I.
Hay ocho focos en el marco del
espejo, pero uno no sirve. Parpadea y me
distrae. Todos tienen una ligera capa de polvo
encima que desde los primeros ensayos he
querido limpiar, pero siempre se me
olvida.
- Su atención por favor, primera
llamada.
Al fondo se oye ya el sonido de los
músicos afinando sus instrumentos. El aviso
continúa:
- Maestros de la orquesta, por favor
pasen al foso.
Aunque ya debería haberme
acostumbrado, estas advertencias me toman
tan desprevenida que brinco del susto.
Nunca me doy cuenta de lo tarde que es. Elena
y Dimitri y algunos músicos se fueron hace un
rato no muy largo, y ninguno de ellos parecía
apurado. He estado vocalizando desde que cerré
la puerta. Cada nota ha crecido exacta,
vibrando con armonía, pero ni siquiera esa
seguridad ha ayudado a que me dejen de temblar
las rodillas. Tengo empapadas las palmas de
las manos, y siento como si una rata
perseguida me girara en las entrañas. Resulta
extraño articular esto, ponerlo por escrito.
Nadie me había solicitado que respondiera a
una entrevista antes de un estreno, minutos
antes de un estreno, y sólo acepté porque el
cuestionario lo he podido ir llenando a mi
propio ritmo, y porque quise ponerle palabras
al miedo. Creo que no fue una buena idea. Se
me resbala la pluma. No me puedo concentrar.
Fue lo último que escribí aquella
tarde en el camerino. Ya había respondido a casi
todas las preguntas. Tamara agregó algunos
comentarios, pero de eso supe después.
Recuerdo que me hice la fuerte ante
todos, especialmente al principio, mientras
caminaba hacia el escenario y abría un extremo
del telón de terciopelo para observar la sala
vacía. Ante mis ojos se alzaron tres pisos de
palcos y una butaquería de pronto tan inmensa y
roja que me pareció estar de pie frente a un
hocico listo para engullirme. Qué estoy
haciendo aquí, pensé. Siempre bullen así
los nervios. La barbilla temblorosa anunció
lágrimas, pero apreté los puños y no me permití
flaquear. Pasara lo que pasara, no iba a
quebrarme en ese instante, frente a Rodrigo.
Sabía que me estaba mirando desde atrás de una
pared de la escenografía, porque yo también lo
había visto al pasar. Mucho menos podía darme el
lujo de estropear el maquillaje a pocos minutos
del inicio de la función. El público estaba por
entrar. Fue entonces que Dimitri y Elena y los
otros me alcanzaron, para admirar juntos aquel
espacio callado que en breve estaría aleteando
vida. Muy alegres me encaminaron de regreso al
camerino. Rodrigo me lanzó una mirada que no
pude esquivar a tiempo. Estaba casi
irreconocible, ¿insignificante? Sí, tal vez.
Empequeñecido sin duda. Me dio tristeza, pero
fingí indiferencia y cerré tras de mí y mi
escolta la puerta que lucía un papelito pegado
con cinta adhesiva, con mi nombre escrito en
mayúsculas. DAMIANA GUERRA. Cuando lo vi por
primera vez tuve la extraña sensación de que era
el nombre de alguien más, no el mío. El nuevo
rol que me tocaba interpretar fuera del
escenario: “la novia de la ópera.” En México les
encantan esas frases hechas que le quedan a
cualquiera. “Susanna, la novia de Fígaro
durante esta temporada, nada más”, insistí en la
rueda de prensa. De todos modos publicaron lo de
novia de la ópera. Qué se le va a hacer.
