La
mirada se le desviaba constantemente del frasco de suero conectado a su
brazo derecho. Ya sabía que no iba a morir, pero no recordaba bien
por qué se encontraba orinando por sondas y jadeando a veces brutalmente,
hasta que se lo dije.
-Tu hermano
está muerto.
Hubiera querido
esperar que se recupere, pero en el trabajo han dicho siempre “entre hombres,
esas son huevadas”. Yo, que he visto tanta muerte, lo sé bien. Mi
jefe, el gordo Gamarra me dijo antes de llegar al hospital: “esperar el
momento oportuno es una estupidez inventada por los curas de falda larga
y cigarro en la boca. ¡Como si existiera un buen momento para decirle
a alguien que su hermano está muerto!”.
-Puta, compadre
qué le digo a mi viejita, contestó. Luego hizo una pausa
para jadear como un condenado por un rato y prosiguió– A lo mejor
ya se enteró.
El mismo Armando
Villanueva, Ministro del interior, lo habría estado esperando para
condecorarlo por sus acciones en Raura y otros pueblitos perdidos del Perú.
Sin embargo, para mí, ese “pellejo” lampiño, con un par de
tatuajes mal borrados, no merecía más que la bala que todavía
no le habían podido extraer del todo. El doctor había dicho
que no comprometía órganos vitales sin ordenar su traslado
a Lima, donde como bien me consta, mi compadre tenía una amiga enfermera
que lo había tratado de lo mejor la última vez que lo recogieron
con las patas por delante. Aquí en Huacho, en cambio, casi no había
personal y yo mismo tenía que avisar cualquier emergencia.
-Aumenta, que
“dentre” más suero hermano... Fue su respuesta. Entonces giré
un tanto el control del suero de manera que este pudo pasar más
rápidamente hacia el poco de sangre que le quedaba después
de haberse desangrado desde la tierra de la carretera hasta el camión
que lo llevó al hospital.
-Por lo menos
no fueron los terrucos, continuó.
El aumento
del bombeo de su sangre hizo que ésta comience a subir por la manguerilla
del suero, empujando el suero hasta la botella. Ya yo iba a llamar por
ayuda, cuando él bajó la frecuencia del goteo y todo volvió
a la normalidad.
-No sirves
para enfermera, compa -dijo con esfuerzo.
La Comandancia
había informado que mi compadre llevaba al traficante “Ojo de Uva”
desde la cárcel de Huacho hasta el juzgado de Huaral, a una hora
de viaje, donde el juez lo había pedido para dictar sentencia. La
camioneta estaba ya lista para salir cuando le avisaron que no conseguirían
la gasolina hasta el día siguiente, el mismo sábado que se
hacía el sorteo por el día de la madre.
Estaba yo recordando
el parte policial cuando llegó la mujer de mi compadre con un niño
de casi tres años.
-¿Qué
pasó?, preguntó ella, dejando al niño en manos de
la enfermera que la acompañaba. El niño comenzó a
quejarse y despertó al paciente de la cama vecina quien soltó
una maldición. La mujer le respondió con una sarta de groserías
y tuve que apresurarme a apaciguarlos para que no se agrandara la cosa.
-Lo agarraron
en el óvalo de Chancay, camino de Huaral...
-¿Cuántas
balas tiene? interrumpió, evitándome una larga explicación.
-Tenía
como cuatro, contesté, mientras trataba de pensar en el titular
del día siguiente y explicaba a la mujer que ya le habían
extraído tres y la mayor parte del último balazo que se dispersó
por el hombro.
-¿Estuviste
con él? preguntó nuevamente, Entonces le expliqué
que yo no era policía sino periodista y que había escrito
ya un artículo sobre la actuación de su marido en Raura,
cuando se enfrentó a casi un centenar de terroristas. Pero no dije
que lo había conocido años antes en la selva de Tingo María,
cuando trabajaba para el gobierno, ni tampoco que habiamos sido bautizados
“compadres de culo” por una camionera de Uchiza, el día que
compramos a una niña de trece años por diez dólares
y una bicicleta.
-Mi marido
es un héroe, dijo la mujer. El Ministro lo iba a condecorar el lunes
por la mañana.
-Todo un hombre
el sargento, añadí.
Mi compadre
en cambió me había contado tiempo atrás que no habían
sido los de Sendero sino alguna gente de la Federación de Mineros
de Raura, que después de haber ido a Lima para hablar con la gente
de los sindicatos y el Ministerio de Energía y Minas, sin éxito
alguno, había regresado furiosa y atacado el puesto policial.
“Se vinieron
con todo los mineros, compa. Había uno que era terruco y que estaba
candeleando para que nos linchen. Yo ya lo conocía, era un cholo
grandazo que casi nunca bajaba al pueblo y que ya había sido botado
de la mina. Abusivos, gritaban, perros comemierda, pero nada de lemas senderistas
ni otras huevadas. Nosotros estábamos tranquilos jugando casino
en el puesto cuando ellos llegaron. Eran como cien. Los guardias civiles
entraron casi corriendo a nuestra base. Se cagaban de miedo los cojudos.
