La última vez que la vi, vestía un
suéter azul de cuello alto y un saco negro. El
cabello castaño le caía sobre los hombros, y los
labios gruesos, pintados de color vino, resaltaban
como heridas en su rostro. No tenía las mejillas
sonrosadas, ni los ojos luminosos, sólo los labios
brillantes en medio de esa palidez adornada con
pestañas negras como de muñeca. Valeria tenía cara
de figura de trapo. Ojos enormes, piel blanca,
melena rizada. Era la hija de un padre muerto al
que soñé sólo una noche dándome su bendición; el
fruto de una mujer que no pudo resistir un respiro
más de vida y murió de asma. Sola, llegó a mí
apenas a los veinte años, plena de ideas, con
tantos dolores viejos ocultos bajo los párpados
gruesos de sus ojos que al principio me dio miedo
sostenerle la mirada.
No sé exactamente cuándo se me
ocurrió. Sé que comimos juntas muchas tardes,
que nos tomamos de la mano cientos de veces, que
yo también estaba sola. Sus dedos largos me
ofrecieron una pluma por vez primera. Aquellas
manos en las que cada vena se adivinaba con
certeza de mapamundi me narraron historias que
nunca antes había creído posibles. Y yo quise
hacer las –hacerlas- mías. Inventar nuevas caras
y palabras también; adoptar el sonido de sus
dedos al teclear en la vieja máquina de
escribir. Pero no podía. Cada párrafo suyo
cantaba mi inutilidad, mi ineptitud, porque los
personajes de su vida bailaban mientras los míos
arrastraban los pies sobre el papel en blanco y
morían arrugados en las hojas hechas marañas en
el suelo.
Su voz aguda quemaba como el sol. La
tarde en que sentí que estaba a punto de
ampularme los oídos y que mis dedos no darían
para más, llegué a la decisión final.
La noche perfecta llegó pronto. En
medio de un casi interminable brindis festejando
su primer libro la hice dormir. Di gracias a
Dios por la química y la medicina; gracias por
mi botiquín siempre bien surtido por el
siquiatra que creía en las curas para la
depresión en forma de pastillas; gracias por el
manuscrito acurrucado sobre el escritorio;
gracias porque Valeria cayó rendida y así
ya no fue difícil interrumpirle el aire.
Lamí su nariz para saborear su
respiración, su boca para probar su aliento.
Dormida, la suavidad de sus dientes y de su
lengua la hacían una completa muñeca de
terciopelo vestida de azul y negro. Ya desnuda,
la exploré largamente antes de romper su piel.
El primer pedazo supo extrañamente dulce. Suave.
Las piernas y los brazos aguardaron mi hambre
con paciencia en el refrigerador. Con su cabello
rellené un cojín pequeño que cosí con esmero y
guardé en mi bolsa a manera de amuleto. Tela
roja para guardar mechones largos. Largos los
dedos que dejé para el final. Aquellas manos que
habían dibujado en palabras perfectas los mundos
que yo no era capaz de imaginar estaban ahora
entre mis dientes. Los huesos, más tarde, todos,
en la tierra.
Por fin Valeria era mía y yo era ella.
Ella, sus nervios, sus ideas. Saber que sus
miedos y sus ayeres descansaban en mi estómago y
no la mortificarían más me hizo sentir feliz,
porque la felicidad –entonces lo supe- es
arrebatarle a mordidas el dolor a los demás y
hacerlo dormir y añejarse en el vientre sin
decir nada. Valeria y sus personajes entraron en
mí y conocí el sabor de su sexo y de su saliva y
su sudor; los devoré al calor del carbón durante
días. Después, sólo la pluma compartió mi
secreto. Aquello que únicamente sus ojos -que a
propósito tan despacio degusté- habían visto, se
coló entre mis palabras y, cuando guardé su
mundo en las primeras líneas tras la larga
digestión, supe que todo había valido la pena.
La última vez que la vi vestía este
suéter azul de cuello alto y este saco negro y
sonrió al mirarme antes de dormirse. La última
vez que la mordí no era más que una figura
blanda y amorfa entre mis manos, y sus ideas el
génesis de muchos libros con mi nombre en la
portada.