Era la primera vez que no debía
compartir camerino con nadie. No lo dije
públicamente, pero el personaje de Susanna
fue el primero en concederme ese privilegio, que
ni Adina en El elixir de amor me
había brindado. Tal soledad protagónica fue un
alivio desde mi llegada. Coloqué en orden mis
cosas tal como me gusta. Pude desempacar hasta
el último de los frasquitos que traía en el
neceser, y depositarlos por el tocador y
la orilla del lavabo de acuerdo a su tamaño y
contenido (doce en el tocador, acomodados en
equilibrio con los ocho focos, y cuatro en el
baño: cuando me pongo nerviosa siempre me da por
contar todo); alisté mis vestuarios en el orden
indicado, dediqué un buen rato a leer y pensar
las respuestas al cuestionario que me dio Marilú
-que hasta hace poco era sólo la prima de Elena
y ahora es “la periodista” (hasta
me dio un cuaderno para responder, sólo le faltó
regalarme también su pluma)-, y todo iba bien
hasta que los recuerdos me empezaron a inundar y
decidí hacer las preguntas a un lado y
maquillarme. Es parte de la magia: exagerar los
rasgos, prestarle la piel al personaje y crearle
un rostro propio. Esconderse bajo la cara de
alguien más hace todo más fácil. Al menos eso
pensaba yo antes de la llegada de Tamara.
Una vez caracterizada y con el
humidificador encendido para que el aire reseco
y sucio no lastimara mi garganta, saqué mi termo
y bebí té con miel en silencio. Disfrutando cada
sorbo, observando la fotografía con atención.
Aunque siempre la he llevado conmigo, rara vez
la atoro en el marco de los espejos de los
camerinos de los teatros donde canto. Las fotos
en los camerinos me traen malos recuerdos.
Además, quien la ve hace preguntas y siento
incómoda, de modo que hacía mucho tiempo que no
me sentaba a contemplarla. Los años habían
mordido los colores. Estaba maltratada –a veces
pensé en comprar un portarretratos para
protegerla, pero sólo me acordaba de eso cuando
volvía a encontrarla en la bolsita lateral del
neceser-. Esa noche me desconcertó
redescubrirla, y comparar la opacidad de la
imagen impresa en papel con la brillantez fija
en mi memoria: los pantalones acampanados y
rojísimos de Tamara, la camisa amarilla de papá,
mamá tan de blanco que casi lastimaba los ojos,
Eduardo disfrazado de policía, y yo en
aquel vestido que me puse cuanto pude hasta que
no cupe más en él. Ahí estaban nuestras caras,
nuestra ropa, pero esos no éramos nosotros.
Antes de esa tarde nunca había visto a papá
sonreír así, con tanta placidez. Después,
tampoco. No se dijo en voz alta jamás, pero
aquel fue el último rato feliz de nuestra
infancia. Tamara, Eduardo y yo pronto perdimos
esa luz, ese brillo muy adentro de los ojos que
en la foto se percibe a pesar de todo. Mamá
estaba radiante, pero no pude recordar su risa
mientras arrancaba una flor con los dedos de los
pies para dársela a papá. Ella disfrutaba andar
descalza y podía agarrar cualquier objeto ligero
con los pies y elevarlo a donde quisiera. A papá
eso le hacía gracia. Como por instinto, intenté
mover por separado mis dedos ocultos en las
botas de Susanna. Ya sabía que no iba a
poder.
Se suponía que Faustina era quien
debía poner mis cosas en orden, porque no me fío
de las encargadas de vestuario. Como quise
sentirme dueña del camerino, le pedí dejarme
sola desde que entramos al teatro. Quería vestir
lentamente mi personaje. Estar tranquila,
le dije. Pero habíamos llegado con tanta
anticipación que estuve lista mucho antes de lo
previsto y me arrepentí. Ya no quería seguir
pensando en las preguntas tan personales que
había encontrado a lo largo del cuestionario, ni
ver por más tiempo la fotografía atorada cerca
del tercer foco, por eso decidí salir a dar una
vuelta y asomarme tras el telón. Los asientos
vacíos se ven tan diferentes en los ensayos. Es
como si no existieran, sobre todo si uno ya
conoce el espacio, pero después… En realidad
sólo buscaba a alguien que me detuviera para no
escapar. Para darme valor. Afortunadamente
Dimitri y Elena me hicieron compañía.
