De
pronto hundió sus dedos en los bolsillos y sintió el contacto
del billete de veinte pesos extendido alrededor de su piel erizada por
el frio. Más al fondo, muy cerca a los testículos, un frío
y cortante instrumento de metal casi golpeaba la otra pierna. Era la primera
semana en esa habitación de cartones pintados de amarillo, y desde
el otro lado de la pared, en la cabaña contigua, el ruido de un
televisor a todo volumen relataba un partido de fútbol entre dos
equipos que Carlos aún no conocía.
México
era para los dos, abuela y nieto, un tanto como Lima, o mejor dicho, algo
más, mucho más grande que aquella vieja memoria que los dos
trataban de olvidar. En México, todo era más exagerado, más
brutal. Había que aprender casi otro idioma para poder pasar desapercibido
entre la gente. Había que decir muchas palabras para apenas hacerse
entender. Había que callar sus esfuerzos por ahorrar dinero para
el viaje a la frontera. México lo había exagerado todo.
En el piso
de la habitación, que alguna vez había sido de cemento, se
alineaban miniaturas de Cristos redentores, santos mulatos, Santiagos Matamoros
y una estatuilla extraña, totalmente desconocida para ambos, una
figura de la Muerte: un pedazo de resina de veinte centímetros.
La muerte vestida con túnicas rojas bajo la cual sobresalían
los huesos blancos de sus pies. Su rostro cadavérico sostenía
el mundo con una sola mano. Aquella figura, a pesar de ser de muerte,
había extendido la vida de los dos.
-Hoy vendí
dos de muertes más, dijo ella, señalando la estatua en un
rincón donde sólo una pequeña guadaña sobresalía
en la oscuridad. Mientras hablaba, la reciente cicatriz de su frente se
arrugaba hasta esconderse en la maraña de arrugas que ya coleccionaba
con terca resignación.
-Dicen que
aquí hay también feria del Cristo Morado... por la calle
Catedral, agregó la mujer.
Carlos sintió
necesidad de decir algo, pero todo lo que pensó le pareció
ridículo y sin importancia. Quiso traer a colación recuerdos
de otros tiempos, de sus tiempos de policía en Lima, antes del asesinato
de su esposa y el viaje desesperado hasta México. Ese otro intento
le pareció esta vez tan doloroso como las llagas de las mujeres
vestidas de morado que seguían de rodillas la procesión limeña,
dejando una huella de sangre en el camino. La abuela, al otro extremo de
la mesa, se esforzaba por escuchar lo que él no se animaba a decir,
mientras en la pieza contigua el partido de fútbol seguía
su marcha con salvaje intensidad.
-Es lo único
que vendo. Esta gente se muere por comprarlas, dijo. Y su rostro intentó
una sonrisa sin cambiar para nada la dirección de sus arrugas que
escondieron por un segundo la cicatriz que hace algunos años hubiera
sido un promontorio sacro a los ojos de su nieto, un monumento a la constancia.
Si se pudiera borrar una herida con otra, pensaba a veces Carlos, la vieja
estaría como nueva.
¡Madre
hermosa, Señora mía, Dulce flaquita, Dueña de los
mortales!, llamaban a la estatuilla, sus ingentes compradores casi sin
regatear. Semanas atrás, cuando todavía vivían cerca
al centro, Carlos se daba el lujo de pasearse por los monumentos con el
dinero de las primeras ventas de la misteriosa figura. Allí fue
cuando descubrió el parecido de ese monstruo llamado “DF”. Le gustaba
asociar sus imágenes con otras anteriores que había visto
en su ciudad. Imaginaba que el monumento al ángel era el mismo de
la Plaza Dos de Mayo o que los viejos edificios que rodeaban al Zócalo
eran los del centro de Lima. Pero a menudo no encontraba equivalentes a
tanto derroche en esa ciudad donde apenas tenía un par de meses.
