GABRIELA ETCHEVERRY
El
fotógrafo
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Eran como las tres de la tarde cuando
golpearon a la puerta y todos corrimos a ver quién
era. El hombre se confundió un poco al ver cuatro
pares de ojos que lo examinaban sin una pizca de
recato. Alto y flaco, de terno oscuro, quería
proyectar en la forma de hablar y vestirse que no
era un cualquiera, que había elegido una manera
digna de ganarse la vida. Pero nosotros
reconocimos de inmediato las marcas de la pobreza
en la cara cansada del hombre todavía joven, y en
esa indefinible huella que va dejando la derrota
en los que tratan una y otra vez de salir a flote
sin conseguirlo. Quién sabe cuántos kilómetros
habría recorrido sin un solo pedido porque no era
cosa fácil llegar a la punta del cerro donde
vivíamos.
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—¿Está su mamá?
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—En la fábrica, en La Serena. Llega a la
noche.
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—¿El papá?— Nos encogimos de hombros
porque nunca sabíamos a qué hora aparecería por la
casa.
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—¿El hermano o la hermana mayor?—
Apuntamos a la Nina que tenía nueve años. De atrás
venía yo, luego Eduardo y Francisco y por último
la guagua. El hombre se resistía a soltar ese
último rayito de esperanza que ahora, mezclado con
la desilusión, le daba un aire tragicómico a su
semblante.
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—Hasta luego— dijo un poco triste de
tener que irse y las palabras rebotaron pesadas en
la acera justo a mis pies. No era difícil adivinar
que su reino se reducía en ese instante a una
silla, agua y comida. No había dicho qué era lo
que ofrecía pero la cámara fotográfica que le
colgaba del cuello lo decía todo y a pesar de no
haber visto una tan de cerca ni menos en la misma
casa sabíamos bien para qué servían. Hubo un
momento de silencio en que todo quedó estático,
salvo el perro que se paseaba alrededor del hombre
moviendo la cola.
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—Espérese— le dijo la Nina, y mientras
lo guiaba a la salita se las arregló para hacerme
un gesto que me mandó trotando a la cocina. Ya
estaba sentado cuando llegué con el jarro de agua
en una mano y el vaso en la otra. Poníamos gran
cautela en las preguntas que le hacíamos porque no
queríamos espantarlo. Nos movía la misma fuerza
sin haber cruzado palabra entre nosotros y no
estábamos dispuestos a dejarlo partir.
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—¿Se puede pagar después, cuando la foto
esté lista?
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—Una mitad ahora y la otra al momento de
la entrega.
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“Al momento de la entrega” dijo la Nina
entreabriendo apenas los labios y mirando el suelo
como si de ahí hubiera brotado el eco de las
palabras.
Ni medio centavo habríamos podido juntar
entre todos pero eso no nos iba a desanimar. Nunca
habíamos tenido ni íbamos a tener otra oportunidad
de sacarle una foto a ese tesoro que teníamos en
la casa. De haber podido le habríamos ofrecido
algo de comer al hombre pero para eso había que
esperar sus buenas horas hasta que la mamá
volviera del trabajo. Una seña fue suficiente para
que Eduardo entendiera que tenía que montar
guardia en la puerta y llamarnos al primer indicio
que hiciera de levantarse, pero pronto nos dimos
cuenta que era más importante animarlo que
vigilarlo. El resto de voluntad que le quedaba se
había esfumado con la posibilidad de descansar. Se
nos desinflaba a ojos vistas, la mirada ausente
pegada al visillo de la ventana, el tercer vaso de
agua suspendido en el aire. Tan lejos estaba que
ya no le importaba máquina ni fotos, ni siquiera
seguir viviendo. No lo íbamos a dejar salir, pero
tampoco nos convenía tenerlo en ese estado de
abatimiento total.
—Convérsale mientras tanto— le dije a
Eduardo y partí con la Nina en dirección a la
pieza de la guagua.