Cuando los músicos empezaron a afinar
sus instrumentos, y los alientos, las cuerdas,
las maderas y las escalas y las voces de los
demás cantantes se empalmaron con las mías a
través de las bocinas y las paredes –pelonas y
de un blanco percudido desolador, ¿por qué los
camerinos son tan feos?-, quise creer que a
pesar de que no hubiera más rostros que el mío
frente a todos los espejos que miraba, que a
pesar de todo, era feliz. Fue inútil. Amo
cantar, pero odio todo antes de salir al
escenario. Creo que eso sí lo escribí en alguna
parte del cuaderno. Además, me resultaba difícil
concentrarme con el ruido de los coches ahogando
el Eje Central. La ventana en Bellas Artes me
ofrecía una vista privilegiada hacia la fachada
del antiguo edificio de Correos, y entre
palacios se había atascado un río de automóviles
y autobuses histéricos que no iban hacia ninguna
parte. La calle se convirtió en metáfora del
país, y me hizo enojar. Una cortina ralita y
sucia que me recordó las de mi viejo colegio no
sirvió de nada para protegerme del caos. Me
sentí comprimida entre el desastre vial y los
ruidos provenientes del pasillo. ¿Cómo voy a
entrar en personaje así?
Algunos de mis compañeros suelen reír
y conversar sin recato hasta el último momento,
confían en que todo depende de la voz y juran
que lo demás es más posado que nada. De
hecho ahí afuera estaban varios, de lo más
tranquilos, pero yo no he podido sentir esa
calma ni siquiera una sola vez antes de salir a
escena. La noche anterior al estreno tengo
pesadillas. En cuanto cierro los ojos pierdo la
voz; no logro llenar con ella la sala entera;
olvido las letras de las arias; irrumpo a
destiempo; desafino. Como los niños que no se
cansan de ver la misma película, pareciera que
yo no me canso de sufrir los mismos desastres
oníricos. Entonces me levanto en medio de la
noche a repasar el texto, la música y los trazos
escénicos hasta que me duele la cabeza. Y es
todavía peor cuando tengo que cantar en un
idioma que no entiendo: el diccionario, la
fonología y el ritmo del lenguaje consumen toda
mi atención; estudio y repaso sin tregua, oigo
discos y me grabo a mí misma para compararlos
hasta perfeccionar mi sonido lo más posible,
procurando que el canto fluya por mi cuerpo con
la naturalidad de la sangre por las venas, que
no tropiece sino que cada palabra baile con la
música, y de todas maneras la noche antes siento
el mismo temor que habría sentido si no hubiera
ensayado nunca. Eso también lo alcancé a poner
por escrito para la entrevista. Recuerdo que al
terminar la oración alcé la vista hacia el
espejo y me sentí orgullosa: esa noche había
hecho tan buena labor como maquillista que nadie
más que Faustina, quien me vio llegar, sabía de
mis ojeras con pretensiones de antifaz. Tal vez
Rodrigo… Pero después de tanto tiempo, lo dudo.
Seguí vocalizando, perfeccionando los
pasajes más difíciles mientras me acomodaba la
falda una y otra vez. Afuera se seguían
escuchando las risas de mis compañeros, yendo de
un camerino a otro con un entusiasmo que me
parecía incomprensible, incompartible. ¿Seré
normal? Sonreí. Por supuesto que no. “Nadie
que se disfraza de alguien que no es y canta
mínimo durante tres horas seguidas parlamentos
en idiomas que apenas habla, y que el público
de por sí nunca entiende, es normal.” Eso
siempre me lo decía papá.
Pasos de gente yendo y viniendo. Por
el cristal biselado distinguía un desfile
constante de figuras borrosas. La segunda
llamada me detuvo en seco. ¿Tan rápido?
Tocaron a la puerta. Era Juan José, el director
de escena.
- Mucha mierda, mijita.
- Gracias -contesté, reconfortada-.
¿Algo más antes de empezar?
- Sí. Disfruta tu boda –dijo con
alegría, me dio un abrazo y salió.
Estaba por cerrar de nuevo la puerta
cuando apareció Guido, el director de orquesta.
Se había engomado el cabello a manera de
gorrito. Chapado a la antigua, con un
amaneramiento casi enternecedor meciendo sus
gestos y palabras, Guido goza fama de músico
correcto, y nunca le grita a nadie. En cambio,
me ha tocado trabajar con directores en extremo
exigentes y, aunque los resultados musicales son
mejores, el estrés no brota en el estreno, sino
desde que lo invitan a uno a ser parte del
elenco.
