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PABLO SALINAS
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El mejor momento
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La mirada se le desviaba constantemente del frasco de suero conectado a su brazo derecho. Ya sabía que no iba a morir, pero no recordaba bien por qué se encontraba orinando por sondas y jadeando a veces brutalmente, hasta que se lo dije. 

-Tu hermano está muerto.

Hubiera querido esperar que se recupere, pero en el trabajo han dicho siempre “entre hombres, esas son huevadas”. Yo, que he visto tanta muerte, lo sé bien. Mi jefe, el gordo Gamarra me dijo antes de llegar al hospital: “esperar el momento oportuno es una estupidez inventada por los curas de falda larga y cigarro en la boca. ¡Como si existiera un buen momento para decirle a alguien que su hermano está muerto!”. 

-Puta, compadre qué le digo a mi viejita, contestó. Luego hizo una pausa para jadear como un condenado por un rato y prosiguió– A lo mejor ya se enteró.

El mismo Armando Villanueva, Ministro del interior, lo habría estado esperando para condecorarlo por sus acciones en Raura y otros pueblitos perdidos del Perú. Sin embargo, para mí, ese “pellejo” lampiño, con un par de tatuajes mal borrados, no merecía más que la bala que todavía no le habían podido extraer del todo. El doctor había dicho que no comprometía órganos vitales sin ordenar su traslado a Lima, donde como bien me consta, mi compadre tenía una amiga enfermera que lo había tratado de lo mejor la última vez que lo recogieron con las patas por delante. Aquí en Huacho, en cambio, casi no había personal y yo mismo tenía que avisar cualquier emergencia.

-Aumenta, que “dentre” más suero hermano... Fue su respuesta. Entonces giré un tanto el control del suero de manera que este pudo pasar más rápidamente hacia el poco de sangre que le quedaba después de haberse desangrado desde la tierra de la carretera hasta el camión que lo llevó al hospital.

-Por lo menos no fueron los terrucos, continuó.

El aumento del bombeo de su sangre hizo que ésta comience a subir por la manguerilla del suero, empujando el suero hasta la botella. Ya yo iba a llamar por ayuda, cuando él bajó la frecuencia del goteo y todo volvió a la normalidad.

-No sirves para enfermera, compa -dijo con esfuerzo.

La Comandancia había informado que mi compadre llevaba al traficante “Ojo de Uva” desde la cárcel de Huacho hasta el juzgado de Huaral, a una hora de viaje, donde el juez lo había pedido para dictar sentencia. La camioneta estaba ya lista para salir cuando le avisaron que no conseguirían la gasolina hasta el día siguiente, el mismo sábado que se hacía el sorteo por el día de la madre.

Estaba yo recordando el parte policial cuando llegó la mujer de mi compadre con un niño de casi tres años. 

-¿Qué pasó?, preguntó ella, dejando al niño en manos de la enfermera que la acompañaba. El niño comenzó a quejarse y despertó al paciente de la cama vecina quien soltó una maldición. La mujer le respondió con una sarta de groserías y tuve que apresurarme a apaciguarlos para que no se agrandara la cosa.

-Lo agarraron en el óvalo de Chancay, camino de Huaral...

-¿Cuántas balas tiene? interrumpió, evitándome una larga explicación.

-Tenía como cuatro, contesté, mientras trataba de pensar en el titular del día siguiente y explicaba a la mujer que ya le habían extraído tres y la mayor parte del último balazo que se dispersó por el hombro.

-¿Estuviste con él? preguntó nuevamente, Entonces le expliqué que yo no era policía sino periodista y que había escrito ya un artículo sobre la actuación de su marido en Raura, cuando se enfrentó a casi un centenar de terroristas. Pero no dije que lo había conocido años antes en la selva de Tingo María, cuando trabajaba para el gobierno, ni tampoco que habiamos sido bautizados “compadres de culo”  por una camionera de Uchiza, el día que compramos a una niña de trece años por diez dólares y una bicicleta. 

-Mi marido es un héroe, dijo la mujer. El Ministro lo iba a condecorar el lunes por la mañana.

-Todo un hombre el sargento, añadí.

Mi compadre en cambió me había contado tiempo atrás que no habían sido los de Sendero sino alguna gente de la Federación de Mineros de Raura, que después de haber ido a Lima para hablar con la gente de los sindicatos y el Ministerio de Energía y Minas, sin éxito alguno, había regresado furiosa y atacado el puesto policial.