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En las familias grandes los hijos se van
agrupando por bloques de edades. “Los grandes con
los grandes y los chicos con los chicos” fue una
de las tantas máximas que instauró la tía que
vivió con nosotros en el período del primer bloque
y la costumbre había quedado aunque ahora tenía
casa aparte. Apiñados al lado fuera de la puerta
del dormitorio de la mamá esperando a que salieran
los grandes, nos hacíamos miles de conjeturas que
pudieran aclarar el misterio. Que la cigüeña
llegara a la casa no era problema pero ¿al
hospital? ¿Cómo y por dónde había entrado? ¿La
había visto la mamá o le había dejado la guagua a
su lado en la cama mientras dormía? Por fin se
abrió la puerta. Los grandes salieron en tropel y
nos tocó entrar a nosotros. Los cuatro nos
quedamos silenciosos a una distancia prudente,
observando a la mamá sentada en la cama con su
hijita en brazos. Era y no era la mamá de siempre.
Había un brillo nuevo en su rostro, en la
serenidad de su postura.
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—Acérquense, vengan a ver a su
hermanita— dijo sonriendo. Me pareció haber
franqueado un umbral físico cuando entré a ese
halo de luz que las envolvía a las dos como si
hubieran sido la misma Virgen y el Niño. No nos
cansábamos de hacer preguntas y de mirar esa
carita dormida con minúsculos puntitos blancos en
la nariz.
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Ahora ya tenía poco más de un año y era
la dulzura misma. Hasta el papá se había enamorado
de ella y le traía una que otra fruta de regalo de
vez en cuando. No sabía hablar pero sí cantar
aunque en lengua mocha porque todos le cantábamos.
¿Íbamos a dejar ir al fotógrafo que la suerte
había traído a la misma puerta de nuestra casa? No
le quedaría más remedio que dejarse convencer con
la promesa de pagarle todo cuando trajera la foto,
ya se nos ocurriría cómo juntar los pesos.
Corrimos al dormitorio a sacudir a la niña que
dormía ajena a nuestros afanes.
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—El lavatorio con agua.
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—La peineta— ordenaba la Nina. Y si yo
estaba ocupada ayudándole, era Francisco el que se
disparaba en distintas direcciones, feliz de tener
un papel en ese importante acontecimiento a sus
tres años. Mientras ella la peinaba yo le lavaba
la cara y me aseguraba que ningún loro desatinado
se asomara a la nariz. Le pusimos la enagüita
rosada y el vestidito blanco del día domingo pero
los zapatos no estaban a la altura de las
circunstancias y Eduardo salió como una exhalación
a pedirle a la vecina los zapatos nuevos de la
Gloria, que tenía la misma edad. Ella se dejaba
hacer confiada, con esa media sonrisa de ternura
que le subía naturalmente desde adentro,
suavizando aun más sus rasgos. Por fin terminaron
las carreras y se la llevamos al hombre, seguros
que al ver a ese prodigio no necesitaría
explicaciones y aceptaría que le pagáramos “al
momento de la entrega”. Ahora venía el acomodo
para presentar la mejor vista para la foto.
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—La sentamos aquí— decía yo.
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—Pero no— alegaba la Nina.
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—Paradita encima de la mesa— se le
ocurrió a alguien y eso nos dejó a todos
contentos. Yo le enseñé a tomarse la punta del
vestido como había visto en la vitrina del estudio
del centro.
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—¡Espere! ¡Espere!— le grité al hombre
que ya escondía la cara concentrada detrás de la
cámara. Con el apuro no habíamos atinado a ponerle
calzones y cuando se tomó la punta del vestido se
asomaron indiscretas las partes pudendas,
insensibles a nuestro anhelo de que todo saliera
perfecto. Cuando por fin pudimos ver la foto
estaba de comérsela de rica con un rulito caído en
la frente y apuntando con el índice como era su
costumbre.
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de su obra:
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