Nosotros, la Guardia Republicana, teníamos, claro, mejor armamento
y, tú sabes, huevos de oro, así que salimos en fila a ver
qué pasaba. Ahí vi al cholo grandote al frente de todo el
mundo avanzando con un palo en la mano. Terruco conchetumare, le grité,
mientras retrocedíamos hacia la puerta, los Guardia Civiles también
habían salido a apoyarnos. Yo me lo bajo ahorita, hermano, me dijo
un cabo de la Guardia Civil. ¡No!, le grité, déjamelo.
Y apunté al hombro del terruco, con el FAL que tenía
bajo el brazo”.
Estaba yo pensando
y recordando el relato de mi compadre, cuando éste levantó
el mismo brazo, diestro con el fusil, para apretar uno de los senos de
su mujer, justo a la altura del pezón que sobresalía de la
blusa.
-Chola, le
dijo. No era mi hora.
Su mujer, la
que estaba con nosotros en la habitación del hospital, era mucho
más joven de la que yo le conocía, y a pesar de tener el
pelo desordenado hasta las nalgas, parecía que debajo del abundante
maquillaje era casi una niña. Yo tenía la impresión
de estar sobrando en el lugar, pero no me podía ir hasta no escuchar
la versión del mismo sargento, mi compadre, en lugar del comunicado
que había preparado el Ministerio. Algunos otros reporteros se habían
amontonado en la puerta durante el horario de visita, sin poder ver al
paciente, que no había dicho palabra durante ese tiempo. Sólo
yo tenía la exclusiva, no por gusto era mi compadre. Felizmente
soy de los que también saben escuchar, y tantas verdades a medias
me inspiran un poco la imaginación.
“De un balazo
le reventé un brazo, pero era duro el cholo grandazo, el huevón
todavía gritó: ¡me mataste, conchetumare! Yo ya estaba
apuntando otra vez, cuando el jefe de la Guardia Civil me dijo: la oreja
es para mí. Ahí disparó él y los mineros comenzaron
a correr por todas partes, solo quedaron las mujeres en la plaza. ¿Cómo
íbamos a disparar a las mujeres? Ninguna estaba armada. Ni que fuéramos
abusivos. Felizmente ninguna era familia del herido ya que las viejas corrieron
cuando comenzamos a disparar al aire. Después metimos al cholo grandazo
a la base y tuve que pelearme por la oreja. Por las huevas no me decían
Manolete desde la selva. Tú me conoces. Pa’ ese tiempo ya me había
hecho una sonaja de orejas de terrucos. Tú has visto, compa, el
terruco nunca habla así lo revientes, pero cuando le cortas la oreja,
le empieza a salir sangre como mierda, entonces piensa que se va a morir
y te agarra miedo. Sí, ellos también se cagan de miedo”.
-Hora de su
inyección, dijo la enfermera, interrumpiendo a la pareja de su descuidado
manoseo y a mí de mis recuerdos de lo que me había contado
el herido, en tiempos, claro, para él mucho mejores. Luego le aplicó
un calmante que hizo dormir a quien cierta prensa comenzaba a llamar, gracias
a mí, el Súper tombo. Maldición, pensé, tendría
que esperar hasta el otro día y ya no me quedaba mucho tiempo, con
los terroristas en plena actividad. La gente ya no creía en los
relatos de superpolicías y hasta teníamos simpatizantes de
Sendero entre nuestros lectores.
Quedamos en
el cuarto la mujer del paciente, el niño y yo. Fueron algunos segundos
de vacilación esos en los que el hombre cerraba los ojos lentamente.
Pero apenas se durmió me atreví a preguntar:
-Tengo el carro
allá afuera, te puedo llevar a tu casa.
-No, gracias,
respondió ella. Luego, sin embargo, al ver que no podía con
el niño que comenzaba también a dormirse, aceptó.
Por los pasadizos nos encontramos con gente que también iba saliendo
y con algunos pacientes que nos pedían dinero para comprar sus medicinas.
-Ayúdame
por tu hijito, me rogaban. Yo sonreía un poco, acostumbrado a ver
gente enferma, mientras ella aclaraba que el niño no era mi hijo.
–Tampoco es
de él, me dijo allí mismo, con una pícara sonrisa.
Yo, sin embargo estaba algo ensordecido con el bullicio de los pasadizos
y el recuerdo de la voz de mi compadre.
“Al otro día
ya teníamos una lista de gente que había colaborado con Sendero.
Al toque salimos con todo el destacamento y agarramos como a diez. De los
diez que chapamos, sólo uno se salvó, nomás porque
tenía un dedo a la mitad. Osea que había sido más
bien víctima el huevón. Tú conoces que los terrucos
mochan el dedo a la gente que va a votar en los pueblos de la sierra donde
ellos paran. Dicen que en los días de elecciones iban por la noche
a tocar las puertas y a los que tenían el dedo manchado por la tinta
de la votación, ¡zaj!, se lo cortaban de una”.
