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PABLO SALINAS
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La santa muerte
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De pronto hundió sus dedos en los bolsillos y sintió el contacto del billete de veinte pesos extendido alrededor de su piel erizada por el frio. Más al fondo, muy cerca a los testículos, un frío y cortante instrumento de metal casi golpeaba la otra pierna. Era la primera semana en esa habitación de cartones pintados de amarillo, y desde el otro lado de la pared, en la cabaña contigua, el ruido de un televisor a todo volumen relataba un partido de fútbol entre dos equipos que Carlos aún no conocía.

México era para los dos, abuela y nieto, un tanto como Lima, o mejor dicho, algo más, mucho más grande que aquella vieja memoria que los dos trataban de olvidar. En México, todo era más exagerado, más brutal. Había que aprender casi otro idioma para poder pasar desapercibido entre la gente. Había que decir muchas palabras para apenas hacerse entender. Había que callar sus esfuerzos por ahorrar dinero para el viaje a la frontera. México lo había exagerado todo.

En el piso de la habitación, que alguna vez había sido de cemento, se alineaban miniaturas de Cristos redentores, santos mulatos, Santiagos Matamoros y una estatuilla extraña, totalmente desconocida para ambos, una figura de la Muerte: un pedazo de resina de veinte centímetros. La muerte vestida con túnicas rojas bajo la cual sobresalían los huesos blancos de sus pies. Su rostro cadavérico sostenía el mundo  con una sola mano. Aquella figura, a pesar de ser de muerte, había extendido la vida de los dos.

-Hoy vendí dos de muertes más, dijo ella, señalando la estatua en un rincón donde sólo una pequeña guadaña sobresalía en la oscuridad. Mientras hablaba, la reciente cicatriz de su frente se arrugaba hasta esconderse en la maraña de arrugas que ya coleccionaba con terca resignación.

-Dicen que aquí hay también feria del Cristo Morado... por la calle Catedral, agregó la mujer.

Carlos sintió necesidad de decir algo, pero todo lo que pensó le pareció ridículo y sin importancia. Quiso traer a colación recuerdos de otros tiempos, de sus tiempos de policía en Lima, antes del asesinato de su esposa y el viaje desesperado hasta México. Ese otro intento le pareció esta vez tan doloroso como las llagas de las mujeres vestidas de morado que seguían de rodillas la procesión limeña, dejando una huella de sangre en el camino. La abuela, al otro extremo de la mesa, se esforzaba por escuchar lo que él no se animaba a decir, mientras en la pieza contigua el partido de fútbol seguía su marcha con salvaje intensidad.

-Es lo único que vendo. Esta gente se muere por comprarlas, dijo. Y su rostro intentó una sonrisa sin cambiar para nada la dirección de sus arrugas que escondieron por un segundo la cicatriz que hace algunos años hubiera sido un promontorio sacro a los ojos de su nieto, un monumento a la constancia. Si se pudiera borrar una herida con otra, pensaba a veces Carlos, la vieja estaría como nueva. 

¡Madre hermosa, Señora mía, Dulce flaquita, Dueña de los mortales!, llamaban a la estatuilla, sus ingentes compradores casi sin regatear. Semanas atrás, cuando todavía vivían cerca al centro, Carlos se daba el lujo de pasearse por los monumentos con el dinero de las primeras ventas de la misteriosa figura. Allí fue cuando descubrió el parecido de ese monstruo llamado “DF”. Le gustaba asociar sus imágenes con otras anteriores que había visto en su ciudad. Imaginaba que el monumento al ángel era el mismo de la Plaza Dos de Mayo o que los viejos edificios que rodeaban al Zócalo eran los del centro de Lima. Pero a menudo no encontraba equivalentes a tanto derroche en esa ciudad donde apenas tenía un par de meses.

En ese momento en cambio, sentados frente a frente, la vida parecía resumirse a los santos regados por el piso, la sonrisa de la abuela y ese billete de veinte pesos. La abuela esperaba la visita de una amiga desde Nezahalcoyotl, alguien que tal vez no existía más que en el momento en que había prometido su llegada. Carlos estaba ya cansado de las palabras de esperanzas de la mujer. Prefería esconder sus necesidades en las cajitas rojas de metal que coleccionaba. Entonces era feliz. Podía engañar a todo el mundo, que a veces se reducía a la abuela, con sus historias de los demonios que intentaban cada noche poseerlo, de los diablos que intentaban llevarlo. A diario la mujer rezaba algunas frases que había aprendido de un hombre que tenía a la misma muerte tatuada en la extensión de todo el cuerpo. Un santo, según ella. 

-Madre, tu nieto es tu perdición -le reprochaba el hombre tatuado. -¡Te hace pecar, arráncatelo!

-Es mi cruz, respondía ella. Mientras Carlos vaciaba en su interior el contenido a veces encarnado y oloroso y otras azulado que escondían las cajitas rojas de tabacalera mexicana. 

-Ayer llegué a mi casa, el muchacho tenía la cara todo poseída. Te está llevando Satanás, le dije. Te lleva el cachudo. Él se reía y vi que llegó una sombra.

-Algo estás pagando, vieja, repetía el hombre tatuado cada vez que la mujer iba a visitarlo.

Carlos jugaba con la navaja en sus bolsillos mientras recordaba aquel mismo filo, aquel relámpago desde sus manos, abriendo un surco contundente en la frente de la vieja mujer. Ella no era su abuela, al menos no aquella vez. Era un demonio que había salido de un callejón del Jirón Lampa, de las catacumbas de Santo Domingo, del Palacio de la Inquisición. Aquella no era su abuela revolcándose de dolor. Carlos casi podía jurarlo. Era en cambio un caballo sangrando, una sombra que lo había seguido desde Lima.
Ahora esa cicatriz lo confundía. La mujer lo llevaba como un registro comercial, una prueba de resistencia. El hombre podía ver el resultado de su arrebato y sentir sus movimientos, como si tuviera vida propia, a veces el cauce de la vieja herida se hacía más pequeño a su mirada y algunas otras parecía una sonrisa, una mueca desdentada.

Sentados en la mesa, ambos escucharon un gol desde el otro lado de la pared. Luego un grito. Carlos tuvo ganas de tocar la puerta y entrar a ver el partido, pero el billete en sus bolsillos era un recuerdo mucho más poderoso. El filo de la navaja le hacía sangrar los dedos de impaciencia, cuando se levantó repentinamente.

-Ya te vas otra vez, le increpó la abuela.

-No soy yo, vieja, es el diablo.

Por un segundo, ella quiso golpearlo como le había dicho el hombre tatuado, arrancárselo de una vez y devolverle aquel corte profundo que de él mismo había recibido. 

-¿Quieres ir? -preguntó él.

-Sí, llévame.

Carlos dudó un poco, trató de respirar profundamente para revisar la durabilidad de sus propios pulmones en la excursión que se le avecinaba. 

-Ya, pero vamos con la muerte, respondió. De repente nos dan algo.

Entonces ambos comenzaron a cargar la figura de la Santa Niña Blanca, La Santa Muerte, la cubrieron de periódicos con extremada delicadeza, le pusieron algo de cartón al interior, el mismo que  rellenaron con los más finos retazos de vinilo que pudieron encontrar. Poco a poco fueron levantando también la mayoría de imágenes hasta que la habitación quedó repleta de un olor a comida y un grito de furor que se filtraba desde el otro lado de la pared donde alguien celebraba el segundo gol. 

El mundo en manos de la Santa Muerte se veía muy pequeño y casi desaparecía entre sus impecables túnicas de seda.
 

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