En ese momento
en cambio, sentados frente a frente, la vida parecía resumirse a
los santos regados por el piso, la sonrisa de la abuela y ese billete de
veinte pesos. La abuela esperaba la visita de una amiga desde Nezahalcoyotl,
alguien que tal vez no existía más que en el momento en que
había prometido su llegada. Carlos estaba ya cansado de las palabras
de esperanzas de la mujer. Prefería esconder sus necesidades en
las cajitas rojas de metal que coleccionaba. Entonces era feliz. Podía
engañar a todo el mundo, que a veces se reducía a la abuela,
con sus historias de los demonios que intentaban cada noche poseerlo, de
los diablos que intentaban llevarlo. A diario la mujer rezaba algunas frases
que había aprendido de un hombre que tenía a la misma muerte
tatuada en la extensión de todo el cuerpo. Un santo, según
ella.
-Madre, tu
nieto es tu perdición -le reprochaba el hombre tatuado. -¡Te
hace pecar, arráncatelo!
-Es mi cruz,
respondía ella. Mientras Carlos vaciaba en su interior el contenido
a veces encarnado y oloroso y otras azulado que escondían las cajitas
rojas de tabacalera mexicana.
-Ayer llegué
a mi casa, el muchacho tenía la cara todo poseída. Te está
llevando Satanás, le dije. Te lleva el cachudo. Él se reía
y vi que llegó una sombra.
-Algo estás
pagando, vieja, repetía el hombre tatuado cada vez que la mujer
iba a visitarlo.
Carlos jugaba
con la navaja en sus bolsillos mientras recordaba aquel mismo filo, aquel
relámpago desde sus manos, abriendo un surco contundente en la frente
de la vieja mujer. Ella no era su abuela, al menos no aquella vez. Era
un demonio que había salido de un callejón del Jirón
Lampa, de las catacumbas de Santo Domingo, del Palacio de la Inquisición.
Aquella no era su abuela revolcándose de dolor. Carlos casi podía
jurarlo. Era en cambio un caballo sangrando, una sombra que lo había
seguido desde Lima.
Ahora esa
cicatriz lo confundía. La mujer lo llevaba como un registro comercial,
una prueba de resistencia. El hombre podía ver el resultado de su
arrebato y sentir sus movimientos, como si tuviera vida propia, a veces
el cauce de la vieja herida se hacía más pequeño a
su mirada y algunas otras parecía una sonrisa, una mueca desdentada.
Sentados en
la mesa, ambos escucharon un gol desde el otro lado de la pared. Luego
un grito. Carlos tuvo ganas de tocar la puerta y entrar a ver el partido,
pero el billete en sus bolsillos era un recuerdo mucho más poderoso.
El filo de la navaja le hacía sangrar los dedos de impaciencia,
cuando se levantó repentinamente.
-Ya te vas
otra vez, le increpó la abuela.
-No soy yo,
vieja, es el diablo.
Por un segundo,
ella quiso golpearlo como le había dicho el hombre tatuado, arrancárselo
de una vez y devolverle aquel corte profundo que de él mismo había
recibido.
-¿Quieres
ir? -preguntó él.
-Sí,
llévame.
Carlos dudó
un poco, trató de respirar profundamente para revisar la durabilidad
de sus propios pulmones en la excursión que se le avecinaba.
-Ya, pero vamos
con la muerte, respondió. De repente nos dan algo.
Entonces ambos
comenzaron a cargar la figura de la Santa Niña Blanca, La Santa
Muerte, la cubrieron de periódicos con extremada delicadeza, le
pusieron algo de cartón al interior, el mismo que rellenaron
con los más finos retazos de vinilo que pudieron encontrar. Poco
a poco fueron levantando también la mayoría de imágenes
hasta que la habitación quedó repleta de un olor a comida
y un grito de furor que se filtraba desde el otro lado de la pared donde
alguien celebraba el segundo gol.
El mundo en
manos de la Santa Muerte se veía muy pequeño y casi desaparecía
entre sus impecables túnicas de seda.