Al enterarme
que no era hijo de mi compadre me animé, con todo respeto, a cargar
al niño y, por qué no, a joder a mi compadre. Él había
hecho lo mismo con la mujer que llevé a Tingo María, cuando
yo me mantenía esperando el cheque de Lima y él andaba lleno
de dólares, así que no me quedaba remordimiento. En el carro
comencé a explicar a su mujer mil mentiras sobre mi trabajo y la
gente famosa que había conocido. Ella, claro, estaba más
interesada en lo que iba a escribir sobre su sargento y se me hacía
imposible desviar la conversación.
-Dicen que
se batió como un león el sargento. Una pena lo de su hermano.
-Medio hermano,
corrigió ella.
-Tuvieron que
tomar el bus interporvincial desde Huacho ya que la camioneta no tenía
gasolina. Era viernes por la tarde. Alguién habría avisado,
ya que apenas se bajaron en el óvalo de Chancay, para cambiar de
bus, los vendedores de frutas cuentan que se aparecieron dos autos y uno
de ellos comenzó a disparar a los dos. El primer balazo le dio en
el pecho a su hermano y lo tumbó, pero como tenía chaleco
se sentó medio atontado. Mi compadre me contó que le dijo
a “Ojo de Uva” que se fuera y que los dejara, pero cuando éste se
fue, los delincuentes siguieron disparando.
-Déjame
acá en la esquina, me interrumpió la mujer. Y mientras yo
buscaba un lugar para estacionar ella comenzó a explicarme algo
sobre el niño que no entendí muy bien. Mirándolo bien,
no se parecía a mi compadre para nada, menos cuando éste
se limpaba la jeta espumosa después de tomarse un trago de cerveza,
al tiempo que contaba lo que él llamaba la verdad calata.
“Uno sin dedo,
uno sin oreja, a los dos ya no los vi más, pero en cambio los otros
nueve hasta ahora me deben estar recordando. En la casa de uno encontramos
montón de dinamita que se había robado de la mina. Pa’ qué
te cuento, se armó el alboroto con lo que encontramos y llegaron
los grandes de Lima, fueron ellos los que hicieron esa historia que tú
pusiste en el periódico. Mejor para mí porque del Ministerio
me llamaron. Para agasajarme, dicen. Nomás tengo que esperar que
Villanueva firme el documento y me lleven a Lima”. Las palabras de mi compadre
me despertaban siempre la imaginación.
-¿Puede
terminar de contarme primero? -me pidió la mujer. Entonces me di
cuenta que ella no era de allí, y que no tenía ni amigos
ni familiares que la vieran en el carro de otro que no fuera su marido.
El niño dormía en el asiento de atrás y no parecía
querer despertar.
-Dicen los
testigos que él comenzó a correr dejando a su hermano sentado
en la vereda, comencé a contar. Llegaron los delincuentes y le dieron
al hermano un balazo en la frente. En la mañana vi todavía
la mancha de su sangre, regada en la vereda. Después corrieron por
mi compadre que quiso saltar el muro que da a las chacras de Chancay pero
tenía ya dos balazos en el brazo y se quedó tirado en la
tierra. De verdad es Súpertombo el hombre porque no sé cómo
habría llegado hasta allí si tenía también
dos balazos en la pierna. “Sentía calentito”, me dijo apenas esta
tarde. Para ese entonces ya la gente había avisado a la policía
de Chancay que llegó justo antes que rematen al hombre. Dicen que
en el polvo, no se distinguía dónde comenzaba la tierra y
dónde terminaba mi compadre.
-Ya, ya, gracias,
me interrumpió ella mientras despertaba al niño. Al momento
me di cuenta que me había emocionado demasiado con la historia,
pero qué le iba a ser, soy periodista.
-Si quieres
te puedo recoger mañana temprano para ir al hospital, le sugerí,
casi mordiéndome la lengua. Pero ella no respondió.
Mientras bajaba
y se inclinaba hacia el asiento posterior, cargando a duras penas al bebe,
pude ver todo el contorno de los senos morenos y algo venosos que había
tocado mi compadre en el hospital. Luego esperé que ella se alejara
y entrara a un hotelito de mala muerte donde se estaba alojando por el
tiempo que visitaba al sargento y seguramente sin saber que la esposa de
éste, la verdadera, hacía los trámites en Lima para
que trasladen al marido al Hospital de Policía y le den el dinero
que le había prometido el Ministerio.
Al día
siguiente, yo volvería muy temprano a encontrar de casualidad camino
al hospital a la mujer de ese sargento que casi no se inmutó al
saber de la muerte de su hermano, pero, quién sabe, se iba a volver
un demonio si alguien le quitaba alguna de sus mujeres. Como me dijo el
gordo Gamarra apenas le conté todo por teléfono, en
eso tampoco habrá un “mejor” momento para enterarse y me quedaba
muy poco tiempo antes que el desgraciado se recupere.
Un miedo rico
y frío me humedecía las axilas.