- Iba a esperar a que salieras de esta
cueva, pero mejor vine antes –dijo Guido, y
continuó-. No me detengas ese fa del que
hablamos, acuérdate que no es un calderón, ¿va
bene?
Qué diferencia con los que dicen ¡no
estudiaste solfeo, o por qué no entiendes que
eso no es un calderón, carajo! Los músicos
de esta orquesta están felices con él, porque ni
siquiera los regaña si desafinan, llegan tarde o
faltan sin avisar. Alguien me confesó que eso es
lo bueno de las plazas vitalicias: nadie puede
hacerles nada. Admiro la paciencia de Guido.
Después de besarme las manos se marchó de mi
camerino con una sonrisa muy cálida y me hizo
sentir un poco más tranquila.
Una vez que Guido cerró la puerta, me
miré al espejo nuevamente. A veces creo que me
hice de este hábito para no sentirme tan sola,
así como otras personas encienden la televisión
para escuchar la voz de alguien. El vestuario me
sentaba bien. Y qué decir de la enorme ventaja
de saber que sólo yo lo usaba: es repugnante
vestir las prendas que alguien más ya ha sudado,
porque a veces las crinolinas y los materiales
de telas no permiten que se laven a profundidad.
Me felicité porque el maquillaje era perfecto y
no tuve que ir al saloncito del fondo a que me
ayudaran ni siquiera con las pestañas postizas.
Había logrado colocarlas en el borde preciso
para que no me estorbaran la visión (toda una
hazaña, tomando en cuenta que siempre arruino el
primer par). Me reconfortó la certeza de que
Rodrigo ya estaba sumido en el foso entre los
violines segundos, y no habría modo de que me
distrajera. La presencia de Elena y Dimitri me
calmaba también. Me apetecía estar cerca de
ellos para escuchar la obertura. Disfruta
casarte con Fígaro, me ordené, sin perder
de vista los ojos de mi reflejo. La cacofonía de
los músicos afinando los instrumentos cayó como
cascajo desde la bocina del techo. Pinche
bocina. Apreté los dientes y, tras un
largo suspiro, me dispuse a salir. Justo en el
momento en que puse la mano sobre la perilla de
la puerta, Tamara entró a toda prisa y estuvo a
punto de estrellarse contra mí. Detrás de ella
venían Faustina y Elena.
- Me urge hablar contigo, Damiana. Por
favor.
- Le dije que están por dar tercera,
pero me hizo el caso del burro –interrumpió
Faustina.
- Voy a pedir que le den un boleto y
la acompañen a sentarse, para que vea la función
–ofreció Elena, evitando mirar a Tamara.
- Tú no te preocupes de nada, Damiana,
que ahorita nos la llevamos –la secundó
Faustina.
Las miré a las tres, incrédula.
- ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? –me
enfoqué en mi hermana-: Vete de aquí, Tamara.
Ella se sentó en el taburete del
tocador y rompió a llorar. Era obvio que venía
borracha, pero yo hacía tiempo había dejado de
sorprenderme por eso.
- Armó un escándalo allá abajo en la
entrada de artistas, y como su nombre no estaba
en la lista de invitados no la dejaban pasar, ¿y
dime tú quién va a creerle en semejante estado
que es de tu familia? Así que llegaron los
policías y yo de casualidad me di cuenta y bajé
a… -empezó a explicar Faustina.
La miré con tanta impaciencia que
calló de golpe. El silencio cayó como
guillotina. Afuera los instrumentos se
detuvieron un instante. Afinarían brevemente
bajo la supervisión del concertino. Era el
momento previo a que Guido entrara al escenario.
Imaginé a la gente preparándose para el inicio
de la función. Se acomodaban en sus asientos,
tosían como tuberculosos en fase terminal,
hojeaban el programa antes de convertirlo en
abanico. Tenía que apurarme a salir del camerino
y tomar mi lugar para entrar a escena en cuanto
terminara la obertura, no podía quedarme ahí ni
un segundo más. Caminé hacia la puerta, y Tamara
encorvó la espalda como dándose por vencida. Se
mordió los labios, casi obediente, pero luego
alzó sus ojos lacerantes de tristeza y me dijo
en voz muy queda:
- Papá se está muriendo.
Otra muestra de su obra:
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