“Se vinieron con todo los mineros, compa. Había uno que era terruco y que estaba candeleando para que nos linchen. Yo ya lo conocía, era un cholo grandazo que casi nunca bajaba al pueblo y que ya había sido botado de la mina. Abusivos, gritaban, perros comemierda, pero nada de lemas senderistas ni otras huevadas. Nosotros estábamos tranquilos jugando casino en el puesto cuando ellos llegaron. Eran como cien. Los guardias civiles entraron casi corriendo a nuestra base. Se cagaban de miedo los cojudos. Nosotros, la Guardia Republicana, teníamos, claro, mejor armamento y, tú sabes, huevos de oro, así que salimos en fila a ver qué pasaba. Ahí vi al cholo grandote al frente de todo el mundo avanzando con un palo en la mano. Terruco conchetumare, le grité, mientras retrocedíamos hacia la puerta, los Guardia Civiles también habían salido a apoyarnos. Yo me lo bajo ahorita, hermano, me dijo un cabo de la Guardia Civil. ¡No!, le grité, déjamelo. Y apunté al hombro del terruco, con el  FAL que tenía bajo el brazo”.

Estaba yo pensando y recordando el relato de mi compadre, cuando éste levantó el mismo brazo, diestro con el fusil, para apretar uno de los senos de su mujer, justo a la altura del pezón que sobresalía de la blusa.

-Chola, le dijo. No era mi hora. 

Su mujer, la que estaba con nosotros en la habitación del hospital, era mucho más joven de la que yo le conocía, y a pesar de tener el pelo desordenado hasta las nalgas, parecía que debajo del abundante maquillaje era casi una niña. Yo tenía la impresión de estar sobrando en el lugar, pero no me podía ir hasta no escuchar la versión del mismo sargento, mi compadre, en lugar del comunicado que había preparado el Ministerio. Algunos otros reporteros se habían amontonado en la puerta durante el horario de visita, sin poder ver al paciente, que no había dicho palabra durante ese tiempo. Sólo yo tenía la exclusiva, no por gusto era mi compadre. Felizmente soy de los que también saben escuchar, y tantas verdades a medias me inspiran un poco la imaginación.

“De un balazo le reventé un brazo, pero era duro el cholo grandazo, el huevón todavía gritó: ¡me mataste, conchetumare! Yo ya estaba apuntando otra vez, cuando el jefe de la Guardia Civil me dijo: la oreja es para mí. Ahí disparó él y los mineros comenzaron a correr por todas partes, solo quedaron las mujeres en la plaza. ¿Cómo íbamos a disparar a las mujeres? Ninguna estaba armada. Ni que fuéramos abusivos. Felizmente ninguna era familia del herido ya que las viejas corrieron cuando comenzamos a disparar al aire. Después metimos al cholo grandazo a la base y tuve que pelearme por la oreja. Por las huevas no me decían Manolete desde la selva. Tú me conoces. Pa’ ese tiempo ya me había hecho una sonaja de orejas de terrucos. Tú has visto, compa, el terruco nunca habla así lo revientes, pero cuando le cortas la oreja, le empieza a salir sangre como mierda, entonces piensa que se va a morir y te agarra miedo. Sí, ellos también se cagan de miedo”.

-Hora de su inyección, dijo la enfermera, interrumpiendo a la pareja de su descuidado manoseo y a mí de mis recuerdos de lo que me había contado el herido, en tiempos, claro, para él mucho mejores. Luego le aplicó un calmante que hizo dormir a quien cierta prensa comenzaba a llamar, gracias a mí, el Súper tombo. Maldición, pensé, tendría que esperar hasta el otro día y ya no me quedaba mucho tiempo, con los terroristas en plena actividad. La gente ya no creía en los relatos de superpolicías y hasta teníamos simpatizantes de Sendero entre nuestros lectores. 

Quedamos en el cuarto la mujer del paciente, el niño y yo. Fueron algunos segundos de vacilación esos en los que el hombre cerraba los ojos lentamente. Pero apenas se durmió me atreví a preguntar:

-Tengo el carro allá afuera, te puedo llevar a tu casa. 

-No, gracias, respondió ella. Luego, sin embargo, al ver que no podía con el niño que comenzaba también a dormirse, aceptó. Por los pasadizos nos encontramos con gente que también iba saliendo y con algunos pacientes que nos pedían dinero para comprar sus medicinas. 

-Ayúdame por tu hijito, me rogaban. Yo sonreía un poco, acostumbrado a ver gente enferma, mientras ella aclaraba que el niño no era mi hijo.

–Tampoco es de él, me dijo allí mismo, con una pícara sonrisa. Yo, sin embargo estaba algo ensordecido con el bullicio de los pasadizos y el recuerdo de la voz de mi compadre.

“Al otro día ya teníamos una lista de gente que había colaborado con Sendero. Al toque salimos con todo el destacamento y agarramos como a diez. De los diez que chapamos, sólo uno se salvó, nomás porque tenía un dedo a la mitad. Osea que había sido más bien víctima el huevón. Tú conoces que los terrucos mochan el dedo a la gente que va a votar en los pueblos de la sierra donde ellos paran. Dicen que en los días de elecciones iban por la noche a tocar las puertas y a los que tenían el dedo manchado por la tinta de la votación, ¡zaj!, se lo cortaban de una”.

