, con una sonrisa franca y después el silencio infranqueable.

    En una fiesta del equipo de fútbol le presentaron a Nancy, una hermosa muchacha canadiense de veinticuatro años que se desenvolvía con mucha gracia, con la alegría de quien ve la vida con mucha seguridad y optimismo.  La atracción fue mutua y al poco tiempo la rubia despampanante inundaba con su presencia el cuarto de Domingo todas las tardes.  Nancy era una mujer muy preparada, tenía una maestría en educación y trabajaba en una escuela al norte de Toronto.  Su familia aceptó a Domingo sin reservas.  El padre lo tomó como su tercer hijo, la madre estaba encantada y los dos hermanos se habían encontrado a un hermano más, a un primo o amigo a quien querían incluir en todas sus actividades, en el fútbol, la pesca, las salidas a bares o a fiestas. 

    El padre de Nancy le ofreció ayudarle a buscar otro trabajo o si quería le podía dar trabajo en su pequeña compañía,  para que ya no siguiera en el agotador trabajo de construcción.  Domingo le agradeció con algunas frases corteses pero no aceptó.

    Domingo y Nancy pasaban mucho tiempo juntos.  La alegría de ella hacía que él se contagiara de cierta calma y dulzura y hasta parecía que sus pesadillas habían quedado atrás. Quizás esos ratos con Nancy fueron los más sosegados que vivió Domingo, los más prolongados que vivió con alguien también.  La gente decía que hacían una buena pareja, la suerte que había tenido Domingo sobre todo, qué chica era Nancy.

    Como al año, comenzaron a hacer planes para la boda.  Los comenzaron Nancy y su familia porque Domingo no se mostraba muy entusiasmado.  Dijo que sí, que claro, que quería casarse con Nancy.  Pero después de las pláticas sobre la boda, Domingo regresaba a su cuarto y se encerraba horas y horas, alejado del mundo, oyendo su música, castigado por los recuerdos. Cada día salía menos. Del trabajo regresaba a la casa y se encerraba en el cuarto. Nancy seguía llegando, pero no se quedaba mucho tiempo. Presentía que algo le pasaba a Domingo, pero él no decía mucho. Era muy esquivo en sus respuestas o se negaba a hablar y permanecía callado. Nancy no lo abandonó nunca y decía que una vez que se casaran eso se iría arreglando poco a poco. 

    Un domingo lo fui a visitar y lo encontré sentado en la cama, más triste de lo normal.  Me dijo que no sabía si podía quedarse más tiempo, que los muertos lo perseguían, que no lo dejaban vivir, no se querían ir, y comenzaba a mencionar nombres: El Cholo, el Tico, el Flaco, Chave, Tomasita, Lita, Coqui, la Nica, el Chapín.  Y comenzaba a hablar de las bombas, de cuando estuvo preso y no vio la luz del sol por más de tres meses, de los interrogatorios y las torturas, y los gritos de otros presos, y el llanto en la noche, su esfuerzo por no volverse loco.  La boda tendría lugar en tres meses.  Me dijo que no tenía nada en contra de Nancy, que la quería muchísimo y que no quería hacerle daño ni a ella ni a su familia, y por eso no iba a casarse.  No se podía casar.  Me dijo que había tratado de debilitar sus músculos hasta el delirio empujando la carretilla llena de ladrillos, que por eso había escogido ese trabajo duro en el que había días en que trabajaba hasta dieciséis horas  en el húmedo calor del mes de agosto en Toronto, que por eso jugaba al fútbol hasta quedar rendido, o que por eso corría tres horas diarias los domingos, para exorcizar los recuerdos, para sacarse los muertos.  Inútil.  No sé si le contó estas cosas a Nancy.  No sé hasta qué punto ella se dio cuenta de la vida atormentada que llevaba Domingo, de la noche que dominaba en su cabeza.

    Tres semanas antes de la boda, Domingo cerró el maletín negro y se fue a la estación de buses en Dundas, en el centro de Toronto.  Iba para Vancouver, iba a viajar miles de kilómetros para llegar a una ciudad desconocida, donde no conocía a nadie.  Le habían hablado del sol y de la lluvia, de las interminables lluvias que esperaba que le calaran su humedad hasta los huesos para que se los deshiciera y así agotar sus fuerzas, para de esta manera terminar ese inmenso viaje circular y sin retorno, sin destino fijo, que era su vida.

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