Al enterarme que no era hijo de mi compadre me animé, con todo respeto, a cargar al niño y, por qué no, a joder a mi compadre. Él había hecho lo mismo con la mujer que llevé a Tingo María, cuando yo me mantenía esperando el cheque de Lima y él andaba lleno de dólares, así que no me quedaba remordimiento. En el carro comencé a explicar a su mujer mil mentiras sobre mi trabajo y la gente famosa que había conocido. Ella, claro, estaba más interesada en lo que iba a escribir sobre su sargento y se me hacía imposible desviar la conversación.

-Dicen que se batió como un león el sargento. Una pena lo de su hermano.

-Medio hermano, corrigió ella.

-Tuvieron que tomar el bus interporvincial desde Huacho ya que la camioneta no tenía gasolina. Era viernes por la tarde. Alguién habría avisado, ya que apenas se bajaron en el óvalo de Chancay, para cambiar de bus, los vendedores de frutas cuentan que se aparecieron dos autos y uno de ellos comenzó a disparar a los dos. El primer balazo le dio en el pecho a su hermano y lo tumbó, pero como tenía chaleco se sentó medio atontado. Mi compadre me contó que le dijo a “Ojo de Uva” que se fuera y que los dejara, pero cuando éste se fue, los delincuentes siguieron disparando. 

-Déjame acá en la esquina, me interrumpió la mujer. Y mientras yo buscaba un lugar para estacionar ella comenzó a explicarme algo sobre el niño que no entendí muy bien. Mirándolo bien, no se parecía a mi compadre para nada, menos cuando éste se limpaba la jeta espumosa después de tomarse un trago de cerveza, al tiempo que contaba lo que él llamaba la verdad calata.

“Uno sin dedo, uno sin oreja, a los dos ya no los vi más, pero en cambio los otros nueve hasta ahora me deben estar recordando. En la casa de uno encontramos montón de dinamita que se había robado de la mina. Pa’ qué te cuento, se armó el alboroto con lo que encontramos y llegaron los grandes de Lima, fueron ellos los que hicieron esa historia que tú pusiste en el periódico. Mejor para mí porque del Ministerio me llamaron. Para agasajarme, dicen. Nomás tengo que esperar que Villanueva firme el documento y me lleven a Lima”. Las palabras de mi compadre me despertaban siempre la imaginación.

-¿Puede terminar de contarme primero? -me pidió la mujer. Entonces me di cuenta que ella no era de allí, y que no tenía ni amigos ni familiares que la vieran en el carro de otro que no fuera su marido. El niño dormía en el asiento de atrás y no parecía querer despertar.

-Dicen los testigos que él comenzó a correr dejando a su hermano sentado en la vereda, comencé a contar. Llegaron los delincuentes y le dieron al hermano un balazo en la frente. En la mañana vi todavía la mancha de su sangre, regada en la vereda. Después corrieron por mi compadre que quiso saltar el muro que da a las chacras de Chancay pero tenía ya dos balazos en el brazo y se quedó tirado en la tierra. De verdad es Súpertombo el hombre porque no sé cómo habría llegado hasta allí si tenía también dos balazos en la pierna. “Sentía calentito”, me dijo apenas esta tarde. Para ese entonces ya la gente había avisado a la policía de Chancay que llegó justo antes que rematen al hombre. Dicen que en el polvo, no se distinguía dónde comenzaba la tierra y dónde terminaba mi compadre.

-Ya, ya, gracias, me interrumpió ella mientras despertaba al niño. Al momento me di cuenta que me había emocionado demasiado con la historia, pero qué le iba a ser, soy periodista. 

-Si quieres te puedo recoger mañana temprano para ir al hospital, le sugerí, casi mordiéndome la lengua. Pero ella no respondió.

Mientras bajaba y se inclinaba hacia el asiento posterior, cargando a duras penas al bebe, pude ver todo el contorno de los senos morenos y algo venosos que había tocado mi compadre en el hospital. Luego esperé que ella se alejara y entrara a un hotelito de mala muerte donde se estaba alojando por el tiempo que visitaba al sargento y seguramente sin saber que la esposa de éste, la verdadera, hacía los trámites en Lima para que trasladen al marido al Hospital de Policía y le den el dinero que le había prometido el Ministerio. 

Al día siguiente, yo volvería muy temprano a encontrar de casualidad camino al hospital a la mujer de ese sargento que casi no se inmutó al saber de la muerte de su hermano, pero, quién sabe, se iba a volver un demonio si alguien le quitaba alguna de sus mujeres. Como me dijo el gordo Gamarra apenas le conté todo por teléfono,  en eso tampoco habrá un “mejor” momento para enterarse y me quedaba muy poco tiempo antes que el desgraciado se recupere.

Un miedo rico y frío me humedecía las axilas.
 

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